Las siete palabras de Jesús en la cruz son un testimonio profundo de su amor, sufrimiento y obediencia al Padre, y nos invitan a meditar sobre el misterio de la redención. En ellas, Jesús nos revela el propósito de su sacrificio y nos ofrece una luz para nuestras propias pruebas y tribulaciones. Cada una de estas palabras resuena como un eco de su entrega total por la humanidad, un acto supremo de amor que trasciende el dolor y la muerte.
Este artículo pretende ofrecer una reflexión teológica y espiritual sobre las siete últimas palabras de Jesús, con un enfoque especial desde la perspectiva vicentina. En su vida, San Vicente de Paúl nos enseñó a vivir la fe en el servicio a los más necesitados, con entrega generosa y confianza absoluta en la providencia de Dios. A través de esta reflexión, buscamos profundizar en el misterio de la cruz y cómo, a través de las enseñanzas de San Vicente, podemos encontrar inspiración para vivir nuestra fe en el día a día, siguiendo el ejemplo de Cristo.
Cada palabra de Jesús en la cruz no solo es una invitación a la meditación personal, sino una llamada a vivir el amor sacrificado por los demás, a perdonar, compadecer, entregar nuestras vidas y, sobre todo, confiar plenamente en las manos del Padre.
Acompáñanos en este recorrido de reflexión, y permitamos que la luz de la cruz ilumine nuestro camino hacia la plenitud del amor cristiano.
Primera Palabra
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34)
1. Exégesis bíblica y contexto teológico
Esta palabra de Jesús, proclamada al inicio del relato de la crucifixión en Lucas, contiene una profundidad teológica inmensa. El verbo “perdonar” (ἀφίημι – aphíēmi) se usa en el griego con sentido de liberar, soltar, dejar ir la deuda. Es una palabra cargada de resonancias del Año Jubilar (cf. Lev 25), donde se perdonaban deudas y se liberaban esclavos. Jesús, en la hora más amarga de su vida, ejerce su sacerdocio perdonador: no ofrece un juicio, sino una intercesión.
El contexto lucano es esencial. Jesús ha sido abandonado, traicionado, torturado. Sin embargo, su reacción no es el grito del inocente que exige justicia, sino la oración del Hijo que confía en el Padre y clama misericordia. El texto revela un aspecto central de la cristología lucana: Jesús como profeta misericordioso (cf. Lc 4,18-19) y siervo sufriente, que sigue amando incluso en la ofensa.
El perdón que pronuncia no es condicional, ni espera conversión previa. Es un perdón preventivo, gratuito, absoluto, que brota de su identidad divina. Se cumple así lo anunciado en Isaías 53:12: “Intercedió por los transgresores.”
Esta palabra revela que el amor de Dios es misericordia en acción: una misericordia que no niega la gravedad del mal, pero lo vence por el amor.
2. Dimensión cristológica
Aquí se manifiesta una de las cumbres de la Cristología del perdón: Jesús no solo enseña a perdonar (“Perdonen a sus enemigos” – Mt 5,44), sino que en el momento más extremo lo vive plenamente. Su coherencia es total: el Crucificado es el mismo que enseñó a amar al enemigo, y lo hace.
Esto también se enlaza con el misterio trinitario. Jesús no perdona como hombre aislado, sino como Hijo que se dirige al Padre. La cruz es el lugar donde se revela el rostro del Padre misericordioso, y donde se realiza el misterio de la Redención.
San Pablo lo dirá con fuerza: “Dios reconcilió consigo al mundo en Cristo” (2 Cor 5,19). Desde la cruz, el Hijo restablece la comunión rota entre Dios y la humanidad.
3. Antropología espiritual
Al decir: “no saben lo que hacen”, Jesús desvela la ignorancia espiritual del ser humano, que muchas veces actúa sin conciencia del mal. Esta no es una excusa para el pecado, pero sí un llamado a mirar la condición humana con compasión. La ignorancia aquí es expresión de la fragilidad, del ser humano herido por el pecado original.
