Reflexión del: P. Andrés Felipe Rojas Saavedra, CM
La Medalla Milagrosa es una de las dos medallas aprobadas por el Magisterio de la Iglesia Católica. El Papa Gregorio XVI fue el primero en permitir su acuñación y propagación; Pío IX impulsó su devoción, y León XIII concedió indulgencia plenaria a quien dijera la jaculatoria tres veces al día. Además, en 1894, instituyó la fiesta del 27 de noviembre, otorgando indulgencia a quienes visitaran algún templo vicentino. Benedicto XV también concedió indulgencia por llevar la Medalla Milagrosa. Por lo tanto, la Medalla Milagrosa, junto con la Medalla de San Benito, son los dos únicos sacramentales que gozan de tantos favores eclesiásticos.
Sin embargo, la Medalla, que fue una inspiración directa del cielo y un regalo de la Santísima Virgen, es una compilación de grandes misterios de nuestra fe, todos ellos con fundamentos en las Sagradas Escrituras. Presenta elementos únicos que conforman de manera misteriosa uno de los símbolos más enigmáticos de la fe católica del siglo XIX. Es imposible, por obvias razones, que haya sido concebida por una joven de 24 años de origen campesino, sin ningún tipo de formación teológica o bíblica; por lo que, sin duda, es una creación divina.
EL ANVERSO
La Virgen María:
María, en el Evangelio de Juan, es llamada «Mujer» (Jn 2, 1). Dicha expresión particular en los escritos joánicos no solo se refiere a la identidad de María, sino también al pueblo fiel que esperaba al Mesías. Por ello, Jesús la llama también «Mujer» al lado de la cruz (Jn 19), y el Apocalipsis, en el capítulo 12, presenta a la Mujer como la señal portentosa en el cielo. Esta figura no solo representa a María, sino también a la Iglesia perseguida.
La Mujer en la Medalla Milagrosa no representa únicamente a María, sino también a la Iglesia, que responde generosamente al llamado de Dios para irradiar en el mundo la Luz de Cristo.
La fecha escogida por la Santísima Virgen María para presentarse por segunda vez a Santa Catalina Labouré nos revela otro rasgo fundamental de nuestra Madre. Su aparición tuvo lugar en vísperas del primer domingo de Adviento, el sábado 27 de noviembre de 1830, un día antes de iniciar el recorrido de meditación que la Iglesia realiza en torno a la preparación espiritual para el nacimiento de Jesús. Son días en los que se medita sobre la encarnación y gestación del Señor en el vientre purísimo de María Santísima.
No era tan habitual encontrar imágenes de la Virgen sin el Niño. Si bien ya existían representaciones de la Inmaculada, como en 1484 en España con Santa Beatriz de Silva, quien fundó la Orden de la Inmaculada Concepción, y la imagen de la Virgen que utilizan es la de ella sosteniendo al Niño Jesús, quien sostiene una cruz enorme con la que atraviesa la cabeza de la serpiente puesta a los pies de María. La Virgen en la Medalla aporta un elemento sumamente importante: al igual que en la aparición del Tepeyac de 1531, ella está sola, sin el Niño en brazos.
Este dato, muy revelador, ha sido poco meditado. ¿Por qué, tanto en México como en Francia, la Virgen se ha representado sola sin Jesús? La teología cristiana católica no permite entender a María sin Jesús. Sin embargo, en dos de las más famosas apariciones marianas, ella se presenta sin el Niño. Lo mismo ocurre en 1858, cuando en Lourdes se aparece a Bernardita con las mismas características que en la aparición a Catalina Labouré.
A mi juicio, Guadalupe, Francia y Lourdes no están representando a María sola, sino como el tabernáculo viviente, portadora del Verbo. Es la Mujer encinta que invita a los cristianos de todos los tiempos a llevar a Jesús en sus vidas. Representarla con el Niño en brazos es más bien fruto de una herencia de representaciones artísticas que se dejaron fascinar por el misterio de la encarnación del Señor y por sus primeros años de vida junto a su madre. Estas representaciones suscitan mayor ternura, ya que las imágenes marianas del mundo no se entienden sin Jesús. Pero esta reflexión merecería un estudio aparte.
