Esta paradoja que hoy presento es el resultado de una introspección personal en relación con el tan discutido tema de los estigmas, que aquí no pretendo abordar en su totalidad, pero sí detenerme para hablar de lo que, a mi modo de ver, son realmente los estigmas. Es decir, las llagas del Cristo sufriente que se abren en nuestro ser para hacernos sentir dolor por los demás. Es una forma en la que el mismo Cristo Resucitado presenta a sus apóstoles las heridas de la crucifixión, aunque ya no duelen físicamente ni están en ellas los clavos, permanecen abiertas (Juan 20, 25-27). ¿Cómo el cuerpo glorioso del Señor aún conserva dichas heridas? ¿Por qué no fueron cerradas? ¿Por qué siguen allí presentes y, más aún, deja que el discípulo incrédulo se acerque a ellas? (Juan 20, 27).

Esas heridas abiertas de Jesús son la manifestación auténtica de su humanidad herida (Isaías 53:5). Jesús se presenta a los hombres como el Siervo doliente, aquel que ha sentido en carne propia el dolor y la barbarie humana (Isaías 53, 3-4). Esa invitación de Jesús a acercarnos para tocar sus heridas sigue aún vigente. Si queremos creer en el Señor Resucitado, debemos tocar sin asco las heridas del prójimo (Mateo 25, 40), muchas de ellas aún sangrando, heridas que incluso llevan escondidas en lo profundo del corazón.

Una de las frases que marcó mi vocación vicentina, la que terminó de convencerme para entrar a la comunidad, fue aquella que encontré en una pequeña estampa que me regalaron. Decía: «Los pobres son mi peso y mi dolor». Hoy, releyendo los signos de Dios en mi vida y pensando en este día vicentino, puedo expresar con total certeza que esas son las llagas aún abiertas del padre de la caridad.

San Vicente no fue un místico «extraño» ni un prolífico escritor de los misterios de Dios. Fue un hombre auténtico, que supo valerse de su genio, de su carácter e incluso de su pecado para abrirse camino entre los clérigos de su tiempo y convertirse en una antorcha de luz brillante, que iluminó la oscura Francia del siglo XVII.

Los estigmas de San Vicente no fueron visiblemente extraordinarios, como relatan las leyendas de San Francisco de Asís o las del Padre Pío, el último estigmatizado que ha gozado de gran popularidad. No, esos no fueron los estigmas de Vicente. Sus estigmas estuvieron marcados en su corazón, en la vivencia auténtica de la mortificación, una práctica además muy popular en esa época. San Vicente constantemente habla de esa aceptación de los sufrimientos como una forma de acercarnos a la pasión de Jesús y vivir la verdadera mansedumbre.

“por la que Dios no solamente nos concederá la gracia de reprimir los movimientos de la cólera, de portarnos amablemente con el prójimo y de devolver bien por mal, sino también la de sufrir con paciencia las aflicciones, las heridas, las angustias y la misma muerte, que podrían darnos los hombres? Señor, concédenos la gracia de aprovecharnos de todo lo que padeciste con tanto amor y mansedumbre.

(XI A, pág. 481)

Quisiera ahora detenerme en tres llagas que, sin duda, apesadumbraron a San Vicente de Paúl y lo hicieron incluso llorar profundamente de amargura.

1. La Familia.

A los 20 años, cuando San Vicente de Paúl fue ordenado sacerdote, aún no imaginaba que se convertiría en el hombre entregado y desprendido que iniciaría su gran obra de caridad años más tarde. Nacido en un entorno campesino, vivió en la escasez y la pobreza, pero, a pesar de estas penurias, logró salir de su terruño y aventurarse en el mundo eclesiástico, donde predominaban el elitismo y el clasismo en los círculos más pudientes. San Vicente incluso llegó a contagiarse de esos sentimientos, al punto de sentir vergüenza cuando su padre, que era cojo, lo visitaba.

Sin embargo, el mismo San Vicente que en 1610 escribía a su madre, diciéndole que esperaba un retiro honroso para vivir con ella el resto de sus días, terminó abandonando esos deseos egoístas y entregándose por completo a su misión en favor de los marginados de su tiempo. A pesar de esto, nunca dejó de sentir dolor por la situación de su familia. Para evitar caer en la tentación del favoritismo o el nepotismo dentro de su congregación, decidió mantenerse al margen de la realidad de sus seres queridos.