Jesús no solo perdona, sino que interpreta con misericordia la realidad del otro. No minimiza el mal, pero se niega a responder con resentimiento. Desde aquí se edifica la ética cristiana del perdón: no como acto ocasional, sino como camino de configuración con Cristo.
4. Eco en la espiritualidad vicentina:
San Vicente de Paúl, profundamente marcado por la misericordia de Cristo, enseñaba a los suyos que debían “ser como Cristo en su amor hacia los pobres y hacia los que le ofenden”. En sus cartas a los misioneros, repetía la necesidad de tener entrañas de misericordia: “Hemos de mirar a los demás con ojos de compasión, sabiendo que muchas veces no conocen el bien que dejan de hacer” (cf. SVP, Correspondencia, vol. XI).
Para Vicente, el perdón no era una postura moralista, sino un acto misionero: el perdón acerca a Dios a quienes están lejos, y revela el verdadero rostro de la Iglesia. Perdonar al estilo de Cristo es vivir una caridad que transforma.
Segunda Palabra
«En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43)
1. Exégesis bíblica y contexto teológico
Esta declaración de Jesús al “buen ladrón” es exclusiva del Evangelio de Lucas y se presenta como una promesa de salvación inmediata. El término griego utilizado para “paraíso” (παράδεισος, parádeisos) evoca el jardín del Edén, simbolizando la comunión plena con Dios. La expresión “hoy” subraya la inmediatez de esta salvación, indicando que la gracia divina no está condicionada por el tiempo ni por obras previas, sino por la fe y el arrepentimiento sincero.
Este pasaje revela la misericordia de Dios que se extiende incluso en los últimos momentos de la vida, ofreciendo redención a quienes se vuelven hacia Él con corazón contrito. La respuesta de Jesús al ladrón arrepentido demuestra que la salvación no es el resultado de méritos acumulados, sino un don gratuito otorgado por la gracia divina.
2. Dimensión cristológica
Jesús, en su agonía, actúa como el mediador entre Dios y la humanidad, ofreciendo perdón y esperanza. Su promesa al ladrón arrepentido es un testimonio de su misión redentora y de su poder para otorgar la vida eterna. Este acto resalta la compasión de Cristo y su disposición a acoger a todos los que se acercan a Él con fe, independientemente de su pasado.
En este contexto, Jesús no solo es el Salvador, sino también el juez misericordioso que reconoce la sinceridad del arrepentimiento y ofrece la recompensa de la vida eterna. Su respuesta al ladrón es una manifestación de su autoridad divina y de su amor incondicional por la humanidad.
3. Antropología espiritual
La figura del “buen ladrón” representa a la humanidad en su estado de pecado, pero también en su capacidad de reconocer la verdad y buscar la misericordia divina. Su confesión de fe y su súplica a Jesús reflejan la posibilidad de conversión incluso en los momentos finales de la vida. Este episodio enseña que nunca es tarde para volverse hacia Dios y recibir su perdón.
La respuesta de Jesús al ladrón arrepentido ofrece esperanza a todos los pecadores, mostrando que la gracia de Dios está disponible para quienes la buscan con sinceridad. Este mensaje es fundamental en la espiritualidad cristiana, que enfatiza la importancia del arrepentimiento y la confianza en la misericordia divina.
4. Eco en la espiritualidad vicentina
San Vicente de Paúl, conocido por su profunda compasión hacia los pobres y marginados, enseñaba que la caridad debía extenderse a todos, incluso a aquellos considerados como los más alejados de la gracia. Aunque no se dispone de una cita directa sobre este pasaje específico, su vida y enseñanzas reflejan este principio. Vicente instaba a sus seguidores a ver a Cristo en cada persona, especialmente en los más necesitados, y a ofrecerles amor y esperanza sin juzgar su pasado.