En conclusión, María en la Medalla Milagrosa es la mujer del Adviento, la mujer que lleva a Jesús en su vientre. Representa también a la Iglesia, llamada a portar a Jesús a través de la Sagrada Comunión, haciéndolo visible e instaurando el Reino de Dios en todos los lugares del mundo.
El Mundo y la Serpiente
En la Medalla Milagrosa, el mundo está representado bajo los pies de la Virgen María, mientras que la serpiente, símbolo del mal, es aplastada por su delicado pie. Este es un eco claro de Génesis 3,15, donde Dios promete a la humanidad que, del linaje de la primera mujer, Eva, nacería quien aplastaría la cabeza de la serpiente. En ese mismo pasaje, se menciona que el linaje de la serpiente herirá el talón del descendiente de la mujer.
Aunque esta referencia ha sido interpretada como un anuncio temprano de la encarnación del Hijo de Dios y su obra redentora, también permite otras lecturas. Una de ellas es que el texto alude al papel protagónico de Jacob (Gn 25-50). Su nombre, que significa «agarrado por el talón», simboliza su historia como hijo de Isaac. Jacob, mediante astucia, obtiene la bendición de su padre por encima de su hermano Esaú. Más adelante, es renombrado como Israel y se convierte en uno de los pilares del pueblo israelita. En esta interpretación, Esaú sería la serpiente que hiere a Jacob en el talón, mientras que Jacob aplasta la «cabeza» al arrebatarle el privilegio de primogénito y convertirse en la figura principal de una nación.
Por otro lado, la representación de María pisando la cabeza de la serpiente, asociada al pasaje de Génesis 3,15, requiere una comprensión adecuada. El texto bíblico indica que el linaje de la mujer, específicamente un descendiente varón, será quien aplaste la cabeza de la serpiente, mientras esta hiere su talón. La serpiente simboliza la desobediencia y la rebeldía del hombre contra Dios, mientras que herir el talón representa un tropiezo en el camino del hombre hacia la plenitud divina. Sin embargo, esta herida no tiene poder fatal ni definitivo, ya que Dios siempre está dispuesto a restaurar al hombre y guiarlo hacia su realización plena.
El llamado a aplastar la serpiente
Pisar la cabeza de la serpiente es una tarea de todos. Aunque la serpiente busque cambiar nuestro rumbo o hacernos tropezar, debemos mantenernos firmes y evitar que esta defina nuestra relación con Dios. María, como parte del linaje de la primera mujer, también tuvo que enfrentar este desafío. A través de su fe y obediencia, aplastó la cabeza de la serpiente, permitiendo que el plan divino de salvación se cumpliera en su vida.
Es importante resaltar que, aunque María lleva en su vientre al Salvador, no es por mérito propio que domina a la serpiente, sino porque su Hijo, Jesús, es quien aplasta definitivamente al mal. La serpiente hiere a Jesús en su pasión y muerte, pero su victoria es total en la resurrección.
La batalla entre el bien y el mal
La Medalla Milagrosa no solo muestra la victoria sobre la serpiente, sino que también revela una realidad más profunda: la lucha constante entre el bien y el mal. Esta batalla, mencionada en el Apocalipsis, presenta al dragón como «aquella antigua serpiente, llamada Diablo o Satanás» (Ap 12,9), quien persigue a la mujer y hace guerra contra sus descendientes (Ap 12,17). En esta lucha, la Medalla destaca dos verdades fundamentales:
- El mal nunca tiene la última palabra. Sea un dragón poderoso o una serpiente aparentemente débil, el mal está condenado a ser vencido.
- El cristiano debe tomar una decisión. No es posible permanecer tibio o indiferente en esta batalla entre el bien y el mal (Ap 3,15).
María pisa la cabeza de la serpiente porque ha escogido el camino del bien. En este sentido, nos invita a todos a unirnos a ella en esta lucha, siendo compañeros de la Mujer en su misión de vencer al dragón y establecer el Reino de Dios.
Los rayos que brotan de las manos de la Santísima Virgen
En Juan 1,9 se nos dice: «La luz verdadera, la que ilumina a todo hombre, venía a este mundo». María es la portadora de esa luz, quien, a través de su «sí», permitió que la luz de Cristo se hiciera presente en el mundo. Los rayos que emanan de sus manos en la Medalla Milagrosa representan las gracias y bendiciones que ella distribuye generosamente a quienes se acercan a ella con fe. Esta luz simboliza también el amor divino que ilumina los corazones abiertos a recibirla, en contraste con aquellos que prefieren permanecer en las tinieblas.