“El señor de Saint-Martin, que se muestra tan caritativo con mis pobres parientes, me escribió uno de estos días que mis parientes tienen que pedir limosna; también me lo ha dicho el párroco; y el señor obispo de Dax, mi obispo, que estuvo ayer aquí, me decía igualmente: «Padre Vicente, sus pobres parientes están muy mal; si usted no tiene piedad de ellos, lo pasarán muy mal. Algunos han muerto durante la guerra; los que quedan, andan pidiendo limosna». Sin embargo, decía el padre Vicente, ¿qué puedo hacer yo? No puedo darles dinero de la casa, pues no me pertenece; si por otra parte le pido a la compañía que permita les dé alguna cosa para socorrerles, ¡qué ejemplo daría a los demás! «Si el padre Vicente hace esto, ¿por qué no lo vamos a hacer también nosotros? El socorre a los suyos con el dinero de la casa». Eso es lo que dirían, y con razón, y seria un grave escándalo. Hay que tener además en cuenta que la mayor parte de la compañía tienen parientes pobres y que entonces empezarían también a pedir ayuda. Esa es, padres y hermanos míos, la situación en que están mis pobres parientes: ¡pidiendo limosna! Y yo mismo, si Dios no me hubiera concedido la gracia de ser sacerdote y de estar aquí, estaría como ellos”.

(XI A, pág. 224)

San Vicente amaba profundamente a su familia y sentía un gran dolor por su situación. Sin embargo, su vida cambió para siempre, y ese sufrimiento lo llevó a comprender su propia existencia de una manera distinta. Aunque su familia no pertenecía a la clase alta, y él, ahora rodeado de comodidades y oportunidades, comprendió que tampoco podía permitirse una vida de lujos y bienestar personal.

San Vicente compartió con sus misioneros la experiencia de su último encuentro con sus parientes y la tentación a la que se vio expuesto en ese momento. Veamos lo que expresó:

“En efecto, después de pasar ocho o diez días con ellos para hablarles del camino de su salvación y apartarles del deseo de poseer bienes, hasta decirles que no esperasen nada de mí, pues aunque tuviese cofres de oro y de plata no les daría nada, ya que un eclesiástico que posee alguna cosa, se la debe a Dios y a los pobres, el día de mi partida sentí tanto dolor al dejar a mis pobres parientes que no hice más que llorar durante todo el camino, derramando lágrimas casi sin cesar. Tras estas lágrimas me entró el deseo de ayudarles a que mejorasen de situación, de darles a éste esto y aquello al otro. De este modo, mi espíritu enternecido les repartía lo que tenía y lo que no tenía; lo digo para confusión mía y porque quizás Dios permitió esto para darme a conocer mejor la importancia del consejo evangélico del que estamos hablando. Estuve tres meses con esta pasión importuna de mejorar la suerte de mis hermanos y hermanas; era un peso continuo en mi pobre espíritu. En medio de todo esto, cuando me veía un poco más libre, le pedía a Dios que me librase de esta tentación; se lo pedí tanto, que finalmente tuvo compasión de mí; me quitó estos cariños por mis parientes; y aunque andaban pidiendo limosna, y todavía andan lo mismo, me ha concedido la gracia de confiarlos a su providencia y de tenerlos por más felices que si hubieran estado en buen acomodo.

(XI B, pág. 518)

2. El carácter:

San Vicente de Paúl enfrentó una lucha interna, la misma que todos debemos librar para fortalecer nuestro espíritu, dominar nuestra voluntad y forjar nuestro carácter. Siempre he comparado esta lucha interna con la imagen de alguien montado sobre un caballo, que debe controlar las riendas para evitar que el animal se desboque. De la misma manera, esa batalla personal también la vivió San Vicente de Paúl. En sus conferencias, a menudo lo vemos intransigente, malhumorado e impaciente, incluso consigo mismo. Él mismo se describe con humildad al decir: «¡Miserable de mí, que soy un viejo pecador y no he hecho ningún bien en la tierra!»

Y en la misma conferencia de la mansedumbre citada anteriormente el concluye:

“Y como un viejo es difícil que se levante de sus malos hábitos, os pido que tengáis paciencia conmigo y que no dejéis de pedirle a nuestro Señor que me cambie y me perdone”.