Esta perspectiva vicentina resuena con la promesa de Jesús al ladrón arrepentido, recordándonos que la salvación está al alcance de todos y que nuestra misión es ser instrumentos de la misericordia divina en el mundo.
Tercera Palabra
«Mujer, ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27)
1. Exégesis bíblica y contexto teológico
Este momento se desarrolla en el relato juánico de la pasión, caracterizado por su densidad simbólica y teológica. Jesús no solo está entregando su vida, sino también fundando una nueva realidad espiritual.
Al decir “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, y “Ahí tienes a tu madre”, Jesús no solo está cuidando humanamente de su madre, sino que está instaurando una nueva familia espiritual que nace al pie de la cruz. La mujer, María, representa no solo a la madre biológica de Jesús, sino a la nueva Eva, figura de la Iglesia naciente.
El evangelio de Juan usa el título “Mujer” (γύναι – gynai), también presente en las bodas de Caná (Jn 2,4), para resaltar su papel salvífico. María no es presentada como simple madre doliente, sino como mujer asociada al misterio redentor del Hijo.
El discípulo amado —que en la teología joánica representa al verdadero discípulo, a la comunidad fiel— es el receptor de este don. Al acoger a María, está acogiendo la maternidad espiritual de la Iglesia, la gracia de la filiación, la continuidad de la comunión con Cristo.
2. Dimensión cristológica y eclesiológica
En la cruz, Cristo revela el rostro trinitario de la salvación: el Hijo entrega al Espíritu (Jn 19,30), pero también configura un nuevo vínculo de comunión entre los redimidos. Este gesto de entrega mutua entre María y el discípulo es fundacional: la cruz no es solo lugar de expiación, sino también de recreación comunitaria.
La Iglesia es aquí maternidad acogedora, figura de María; y es discipulado fiel, figura del discípulo amado. Esta es una eclesiogénesis desde la cruz. Por eso, muchos Padres de la Iglesia vieron en este gesto el nacimiento de la Iglesia del costado traspasado de Cristo (cf. Jn 19,34) y del acto de entrega de su madre.
3. Antropología espiritual
Este pasaje ilumina la vocación cristiana a vivir la comunión fraterna como una realidad gestada en el dolor redentor. No se trata solo de vínculos humanos, sino de relaciones nuevas nacidas del amor de Cristo. El cristiano está llamado a acoger al otro como hermano, como madre, como hijo, desde una nueva lógica: la del don.
María, que guarda todo en su corazón (cf. Lc 2,19), ahora guarda a la Iglesia, a los discípulos, y continúa su misión maternal en medio del mundo. El discípulo, por su parte, no se evade del dolor, sino que entra en la herencia del Crucificado: acoge la cruz, y con ella, la responsabilidad de vivir en comunión.
4. Eco en la espiritualidad vicentina
San Vicente de Paúl no elaboró una mariología sistemática, pero vivió profundamente la maternidad espiritual de María como modelo de caridad y entrega. En una de sus conferencias, decía:
“Imiten a la Santísima Virgen en su paciencia, en su caridad, en su unión con Dios. Ella es la primera Hija de la Caridad.” (cf. Conferencia a las Hijas de la Caridad, 25 de marzo de 1648).
Para Vicente, María es modelo de disponibilidad total, y su presencia junto a la cruz es también una enseñanza para quienes acompañan el sufrimiento de los pobres. El discípulo amado representa al servidor que, aún en medio del dolor, permanece junto al necesitado y acoge a María como guía en su camino de caridad.
Cuarta Palabra
«¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?»
(Mt 27,46; Mc 15,34)
(“Eloí, Eloí, lemá sabactaní?”)
1. Exégesis bíblica y contexto teológico
Esta palabra de Jesús es una cita directa del Salmo 22,1, un lamento profundamente arraigado en la espiritualidad judía. A primera vista, puede parecer un grito de desesperación, pero en realidad es una oración, una súplica que nace del corazón mismo del justo sufriente. Jesús, como fiel israelita, ora con las palabras de la Escritura incluso en el extremo del dolor.
