Red de Evangelización vicentina.
LECTURAS, LECTIO DIVINA Y REFLEXIÓN DE LA PALABRA DE DIOS DE TODOS LOS DÍAS
Este pasaje se encuentra en un lugar particular dentro del Evangelio de Juan. En algunos manuscritos antiguos, esta perícopa (conocida como la perícopa adulterae) aparece en diferentes ubicaciones, e incluso está ausente en algunos códices importantes (como el Sinaítico y el Vaticano). Sin embargo, la Iglesia, iluminada por el Espíritu Santo y la Tradición, la ha reconocido como auténtica y canónica, y la proclama como Palabra de Dios. Su contenido y estilo reflejan fielmente el corazón del Evangelio: la misericordia de Jesús y la dignidad del ser humano.
En tiempos de Jesús, el adulterio era considerado un pecado gravísimo. Según la Ley mosaica (cf. Lev 20,10; Dt 22,22), los adúlteros podían ser condenados a muerte. Sin embargo, las autoridades judías habían perdido el poder de ejecutar penas capitales bajo el dominio romano, por lo que la trampa que tienden a Jesús es doble:
Si aprueba la lapidación, contradice su propia enseñanza de misericordia y puede ser acusado ante Roma.
Si la rechaza, parece ir contra la Ley de Moisés.
Jesús responde no con argumentos, sino con silencio y gesto: se inclina y escribe en el suelo. Este gesto, enigmático, ha sido interpretado de múltiples formas, pero transmite claramente una suspensión del juicio inmediato, una pausa que confronta la conciencia de los acusadores.
Los escribas y fariseos traen solo a la mujer. La ley requería que también el hombre fuera juzgado. El hecho de que solo ella esté presente muestra la hipocresía de los acusadores. Más que justicia, buscan poner a prueba a Jesús. La mujer es usada como instrumento, despojada de su dignidad.
Jesús no niega la ley, pero desplaza el juicio a la conciencia personal. Invita a mirar hacia adentro. Esta frase desmonta el esquema legalista y exhibe la verdad fundamental: todos somos pecadores. Aquí se revela el corazón del Evangelio: la misericordia no anula la justicia, la lleva a plenitud.
El retiro silencioso de los acusadores muestra que nadie puede presentarse como juez absoluto. El pecado común nos iguala, y la conciencia nos revela que no somos dignos de condenar. Los más viejos, tal vez más conscientes de su historia personal, se van primero.
Esta es una de las frases más luminosas del Evangelio. Jesús no condena, porque ha venido no a juzgar al mundo, sino a salvarlo (cf. Jn 3,17). No niega el pecado, pero ofrece una salida, una esperanza, un nuevo comienzo. La misericordia no justifica el mal, sino que abre el camino a la conversión.
Jesús es claro: hay una invitación a cambiar de vida. La misericordia no se queda en la indulgencia superficial, sino que empuja a la transformación interior. La mujer es redimida, no por mérito propio, sino por el amor gratuito del Salvador.
Cristo aparece como el verdadero intérprete de la Ley, no para abolirla, sino para revelarla en su plenitud: la Ley de Moisés encuentra su sentido pleno en la misericordia encarnada. Jesús es la Palabra que no destruye, sino que libera y dignifica.
Todo ser humano es vulnerable, pecador, necesitado de gracia. Esta escena muestra el contraste entre una mirada legalista que cosifica (la de los fariseos), y una mirada redentora que personaliza y restaura (la de Jesús). El ser humano es más que sus errores. Tiene la capacidad de cambiar, porque la gracia lo hace posible.
La Iglesia, a imagen de Cristo, está llamada no a condenar al pecador, sino a acoger, acompañar y conducir al encuentro con la misericordia divina. La misión de la Iglesia no es arrojar piedras, sino ofrecer la mano que levanta.
Este pasaje anticipa la dinámica del Sacramento de la Reconciliación: el pecador se presenta ante Jesús, es confrontado con la verdad, pero no para ser destruido, sino para ser salvado. Es la pedagogía del amor que transforma.
Nadie está excluido de la misericordia de Dios.
La conversión no nace del miedo al castigo, sino del encuentro con el Amor.
El juicio sin amor destruye; la verdad con misericordia edifica.
Jesús dignifica incluso al más pecador, porque mira con ojos de compasión.
La Iglesia debe ser madre y hospital de campaña, no tribunal.
El pasaje de la mujer sorprendida en adulterio nos pone frente a la verdad central del Evangelio: Dios no desea la muerte del pecador, sino que viva y se convierta. (Ez 33,11). Jesús, en su infinita sabiduría y compasión, desarma a los que condenan y levanta al que ha caído.
Hoy como ayer, el Señor nos dice también a nosotros:
“Tampoco yo te condeno. Anda, y no peques más.”
Es la palabra que sana, restaura y nos lanza a una vida nueva.
Versículo del Día
«El Señor es mi pastor, nada me falta.» – Salmo 23,1