La representación de los rayos que brotan de las manos de la Virgen en la Medalla no solo es única en la iconografía mariana de su tiempo, sino que tiene un profundo simbolismo teológico. Enfatiza su papel como Mediadora de todas las gracias, un título afirmado por la tradición y la espiritualidad mariana de la Iglesia. Aunque otras imágenes de María, como la Virgen de Guadalupe o la Mujer del Apocalipsis, aluden al resplandor divino y la gracia, los rayos que brotan de las manos de la Virgen en la Medalla son un detalle exclusivo, que simboliza de manera explícita su misión de distribuir las gracias divinas.
El simbolismo de las manos y los rayos
¿Por qué las manos? ¿Por qué los rayos? Las manos están asociadas con el trabajo, como se menciona en diversos pasajes bíblicos (1 Tes 4,11; Hch 20,34; Ef 4,28; 1 Cor 4,12). Los rayos, por su parte, representan los milagros que Dios obra a través de María, quien los derrama sobre quienes los piden con fe. Este simbolismo conecta con la imagen del Padre celestial, de cuyas manos también brotan rayos que iluminan a la humanidad (Habacuc 3,4). A su vez, esta gloria divina puede reflejarse en las criaturas, como en el caso de Moisés, cuyo rostro resplandecía tras encontrarse con Dios (Éxodo 34,29-30).
En un nivel más profundo, estos rayos pueden asociarse con la misión de la Iglesia: transformar el mundo a través del esfuerzo de sus hijos e hijas, logrando pequeños milagros cotidianos que cambian la realidad de los demás. María, con esta imagen, no nos invita a permanecer con los brazos cruzados ni a esperar pasivamente que todo venga de Dios. Más bien, nos llama a comprometernos activamente en la transformación del mundo.
Los rayos que no emanan luz, o los anillos en los dedos de María que permanecen oscuros, simbolizan las gracias que ella desea derramar pero que no se le piden. Sin embargo, también pueden representar a aquellos cristianos que aún no se comprometen a ser instrumentos laboriosos del Señor en la construcción de su Reino.
El Reverso
La Medalla Milagrosa se complementa con los elementos presentes en su reverso, todos ellos muy relacionados con la Iglesia y su misión en el mundo.
Las Doce Estrellas
El número 12 tiene un fuerte simbolismo en la teología cristiana, especialmente en el evangelio de Juan. Las doce estrellas que rodean la Medalla en su reverso representan a la Iglesia, el pueblo de Dios, como se describe en Apocalipsis 21,12-14, donde la nueva Jerusalén tiene «doce puertas, y en ellas doce ángeles, y nombres inscritos, que son los de las doce tribus de los hijos de Israel».
En la Medalla, las estrellas simbolizan a la Iglesia, que centra su mirada en el misterio de la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Por ello, acompañan la cruz y la «M», elementos centrales del misterio de fe de todo creyente.
Apocalipsis 12 nos dice que la Mujer está coronada de 12 estrellas. En el Antiguo Testamento, las estrellas son usadas para representar la descendencia (Génesis 15,5; Éxodo 32,13), y el número doce, como ya se mencionó, representa a los apóstoles. Por tanto, también representan tanto la autoridad de la Iglesia como Madre, como también los hijos de la Iglesia llamados a manifestar la justicia de Dios (Dan. 12, 3)
La Mujer no es la única que aparece coronada en el libro del Apocalipsis. Ella lleva las doce estrellas que simbolizan la plenitud del pueblo de Dios, aludiendo a la victoria gloriosa de la Mujer frente al Dragón. Es una «coronación celestial» que señala la realeza y la pureza de esta figura en la historia de la salvación.
También se mencionan los 24 ancianos, que representan a los líderes espirituales de los tiempos del Antiguo y Nuevo Testamento (las 12 tribus de Israel y los 12 apóstoles). Sus coronas de oro son signos de honor, autoridad espiritual y victoria eterna, pero las entregan a Dios, reconociéndolo como la fuente de todo poder y gloria (Apocalipsis 4,10).