El Salmo 22 comienza con un lamento, pero concluye en una profesión de confianza y alabanza a Dios (“Proclamaré tu nombre a mis hermanos” – v.23). Por tanto, cuando Jesús lo pronuncia en la cruz, no está expresando desesperación, sino una fe dolorosa, probada, purificada. Es el clamor de quien, sintiéndose absolutamente solo, sigue dirigiéndose a Dios como “mi Dios”.
Este grito también refleja la solidaridad radical de Cristo con el sufrimiento humano. No sólo carga con los pecados, sino que entra en la experiencia del abandono que tantos han vivido. Asume hasta el fondo nuestra fragilidad, nuestro no sentir a Dios. Es el momento en que el Hijo, por amor, acepta pasar por el velo de oscuridad para redimir desde dentro a la humanidad caída.
2. Dimensión cristológica y trinitaria
Aquí se toca el misterio más hondo de la redención. En esta palabra, la kenosis (vaciamiento) del Hijo llega a su punto más profundo: no sólo entrega su cuerpo, sino que parece perder incluso la consolación espiritual del Padre.
No obstante, esta palabra no implica una ruptura trinitaria, sino la vivencia humana de Jesús en su naturaleza pasible. El abandono no es real en términos ontológicos, sino vivencial, afectivo. Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, siente en su carne el silencio del Padre, como tantos santos y mártires lo han sentido. Pero sigue llamándolo “Dios mío”, dos veces: una expresión de confianza obstinada.
Este es también el momento donde se revela con mayor fuerza el misterio de la encarnación redentora: Dios ha descendido tan profundamente en la condición humana que ha hecho suyo incluso el grito del abandono. Como escribió Hans Urs von Balthasar: “El infierno de la lejanía de Dios ha sido habitado por Dios mismo”.
3. Antropología espiritual
Esta palabra toca las fibras más hondas de la experiencia humana: el dolor que se vive en soledad, el sinsentido del sufrimiento, la noche del alma. El abandono espiritual que Jesús siente es similar al que viven tantos que sufren: enfermos, migrantes, víctimas de violencia, pobres excluidos.
Y sin embargo, Jesús enseña que es posible orar desde esa oscuridad. Que incluso cuando no sentimos a Dios, Dios está, porque Cristo ha estado allí primero. La noche del alma, que San Juan de la Cruz describe, no es una pérdida de Dios, sino una transformación del modo de su presencia.
Este grito es también una llamada: Dios se ha hecho tan cercano que conoce el abandono desde dentro. Nadie sufre solo. Nadie es olvidado. La cruz no es solo dolor: es compañía divina en el dolor humano.
4. Eco en la espiritualidad vicentina
San Vicente de Paúl, en sus cartas y conferencias, vivió momentos de sequedad espiritual y grandes pruebas. En una de sus cartas a una Hija de la Caridad (1658), escribió:
“Dios permite que pasemos por la prueba del abandono, no porque nos abandone, sino porque quiere hacernos crecer en la fe pura.”
Vicente enseñaba a ver a Cristo crucificado en los pobres más abandonados. Su caridad no era sentimental: era una respuesta al Cristo que grita en el hambriento, el enfermo, el solo. Por eso, les decía a los misioneros:
“Sirviendo a los pobres, se encuentra a Jesucristo, y se le encuentra crucificado.”
La cuarta palabra, entonces, interpela al vicentino a acompañar los abandonos del mundo desde la fe, sin juicio, con compasión activa. A estar donde otros no quieren estar. A escuchar los gritos que nadie quiere oír. A sostener en silencio el dolor del otro, como María al pie de la cruz.
