Por: P. Diego Mauricio Rodríguez, CM
La primera lectura, tomada del libro de los Reyes, nos presenta un acontecimiento fundamental en la historia del profeta Elías. Sin embargo, para comprender plenamente este relato, es importante recordar quién es Elías y cuál es su misión. Este profeta es conocido por su defensa inquebrantable de los intereses del único y verdadero Dios; por ello, denuncia los abusos de los poderosos y protege a los débiles y explotados, tanto con palabras como con acciones.
Por medio de Elías, Dios se dirige al pueblo, manifestando su enojo debido a que han hecho lo que Él aborrece, y el mismo rey Acab rinde culto a Baal (1R 16, 32). Como consecuencia de esta apostasía, surge una sentencia para el pueblo: un tiempo de sequía (1R 17, 1). Al principio del relato, vemos la indignación de Dios que reprende a los infieles.
Ante este contexto, podríamos preguntarnos: ¿Dios castiga también a los justos con esta sentencia? Desde una perspectiva humana, podría parecer que así es, que castiga por igual a buenos y malos. Sin embargo, el encuentro del profeta Elías con la viuda de Sarepta nos muestra lo contrario. «Dios vela por todos aquellos que se dejan conducir por su voluntad y confían en su promesa». El profeta le asegura a la viuda: «La vasija de harina no se vaciará, y el frasco de aceite no se acabará hasta el día en que el Señor haga llover sobre la superficie de la tierra» (1R 17, 14). Esta palabra se cumple cuando la viuda, confiando en la promesa de Dios, hace lo que el profeta le pide, aun cuando ella solo tenía lo suficiente para sobrevivir con su hijo un día más.
Aquí vemos que lo que Dios más reprocha a los seres humanos es la falta de fe, nuestra falta de confianza en su promesa. Y hoy, más que nunca, esta falta de fe se hace evidente. En momentos de escasez, tanto física como espiritual, solemos poner nuestra confianza en lo primero que nos da un falso consuelo: en las rupturas amorosas, recurrimos al alcohol, a la prostitución o la pornografía; en la enfermedad, buscamos soluciones en la brujería o las supersticiones, y dejamos de escuchar a los verdaderos profetas, buscando el camino fácil.
Las palabras del salmista son claras cuando dice: «El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos» (Sal 145, 6-7). Esta es la promesa de Dios para todos aquellos que sufren a causa de las injusticias y buscan hacer su voluntad. Y es aún más precisa para quienes confían plenamente en sus palabras.
En el evangelio según San Marcos, vemos cómo Jesús observa todo lo que pasa a su alrededor, especialmente en el tesoro del templo. Se da cuenta de cómo los ricos depositan grandes sumas de dinero, pero también observa a una mujer viuda que, con humildad, ofrece dos monedas. Jesús, al ver este gesto, llama a sus discípulos y hace un elogio de aquella mujer, pues ha dado más que los demás; ha ofrecido todo lo que tenía para vivir. En otras palabras, ha hecho un acto radical de confianza en Dios.
Este relato nos invita a reflexionar: ¿cómo está nuestra confianza en Dios? Es importante que nos hagamos esta pregunta constantemente, para no dejarnos arrastrar por el miedo o el facilismo, y para evitar que nos acostumbramos a los elogios. Recordemos también que Dios nos llama a velar por aquellos que tienen más necesidades que nosotros. Jesús nos recuerda el compromiso que tenemos con Él, a ser defensores de huérfanos, viudas, prisioneros, habitantes de la calle, y a dar lo mejor de nosotros mismos en el servicio humano, no de lo que nos sobra, sino de lo que nos falta.
Que esta reflexión nos impulse a vivir una fe auténtica, una confianza radical en Dios, que nos lleve a ser generosos no solo en lo material, sino también en el amor y la compasión hacia los demás, especialmente hacia los más necesitados. Amén.