Por otra parte, las coronas de la Bestia y el Dragón (Apocalipsis 12,3; 13,1) simbolizan el poder y la autoridad otorgados de manera ilegítima o usurpada. El Dragón y la Bestia se presentan como falsos reyes que buscan imponer su dominio.
La Mujer está coronada con doce estrellas que representan la autoridad de los emisarios de Cristo. Jesús, en cambio, es presentado coronado de gloria y con muchas diademas. A diferencia de la Bestia, que lleva nombres blasfemos, Jesús tiene un nombre que nadie conoce. Este puede aludir al Sagrado Nombre de Dios (Apocalipsis 14,14; 19,12). La corona de oro de Cristo simboliza su autoridad suprema, su victoria sobre el pecado y su derecho legítimo a juzgar y gobernar. Las «muchas diademas» representan la plenitud de su realeza y la sumisión de todos los poderes a su reinado eterno.
Por tanto, María, nuestra Madre, está coronada con el reconocimiento y la veneración que el pueblo le profesa. Aunque en la Medalla Milagrosa las estrellas no acompañan el anverso de la Medalla ni forman parte de su diseño original según los relatos de Santa Catalina, existe un escrito posterior en el que el Padre Aladel le pide a la santa que describa con precisión la visión de la Virgen con el globo. En este escrito, María aparece coronada con doce estrellas y se incluye una hoja con orientaciones para el croquis que iba a realizar el pintor Letaille:
«Sobre un cielo azul estrellado en lo alto, de aurora en lo bajo, en un sol, la Santísima Virgen: velo aurora, vestido blanco, manto azul celeste, los pies sobre una media luna, aplastando la cabeza de la serpiente con el talón. Doce estrellas alrededor de su cabeza, un ligero nublado sobre la media luna.»
Los Dos Corazones de Jesús y María
Los corazones de Jesús y María representan la vía dolorosa que emprendieron para entrar en el corazón de la humanidad. El corazón de Nuestro Señor, coronado de espinas, nos recuerda que su mesianismo no es un reinado triunfalista ni de poder, sino uno de cruz y servicio. El de María, atravesado por una espada, evoca el cumplimiento de la promesa de Simeón: “Una espada de dolor te atravesará el alma” (Lucas 2,35). En el corazón, el creyente debe asumir que las palabras de Jesús son signo de contradicción.
En la teología paulina, el corazón es el centro de las operaciones humanas, el lugar donde se toman las decisiones fundamentales de la vida y donde reside la intimidad con Dios. San Pablo lo describe como el espacio donde Dios derrama su amor por medio del Espíritu Santo (Romanos 5,5) y donde el creyente experimenta la transformación interior mediante la fe en Cristo (Efesios 3,17).
Desde esta perspectiva, los dos corazones en la Medalla Milagrosa son una invitación a que el creyente se deje guiar por el amor y la gracia que emanan de ellos. El corazón coronado de espinas de Jesús nos impulsa a abrazar el sacrificio y la entrega como caminos hacia la redención, mientras que el corazón atravesado por una espada de María nos enseña la virtud de la compasión y la obediencia en medio del sufrimiento.
Ambos corazones no solo simbolizan el amor incondicional de Dios y de la Virgen María hacia la humanidad, sino que también nos interpelan a abrir nuestro propio corazón para que sea el centro desde el cual broten las decisiones de fe, amor y servicio. El corazón es el núcleo de la vida espiritual, la Medalla nos recuerda que nuestra relación con Dios debe ser profunda, sincera y transformadora, tal como la de Jesús y María.
La Letra «M»
La letra «M» en la Medalla Milagrosa no es solo la inicial de María, sino que también simboliza su rol como Madre, Mujer y Maestra. María es la Madre de Dios y de la Iglesia, como se expresa en Juan 19,27, donde Jesús, al pie de la cruz, le encomienda a Juan y, en él, a todos los discípulos. También es la Mujer que, con humildad y obediencia, acepta el plan divino de salvación, como se muestra en Lucas 1,38: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.»
