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Reflexión Solemnidad de todos los Santos

noviembre 1

Homilía sobre el Evangelio de Mateo 5, 1-12

Queridos hermanos y hermanas en Cristo,

Hoy la liturgia nos invita a adentrarnos en uno de los textos más profundos y esenciales del Evangelio de San Mateo: las Bienaventuranzas. Este discurso de Jesús, conocido como el Sermón de la Montaña, nos presenta una enseñanza radicalmente contracultural y transformadora. A primera vista, puede parecer un ideal inalcanzable, pero es, de hecho, una invitación a abrazar el corazón del Evangelio y a comprender la naturaleza misma del Reino de Dios.

1. El contexto del discurso

El evangelista Mateo nos dice que “viendo la muchedumbre, Jesús subió al monte, se sentó y sus discípulos se le acercaron”. Este detalle no es solo una descripción geográfica, sino que tiene un profundo simbolismo teológico. El monte recuerda la escena del Sinaí, donde Dios entregó la Ley a Moisés. Aquí, Jesús se presenta como el nuevo Moisés, pero con una misión diferente: no trae una ley exterior, sino que revela la verdadera naturaleza del Reino de los Cielos y las actitudes del corazón que lo caracterizan.

La palabra griega μακάριος (makários) utilizada en las bienaventuranzas se traduce como “bienaventurado” o “feliz”, pero va más allá de una simple condición emocional. Implica una dicha profunda que brota de una vida que participa de la bendición divina. Jesús redefine la verdadera felicidad, apartándose de las definiciones convencionales del mundo, y nos revela que la dicha genuina solo se encuentra en la comunión con Dios y la conformidad con su voluntad.

2. Las bienaventuranzas: un nuevo camino hacia la santidad

Las bienaventuranzas son una especie de manifiesto del Reino de Dios. Cada una de ellas presenta una paradoja que desafía nuestra lógica humana. En ellas, Jesús nos invita a ver la vida desde la perspectiva de Dios y a confiar en que la verdadera felicidad radica en la fidelidad al Evangelio.

Bienaventurados los pobres de espíritu

La primera bienaventuranza nos dice: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. La pobreza de espíritu no se refiere necesariamente a la carencia material, sino a una actitud de humildad y dependencia de Dios. En el mundo, la autosuficiencia y el poder son símbolos de éxito, pero en el Reino de Dios, aquellos que reconocen su necesidad de Dios son los verdaderamente bendecidos.

En griego, la palabra πτωχός (ptochós) para “pobre” hace referencia a alguien que es mendigo, alguien que se encuentra en una situación de total dependencia. Ser pobre de espíritu implica abrir nuestras manos vacías y decirle al Señor: “Sin ti, no soy nada; tú eres mi todo”.

Bienaventurados los mansos

La mansedumbre no es debilidad, sino la capacidad de responder con paz y templanza ante la adversidad. La palabra griega πραΰς (praús) se traduce como “manso”, pero connota también una disposición de no violencia y de entrega confiada a Dios. Jesús, el manso y humilde de corazón, nos muestra en su vida cómo la verdadera grandeza se revela en la mansedumbre.

Bienaventurados los que lloran

Jesús se dirige a aquellos que experimentan el dolor y la pérdida, y les asegura que Dios es el gran consolador. El llanto no es una señal de desesperanza, sino una expresión de la vulnerabilidad humana que se abre a la misericordia divina.

3. Un modelo de justicia y misericordia

El centro de las bienaventuranzas también presenta un enfoque en la justicia y la misericordia. Aquellos que tienen hambre y sed de justicia no se conforman con una superficialidad moral, sino que anhelan que la voluntad de Dios se cumpla plenamente. La justicia bíblica no es simplemente un concepto legal, sino una relación recta con Dios y con el prójimo.

Jesús también nos llama a ser misericordiosos. La misericordia, en la visión de Jesús, es la disposición a perdonar, a tener compasión y a actuar con amor incondicional. La palabra griega ἔλεος (éleos) para “misericordia” implica una compasión que nace del corazón y se manifiesta en la acción.

4. La pureza del corazón y la paz

Las bienaventuranzas culminan con dos cualidades que reflejan la vida en Dios: la pureza de corazón y la construcción de la paz. Ser “limpios de corazón” no solo implica pureza moral, sino también integridad y sinceridad en la relación con Dios y los demás. El corazón puro es el que no alberga doblez, y que busca ver a Dios en todo.

Aquellos que trabajan por la paz son llamados “hijos de Dios”. La paz de la que habla Jesús no es una mera ausencia de conflictos, sino la armonía que surge de una relación reconciliada con Dios y con los demás. Los constructores de paz participan en la misión divina de reconciliación.

5. Bienaventurados los perseguidos: la esperanza del Reino

Finalmente, Jesús nos recuerda que seguir sus pasos implica la posibilidad de sufrir por causa de la justicia. Sin embargo, aquellos que son perseguidos por el Evangelio no deben desesperar, sino que pueden alegrarse y regocijarse, porque su recompensa es grande en los cielos. La persecución, en el contexto del Reino, se convierte en una señal de fidelidad a Dios.

Conclusión: El camino de las bienaventuranzas

Queridos hermanos y hermanas, al escuchar este pasaje de las bienaventuranzas, estamos invitados a reorientar nuestras vidas hacia el camino de Cristo. Jesús nos llama a adoptar una nueva visión, un nuevo estilo de vida que trasciende la lógica del mundo y se centra en el amor y la confianza en Dios.

Ser bienaventurados no es cuestión de cumplir una serie de requisitos morales, sino de dejar que Dios transforme nuestros corazones y nos haga partícipes de su Reino. La verdadera felicidad se encuentra en vivir en comunión con Dios y reflejar su amor en nuestras relaciones con los demás.

Hoy, al acercarnos a la Eucaristía, pidamos al Señor la gracia de vivir según el espíritu de las bienaventuranzas, reconociendo nuestra necesidad de su gracia y entregándonos con humildad a su voluntad. Que el Espíritu Santo nos ayude a ser pobres de espíritu, mansos, misericordiosos y trabajadores de paz en este mundo tan necesitado de amor y esperanza.

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Fecha:
noviembre 1
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Versículo del Día

“El Señor es mi pastor, nada me falta.” – Salmo 23,1

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