(XI A. pág. 481)

Pero ante este panorama él mismo insiste en orar al Señor para controlar el enojo:

Por eso, padres, ahora que hablamos de ella, tomemos el propósito de que, siempre que se nos presente alguna ocasión de enojo, detengamos cuanto antes este apetito y, recogiéndonos, nos elevemos a Dios y le digamos: «Señor, ya que me ves asaltado por esta tentación, líbrame del mal que ella me sugiere». Que todos hagan este propósito. Y que Dios nos conceda esta gracia.

(XI A, pág. 477)

3. Los pobres

En este artículo podría extenderme hablando de las muchas llagas que San Vicente de Paúl cargó a lo largo de su vida, pero quiero centrarme en una en particular: la llaga de los pobres, a quienes él mismo llamó sus «amos y señores». A ellos dedicó su vida, sabiendo que al servirlos, estaba atendiendo al mismo Jesucristo. Los pobres fueron el ancla que permitió a San Vicente dar concreción a su apostolado. En un momento en que la escuela de espiritualidad francesa corría el riesgo de convertirse en un movimiento intimista de santificación personal, San Vicente añadió un ingrediente esencial: la proyección hacia los demás. Así, transformó la teología de su tiempo en un antropocentrismo cristiano, donde las heridas abiertas de sus hermanos y hermanas ablandaban constantemente su corazón. No había miseria que él no quisiera aliviar.

Intercedió en tiempos de guerra, buscando la paz para Francia. Asumió como suya la paternidad de innumerables niños abandonados y huérfanos, fue el consuelo para los ancianos y los presos, y se conmovió profundamente ante el abandono de los campesinos de su tiempo, haciendo de ellos su pasión y su cruz. Vivió hasta sus ochenta años como un hombre profundamente preocupado por sus pobres, sintiendo incluso vergüenza de su propio dolor, al que consideraba insignificante frente al sufrimiento de los necesitados.

“mientras que yo, apenas siento un poco de dolor en las piernas, en las rodillas, me pongo a gritar y a quejarme, entonces ¿no es verdad que estos ejemplos me llenan de confusión, al verme tan ruin que no soy capaz de sufrir el menor dolor?

(XI A, pág. 271)

El camino de San Vicente de Paúl fue una inspiración directa del Evangelio. En él, descubrió el rostro de un Jesús profundamente conmovido, aquel que por amor vino al mundo para mostrarnos el camino hacia el encuentro con Dios. San Vicente comprendió ese amor infinito de Jesús, quien no solo se dejó marcar por las heridas de los clavos en sus manos y pies, sino también por un corazón traspasado de amor por sus amigos, con quienes incluso lloró ante el dolor desgarrador de la muerte.

“Y paso enseguida al cuarto efecto de la caridad. Consiste en no ver sufrir a nadie sin sufrir con él, no ver llorar a nadie sin llorar con él. Se trata de un acto de amor que hace entrar a los corazones unos en otros para que sientan lo mismo, lejos de aquellos que no sienten ninguna pena por el dolor de los afligidos ni por el sufrimiento de los pobres. ¡Qué cariñoso era el Hijo de Dios! Le llaman para que vaya a ver a Lázaro; va; la Magdalena se levanta y acude a su encuentro llorando; la siguen los judíos llorando también; todos se ponen a llorar. ¿Qué es lo que hace nuestro Señor? Se pone a llorar con ellos, lleno de ternura y compasión. Ese cariño es el que lo hizo venir del cielo; veía a los hombres privados de su gloria y se sintió afectado por su desgracia.

(XI B pág 560)

San Vicente no fue un mártir, ni se le representa con una palma victoriosa, pero su corazón estuvo lleno de llagas, heridas de amor, por sus pobres, a quienes amó con profundo fervor. En cada uno de ellos, Vicente vio el rostro de Cristo, a quien sirvió con dedicación inquebrantable hasta el último momento de su vida. Estas heridas, lejos de ser un signo de sufrimiento, son testimonio de su entrega y compasión, reflejando la grandeza de su espíritu. Su vida fue un ejemplo de amor al prójimo, y su legado perdura en la labor que continúa inspirando a quienes siguen su camino de servicio y solidaridad.

Imprimir o guardar en PDF

Descubre más desde Corazón de Paúl

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Por P. Andrés Felipe Rojas, CM

Sacerdote Misionero de la Congregación de la Misión, Provincia de Colombia. Fundador y Director de Corazón de Paúl. Escritor de artículos de teología para varias paginas web, entre ellas Religión Digital. Autor de varias novenas y guiones litúrgicos.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Descubre más desde Corazón de Paúl

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo