El 26 de octubre e 1975 en el Vaticano fue canonizado San Justino de Jacobis, el próximo año se celebran 50 años de este acto histórico que llevo a los altares al obispo vicentino misionero.
En 2025, se conmemoran 50 años desde que San Justino de Jacobis fue elevado a los altares. En su homilía del 26 de octubre de 1975, el Papa Pablo VI destacó con profundidad la misión apostólica de este santo vicentino, subrayando su «heroica entrega al evangelio» y su «espíritu de unidad». Pablo VI lo describió como un «padre para la Iglesia de Etiopía», enfatizando su dedicación a formar un clero local y a promover la reconciliación con los hermanos separados, lo que le dio un carácter precursor del diálogo ecuménico.
Video de la canonización y palabras del Papa:
RITO SOLEMNE DE CANONIZACIÓN DEL OBISPO JUSTINO DE JACOBIS
Homilía del Santo Padre Pablo VI
26 de octubre de 1975
Venerables hermanos e hijos muy queridos:
El rito de canonización de hoy continúa de manera ideal la celebración de la Jornada Misionera Mundial, durante la cual hemos propuesto a la veneración de los fieles las figuras ejemplares de cuatro nuevos beatos. También hoy, al igual que el domingo pasado, nuestra mirada se fija con admiración en un ilustre representante del mundo misionero, el Obispo Justino De Jacobis, quien, en el período central del siglo XIX, fue Prefecto y primer Vicario Apostólico de Abisinia, donde ejerció hasta su muerte un intenso y audaz ministerio. Se regocija esta antigua y noble nación africana, que desde la época apostólica conoció el verbo cristiano —¿quién no recuerda el sugestivo encuentro en el camino de Gaza entre el dignatario etíope y el diácono Felipe? (Cf. Hechos 8, 26-40)— al ver exaltado a un hijo suyo, ya que el nuevo santo realmente se hizo «abisinio entre los abisinios» y fue llamado por ellos con la afectuosa expresión Abuna Yaqob. Se alegra en esta fiesta la Congregación Religiosa de San Vicente de Paúl, a la que perteneció nuestro santo. Se regocija la región de Lucania, donde nació, en el calor de una honesta y numerosa familia. Y se alegra la Santa Iglesia, porque en este año bendito se enciende en ella y para ella una nueva luz de santidad, para consuelo de su presencia saludable en el mundo y para una irradiación más amplia de los ideales de renovación y reconciliación que ha propuesto para el presente Jubileo.
El Año Santo quiere ser, debe ser, una temporada de santidad, y también los frecuentes ritos que celebramos en honor de los nuevos santos y beatos, por la concreción de los modelos presentados, por la encarnación existencial del homo novus o nueva criatura, que solo la fe en Cristo puede generar (Cf. Efesios 4, 22-24; Colosenses 3, 9-10; 2 Corintios 5, 17), así como por la certeza de encontrar en ellos un apoyo más sólido y una conexión más directa con la Iglesia celestial (Cf. Hebreos 12, 22-23), tienden a animar un panorama de espiritualidad religiosa, a puntearlo de estrellas, a enriquecerlo y completarlo. Pero conviene ahora precisar, sobre la base de evidencias más definidas, cuáles son los motivos que explican nuestra alegría de hoy. ¿Quién fue Justino De Jacobis? Fue apóstol de Etiopía, como hemos dicho; fue religioso de los Padres de la Misión; fue un hombre que coronó, en una región muy lejana de su tierra natal, su sueño juvenil y viril de mensajero del Evangelio de Cristo. Pero todo esto no basta: ¿acaso no vale también para otros, para muchos otros religiosos y misioneros católicos? ¿Quién fue entonces nuestro santo y cuáles fueron las características peculiares o, más exactamente, las virtudes que marcaron su camino evangélico? Deberíamos, al respecto, recorrer de cerca las vicisitudes de su vida y examinar las narraciones y relaciones biográficas. Renunciando a tal investigación, nos limitaremos —como es nuestra costumbre— a iluminar algunos rasgos destacados y dignos, creemos, de particular atención.