Quinta Palabra
«Tengo sed»
(Jn 19,28 – “Sitio”)
1. Exégesis bíblica y contexto teológico
El Evangelio de Juan destaca que Jesús, “sabiendo que todo estaba consumado”, dijo: “Tengo sed”, “para que se cumpliera la Escritura”. La frase remite al Salmo 69,22: “Me dieron hiel por comida, y en mi sed me dieron vinagre para beber”. Juan presenta a Jesús no como víctima pasiva del sufrimiento, sino como el Señor que consuma libremente la Escritura. Cada palabra en la cruz es parte del cumplimiento del designio salvífico de Dios.
A primera vista, esta frase podría entenderse como una necesidad física. Pero el Evangelio de Juan, cargado de simbolismo, la convierte en una expresión profundamente teológica. Jesús, la Fuente de Agua Viva (cf. Jn 4,14), ahora está sediento. El que dijo “tengo pan que ustedes no conocen” (Jn 4,32) ahora muestra su humanidad en el límite. Pero esta sed no es solo corporal. Es, sobre todo, sed espiritual, existencial, escatológica.
2. Dimensión cristológica y espiritual
Cristo, en la cruz, tiene sed de salvación, sed de almas, sed de cumplir hasta el extremo la voluntad del Padre. Tiene sed de que el Reino se realice. Esta sed es también la sed del amor que no ha sido correspondido, del pastor que busca a sus ovejas perdidas. Es la sed del Esposo por la Esposa, imagen nupcial que Juan desarrolla desde las bodas de Caná (Jn 2) hasta la cruz.
El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2561) interpreta esta palabra como el eco de la sed de Dios por el hombre:
“La petición de Jesús: ‘¡Tengo sed!’ (Jn 19,28) tiene un sentido insondable: Jesús tiene sed del amor de su Padre, que lo ha abandonado por nuestra salvación, y tiene sed del amor de cada uno de nosotros.”
Por tanto, este grito es un llamado a responder al amor de Dios con nuestra entrega. Jesús revela que, aun en su agonía, su deseo es nuestra redención.
3. Antropología espiritual
Desde el punto de vista del alma, esta palabra nos remite a la sed profunda del ser humano, esa búsqueda de plenitud que solo puede saciarse en Dios. Jesús, al decir “tengo sed”, se identifica con toda humanidad sedienta: de justicia, de consuelo, de sentido, de verdad, de amor.
El discípulo está llamado no sólo a calmar la sed de Jesús, sino también a reconocer su propia sed más allá de los deseos inmediatos, y a beber del agua que Él ofrece (cf. Jn 7,37-39). Esta palabra también interpela a quienes no se comprometen, a quienes oyen el clamor de Jesús y no se acercan con el vaso del consuelo.
4. Eco en la espiritualidad vicentina
San Vicente de Paúl, sin citar esta palabra explícitamente con frecuencia, vivió en carne propia la urgencia de saciar la sed de Cristo. Él veía en los pobres a Jesús sediento, hambriento, desnudo. En una conferencia a los misioneros decía:
“¿No es el amor a Dios quien nos impulsa a servir a los pobres? ¡Ellos son nuestros señores y maestros! En ellos vemos al Cristo sediento.”
(cf. Conferencia del 30 de mayo de 1659)
Vicente comprendía que Jesús sigue diciendo “tengo sed” en los marginados, en los olvidados, en los que nadie atiende. Por eso insistía en una caridad activa, encarnada, urgente. Para él, servir a los pobres no era una obra piadosa, sino dar de beber al mismo Cristo.
Sexta Palabra
«Todo está cumplido»
(Jn 19,30 – “Consummatum est”)
1. Exégesis bíblica y contexto teológico
Esta palabra es única del Evangelio de Juan, que presenta la cruz no como un fracaso, sino como el trono de la gloria de Cristo. En griego, el término original es “tetélestai”, que significa más que una simple conclusión. Se trata de una palabra que tiene connotaciones jurídicas, sacrificiales y cultuales. Es la fórmula que se usaba para indicar que una deuda ha sido saldada o que una misión ha sido plenamente cumplida.