El simbolismo de la letra «M» adquiere aún más profundidad cuando consideramos a las otras mujeres en la Biblia que llevaron el nombre de María o Miriam, y cómo su papel protagónico refleja el plan salvífico de Dios. En el Antiguo Testamento, encontramos a Miriam, la hermana de Moisés y Aarón, quien jugó un papel crucial en la liberación del pueblo de Israel. Ella no solo cuidó a Moisés cuando era un bebé expuesto al río, sino que también lideró al pueblo en el canto de alabanza tras cruzar el Mar Rojo (Éx. 15,20-21), simbolizando la voz profética y la alegría de la liberación. Que también como la Santísima Virgen María, cuido de quién sería el salvador del mundo, que guiaría al pueblo a la redención plena; María al igual que la madre de Samuel (1 Sam. 2,1-10), levantaría su proclama como la auténtica hija de Sion que entona la alabanza al Dios de Israel que se fija en los humildes y despoja a los poderosos del mundo (cfr. Lc. 1,46-55)
La Cruz
Jesús está presente en toda la Medalla Milagrosa, no de manera directa, pero sí implícita en todos los elementos que la conforman. Está en el vientre de su madre, recordándonos que él es la Revelación del Padre, que ya no está simbólicamente asociado al Arca de la Alianza o al Sanctasanctórum del Templo de Jerusalén, sino que es la revelación profética del Arca de la Nueva Alianza. Es el pie que aplasta la serpiente, pero también la luz que ilumina el mundo. En el reverso de la Medalla, Él es el crucificado que da sentido a todos los elementos que la integran.
Jesús es también aquel cuyo nombre tiene un poder universal. En la Carta a los Filipenses (2,10-11), Pablo proclama que «al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre». Este reconocimiento de la soberanía de Jesús subraya su papel como vencedor del mal, representado en la Medalla por el acto de aplastar la cabeza de la serpiente. Así, el triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte queda reflejado en su conexión con la cruz y en el símbolo de luz que ilumina al mundo.
Además, Jesús se identifica con la serpiente elevada en el desierto, un signo que anticipa su sacrificio en la cruz. En el Evangelio de Juan (3,14-15), Él mismo dice: «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna.» Esta imagen, tomada del libro de los Números (21,9), subraya que la cruz de Cristo es el instrumento de salvación, donde el mal es vencido y la humanidad es redimida. En la Medalla Milagrosa, la cruz que aparece en el reverso representa esta realidad teológica profunda: no solo el sufrimiento de Cristo, sino su glorificación y victoria.
Las cartas de Pablo refuerzan la centralidad de la cruz en el misterio de la fe. En 1 Corintios 1,18, el apóstol afirma que «la palabra de la cruz es locura para los que se pierden, pero para los que se salvan, es fuerza de Dios». La cruz no es solo un símbolo de sacrificio, sino también de poder divino, que transforma la debilidad en victoria. De manera similar, en Gálatas 6,14, Pablo declara: «Lejos de mí gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo.» Estos pasajes nos llevan a reconocer que la cruz no es un simple accesorio en la Medalla, sino el núcleo de la fe que da sentido a todos los demás elementos.
En el contexto de la Medalla Milagrosa, Jesús en la cruz no solo carga con el pecado del mundo, sino que también ilumina a quienes contemplan este misterio con fe. Su presencia es la de un Salvador que ofrece la redención y, al mismo tiempo, invita a sus discípulos a tomar su cruz y seguirlo (Mateo 16,24).
A modo de conclusión:
La Medalla es un tesoro teológico que aún tiene mucho por decirnos y mucho por hacernos meditar. Sin embargo, algo debe quedar claro para zanjar toda interpretación equivocada de la Medalla: no es un amuleto, ni mucho menos un elemento mariocéntrico. Por el contrario, la Medalla Milagrosa emana de las Sagradas Escrituras y nos ayuda a leer, de manera sencilla, los grandes misterios de nuestra fe. Se revela no con grandes elucubraciones teológicas, como lo hemos hecho ahora, sino con un discurso teológico sencillo, sin grandes letras. Basta con mirarla con fe y besarla con devoción para decirle a Jesús: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Santo de Dios, el que debía venir al mundo” (Jn. 6,69), y más aún, para decirle: “¿A quién iremos? Si solo tú tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6,68).
Al mirar a María en la Medalla, solo nos queda recordar sus palabras: “Hagan lo que Él les diga” (Jn. 2,5).