Al partir para África en 1839, como simple Prefecto Apostólico, Justino De Jacobis no solo seguía su vocación, es decir, la voz susurrada por Dios a su espíritu y prontamente escuchada, sino que también respondía a la invitación de la entonces Sagrada Congregación «de Propaganda Fide», aceptando así la missio canonica que le fue conferida por la autoridad de la Iglesia. Precisamente en este encuentro entre intención personal y encargo formal encontramos esa unión que, siendo expresión de verdadera obediencia y generosa fidelidad, no puede menos que preludiar la eficacia de la futura acción evangelizadora. Fue un siervo bueno y fiel (Mateo 25, 21; Lucas 19, 17), quien, enviado a la viña del Señor, trabajó incansablemente entre tribulaciones ininterrumpidas para labrarla, cultivarla y hacerla fecunda. Pero para tan grande misión, él se había preparado con cuidado y, por así decirlo, ya estaba ejercitado. Recordaremos, al respecto, el apostolado que desarrolló en su patria, primero en Apulia, y luego en Nápoles, donde brilló su celo durante una trágica epidemia. El primer rasgo que encontramos en él es, por tanto, la plena correspondencia con el mandato misionero, al cual supo orientar el necesario trabajo preparatorio, llevando consigo una madura experiencia sacerdotal, templada para todo sacrificio.
Debemos señalar, además, cómo en su apostolado en tierras africanas, que pronto se convirtió para él en su segunda patria, se destacaron claramente dos notas singulares, que nos parecen directrices muy valiosas para la obra misionera, tal como se concibe en la época moderna. Ordenado obispo (8 de enero de 1849) por Mons. Guillermo Massaia, Capuchino, enviado posteriormente a Etiopía y otro gran apóstol misionero de esa tierra africana, luego cardenal, San Justino De Jacobis tuvo, ante todo, la constante preocupación de formar el clero indígena, anticipando así la línea de la pastoral vocacional que, especialmente después del Concilio Vaticano II, debe considerarse ya adquirida en la Iglesia (Cf. Ad Gentes, 16). Trabajando en Tigré, en Adua y luego en Guala, aplicó los carismas de su vocación para suscitar, reunir y educar vocaciones entre los fieles de las nacientes comunidades cristianas. Para preparar a los sacerdotes indígenas, fundó un seminario al que llamó «Colegio de la Inmaculada». Y nos agrada recordar que un sacerdote suyo, convertido y ordenado por él, el abba Ghébré Michael (1791-1855), murió entre sufrimientos tras largos meses de agonía, y es venerado como mártir por la Iglesia, que lo proclamó beato el 31 de octubre de 1926.
Con gran satisfacción, en una carta que nos han dirigido los prelados de la Conferencia Episcopal Etíope, hemos leído estas palabras: «El Beato Justino De Jacobis fue un padre para la Iglesia de Etiopía: de hecho, regeneró la Etiopía cristiana a la plenitud de aquella fe católica que había recibido de su primer apóstol, San Frumencio» (del siglo IV, consagrado obispo por San Atanasio) (Cf. PL 21. 473-80). La segunda directriz para él fue la acción ecuménica: operando en un ambiente de antigua tradición religiosa, quiso acercarse a los hermanos separados, los coptos etíopes, y también a los fieles musulmanes. Aunque por ello encontró grandes hostilidades e incomprensiones, buscó promover los valores cristianos existentes allí, apuntando a la unidad y a la integridad de la fe. Estos son los principales elementos que, a modo de observaciones dispersas, hemos destacado de la vida del santo y que queremos ahora sugerir a vuestra meditación. Hoy es una fiesta —repetimos— para toda la Iglesia, porque otro hijo suyo ha sido incluido entre los santos, y la causa misionera, siempre esencial y perenne en la Iglesia, puede hoy contar con otro intercesor y patrono.
Por tanto, debemos invocarlo, para que continúe difundiendo su luz, inculcando su ejemplo y transmitiendo su herencia espiritual a los hermanos vicencianos y a todos los misioneros. Lo invocaremos en particular por la tierra etíope, que fue testigo del ardor de su caridad y sus esfuerzos apostólicos, y lo invocaremos por todo el continente africano, que, por los logros alcanzados y por los genuinos contenidos de su cultura, está ya encaminado por las vías de un progreso seguro y —queremos esperar— de un desarrollo igualmente seguro, consolador y floreciente de la fe católica. Así sea.