Juan muestra a Cristo como el Sumo Sacerdote que ofrece su propia vida como sacrificio, y al mismo tiempo como el Cordero Pascual inmolado (cf. Jn 1,29; 19,36). En la cruz, Jesús no es vencido por la muerte: la abraza voluntariamente, y al hacerlo, cumple las Escrituras y consuma la voluntad del Padre.
Este grito no es uno de derrota, sino de triunfo, una palabra de plenitud. Jesús ha llevado a término la economía de la salvación. La promesa hecha a Adán, la alianza con Abraham, la liberación de Moisés, los anuncios de los profetas, todo converge en este acto supremo de amor.
2. Dimensión cristológica y soteriológica
“Todo está cumplido” revela la obediencia filial de Cristo (cf. Flp 2,8), que llega hasta la muerte, y muerte de cruz. La redención no se ha dado de forma abstracta, sino por medio de la entrega libre, total y amorosa del Hijo.
Cristo ha vencido el pecado y la muerte desde dentro, no con violencia, sino con el amor llevado hasta el extremo (cf. Jn 13,1). Esta palabra inaugura el nuevo tiempo de la gracia, en el que ya nada queda por hacer para alcanzar a Dios, porque Dios ha descendido hasta lo más hondo del ser humano.
Lo que estaba anunciado, prometido, esperado, ahora se ha realizado. La economía de la salvación ha alcanzado su plenitud. La palabra “tetélestai” resuena como el Amén definitivo del Hijo al plan del Padre.
3. Antropología espiritual
Esta palabra nos interpela profundamente. ¿Qué significa para nosotros que “todo está cumplido”? Significa que no necesitamos ganarnos el amor de Dios, que no debemos vivir bajo el miedo o el mérito, sino desde la gratuidad de la redención.
También nos invita a revisar si nosotros estamos cumpliendo, en nuestra vida, lo que Dios espera de nosotros. No se trata de tener una vida perfecta, sino de vivirla como una ofrenda, como Cristo, que no dejó nada sin entregar.
La espiritualidad cristiana nos llama, por tanto, a vivir hacia el “consummatum est”, hacia la plenitud de la entrega, donde podamos decir como san Pablo: “He combatido el buen combate, he terminado la carrera, he guardado la fe” (2Tim 4,7).
4. Eco en la espiritualidad vicentina
San Vicente de Paúl, aunque no citó directamente esta palabra en sus últimos momentos, vivió una vida orientada al cumplimiento del Evangelio en el servicio concreto. Para él, cumplir la voluntad de Dios era el centro de toda espiritualidad. En una conferencia a los misioneros decía:
“Hermanos míos, tenemos que morir con las armas en la mano, cumpliendo la voluntad de Dios en la misión que Él nos ha confiado.”
(Conferencia del 6 de diciembre de 1658)
Vicente exhortaba a no detenerse en medios humanos, sino a mirar siempre al fin último: glorificar a Dios sirviéndolo en los pobres. La vida cristiana, decía, no se mide por los resultados, sino por la fidelidad a la vocación recibida.
“Todo está cumplido” es también una llamada a la perseverancia misionera, a consumar nuestra vida no en vanidades, sino en la entrega hasta el final. Como Vicente, como Cristo.
Séptima Palabra
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»
(Lc 23,46 – “Pater in manus tuas commendo spiritum meum”)
1. Exégesis bíblica y contexto teológico
La séptima palabra aparece únicamente en el Evangelio de Lucas, y es profundamente significativa. En este último suspiro, Jesús no muere en un estado de abandono ni desesperación, sino en un acto de plena confianza y entrega al Padre. La frase se inspira en el Salmo 31,6: “En tus manos encomiendo mi espíritu”, una oración de los justos en momentos de prueba.
Al decir “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, Jesús reafirma su relación filial con Dios, a pesar de haber experimentado en las horas anteriores el desgarro del abandono (cf. la cuarta palabra). Esta es una palabra de entrega total y confianza absoluta. Es la culminación de una vida vivida en obediencia al Padre (cf. Jn 4,34; 5,30).
Jesús, en sus últimos momentos, no muere como alguien que ha perdido la esperanza, sino como quien confía plenamente en la voluntad de Dios. Su muerte, por tanto, no es un final trágico, sino el momento de su victoria sobre el pecado y la muerte. Jesús vuelve al Padre, reconociendo que, incluso en la oscuridad de la cruz, todo ha sido parte del plan divino de salvación.
2. Dimensión cristológica y soteriológica
Esta palabra refleja la unión íntima de Jesús con el Padre. Aunque ha sufrido y experimentado el abandono, ahora confía plenamente en que el Padre no lo dejará. En su última palabra, Jesús entrega su espíritu a quien se lo dio en la encarnación. Es el retorno al origen, al Padre del que procede (cf. Jn 16,28).
Este acto de confianza no solo es el fin de la misión terrena de Cristo, sino el momento culminante de su victoria redentora. Al entregar su espíritu, Jesús consuma la obra de salvación que había comenzado desde su encarnación, su vida pública, y culmina en su muerte. La salvación está asegurada. Al confiar su espíritu al Padre, Jesús también garantiza que, para todos sus seguidores, la muerte será transformada en una entrada a la vida eterna, pues Él ha abierto el camino.
3. Antropología espiritual
La séptima palabra tiene una profunda resonancia en nuestra vida de fe. En ella, Jesús nos muestra cómo debemos vivir nuestra muerte: no como una tragedia, sino como un acto de confianza y entrega. En cada momento de sufrimiento o tribulación, los cristianos estamos llamados a entregar nuestra vida al Padre.
La vida cristiana, entonces, es una preparación para esta entrega final. Vivir en Cristo es vivir en las manos de Dios, sabiendo que Él nos acoge y que nuestra vida tiene un propósito eterno. Esta palabra es una invitación a confiar plenamente en la providencia divina, incluso cuando las circunstancias de la vida parecen oscuras y dolorosas.
La espiritualidad vicentina puede resonar en esta entrega, pues Vicente de Paúl dedicó su vida a confiar en Dios en la evangelización de los pobres. Aunque Vicente pasó por muchos momentos difíciles, él nunca dejó de confiar en que la voluntad de Dios se realizaría. En una de sus conferencias, decía:
“La voluntad de Dios es nuestro consuelo y nuestra esperanza. No debemos temer, ya que Él sabe lo que hace con nosotros.”
(Conferencia del 15 de noviembre de 1659)
Vicente enseñaba que la confianza en Dios no solo debe marcar nuestra vida en los momentos de alegría, sino especialmente en la pobreza, el dolor y la oscuridad. Él sabía que solo a través de la entrega total de nuestras vidas a las manos de Dios, como lo hizo Jesús en la cruz, podemos encontrar paz y salvación.
4. Eco en la espiritualidad vicentina
San Vicente de Paúl, a lo largo de su vida, predicó que todo lo que hacemos, incluso en medio de las dificultades más grandes, debe ser entregado al Padre. Su vida fue un reflejo de esta última palabra de Jesús. Vicente decía que el trabajo en favor de los más necesitados debe hacerse en total obediencia y confianza en Dios.
“Todo lo que hacemos es para Dios, todo lo que sufrimos es para Él. Lo que importa es que podamos decir con Jesús: ‘En tus manos encomiendo mi espíritu’.”
(Conferencia del 13 de septiembre de 1657)
Conclusión espiritual de esta palabra:
La séptima palabra es la coronación de toda la vida de Cristo, un ejemplo para nosotros de cómo vivir cada momento con total confianza en el Padre. Jesús, en su último aliento, muestra que la vida cristiana es una entrega constante y confiada en las manos de Dios. Al final de nuestras vidas, al igual que Jesús, podemos entregar nuestro espíritu a Dios, sabiendo que nuestra existencia tiene sentido en Él.