En los albores del 27 de septiembre de 1660, el Señor Vicente lleno de años y méritos terminaba su andar misionero. Es interesante el conocer la crónica del final de sus días, que nos ha dejado como un tesoro invaluable el P.Gicquel, quien narra cómo nuestro Santo, rodeado de sus hijos y a petición del P. Dehorgny, en sus momentos finales bendijo las asociaciones y obras salidas de su corazón: los Sacerdotes y Hermanos de la Congregación de la Misión, las Hijas de la Caridad, las Damas de la Caridad, las conferencias de los martes, los niños huérfanos, los ancianos, los bienhechores y amigos… Y luego de haber invocado a “Jesús” evangelizador de los pobres, a quien él tanto amó, llegó a las puertas del paraíso.
Si nos atenemos al pensamiento del filósofo danés Soren Kierkegaard, quien acuñó el término “instante” que “es el acto momentáneo de la intuición del hombre que, elevándose por encima de la sucesión temporal de los actos y acontecimientos, capta de una vez el sentido unitario de la vida entera, las motivaciones más profundas de todos ellos en su unidad intencional, y penetra mediante un conocimiento-sentido en su verdadero ser: lo que él ha deseado y hecho de sí mismo a lo largo del tiempo, el resultado de su libertad. Cuando tal intuición está provocada por la acción de Dios, es la irrupción de la eternidad en el tiempo, la tangencia de lo eterno en lo histórico, el descenso de la Infinitud a la existencia y la elevación de ésta a aquella de un golpe de vista decisivo, echado desde la profundidad de un “presente” auténtico; Santiago Arzubialde, s.j; me atrevo a reflexionar diciendo, que el Señor Vicente, al encontrarse con Jesús, en su “instante” postrero tuvo dos facetas: el contemplar el pasado y el presente tanto suyo como el de sus hijos, y también el futuro de la obra salida de sus manos.
Primera faceta:
Debió mirar cómo el Señor le cambió su rumbo como a Pablo en Damasco, ya su existencia no fue “un honroso retiro” sino el encuentro con él en la persona de los últimos, los pobres y abandonados del Estado y de la Iglesia. Y para poder llevar a término esta obra, abrió horizontes multicolores y en el caso que nos interesa hoy, la “pequeña Compañía de la Misión”. Esta obra, como todas las suyas, no es el resultado de un narcisismo exacerbado que quiso prolongarse en el tiempo, sino don de Dios a la Iglesia, y por lo ello su proyecto no fue efímero, ni finiquitó con él. Así nos lo expresó:
“Nunca pensé en ello. Dios lo ha hecho todo. Los hombres no hemos tenido parte alguna…todo me parece que es un sueño todo lo que veo. ¡Todo esto no es humano sino de Dios!” SVP. XI, 326.
SVP.VII, 438.
Siendo cierto, la Congregación colocó sus talentos para cumplir los designios del Señor, haciéndolo todo y sufriendo por la gloria de Dios y la edificación de su Iglesia.
Y con un elemento muy de su corazón: la Divina Providencia, nos dejó trazado nuestro derrotero:
“El verdadero misionero no tiene que preocuparse de los bienes de este mundo, sino poner toda su confianza en la providencia del Señor, seguro de que, mientras permanezca en la caridad y se apoye en esta confianza, estará siempre bajo la protección de Dios; por consiguiente, no le sucederá nada malo ni le faltará bien alguno, aunque piense que según lo que aparece todo está a punto de fracasar…habéis de esperar que, mientras permanezcáis firmes en esta confianza, no sólo os veréis libres de todos los males y de todos los accidentes molestos, sino que os veréis colmados de toda clase de bienes…”
SVP. XI, 4. P. 731
El Buen Vicente, caminó así con su escudero Portail y los misioneros que siempre estuvieron con él, hasta el ocaso de la vida. Murió con la serenidad de haber realizado el querer de Dios, él y sus fieles misioneros. Nunca se amilanó ni ante las deserciones de sus discípulos, ni en las persecuciones que tuvieron, y menos ante la muerte prematura de algunos de ellos…como el apóstol de Tarso pudo exclamar: “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida. Tim. 4, 8. Él llegó a la meta, le seguirían después Almerás, Gilguel, Dehorny… Y con ellos, se continuó el caminar de la Compañía.
Segunda faceta:
Y la insipiente, pero sólida Compañía, siguió navegando entre los remansos de la vida misionera unas veces, y otras en las turbulencias y persecuciones en Francia, China, España… hasta en los más insospechados rincones del mundo. Unos infieles o más bien débiles en la vocación, como los obispos refractarios de la revolución francesa, o Sapeto el expedicionario de Abisinia… pero ayer, partieron también a misiones arduas, jóvenes como Monseñor Delaplace, quien, siendo seminarista en la Casa Madre, en su efervescencia juvenil un día saltaba por las escaleras y al encontrarse con el Superior General, P. Etienne, quien al verlo con mirada adusta, nuestro futuro obispo misionero le dijo: “No cierto Padre, que un día iré a China y escalaré montañas y atravesaré ríos? Y efectivamente allí misionó y murió”, o los padres Bernardos, Drug y Koch, que abandonaron las comodidades de su natal Alemania, y se gastaron hasta dejar sus huesos en la selva de Costa Rica.
San Vicente sigue con sus zapatos gastados al lado de sus misioneros:
“Mirad, nosotros podemos considerarnos como los padres. La compañía está todavía en la cuna; no ha hecho más que nacer; hace sólo veinticinco o treinta años que ha comenzado a nacer. ¿Qué significa esto? ¿No es estar todavía en la cuna? Y los que vengan después de nosotros, dentro de tres o cuatro siglos, nos mirarán como a padres…se dirá de los que actualmente forman parte de esta compañía: «En tiempos de los primeros sacerdotes de la Misión se hacía esto; ellos se portaban así; estaban en vigor tales y tales virtudes», y así en todo lo demás. Si esto es así, hermanos míos, ¿Qué ejemplo hemos de dejar a nuestros sucesores, a nuestros hijos, ya que el bien que ellos hagan depende en cierto modo del que nosotros practiquemos?…¡Ay, padres, qué consuelo y qué gozo tendremos nosotros cuando Dios quiera hacernos ver los bienes que realice la compañía, produciendo abundante cosecha de obras buenas, observando las reglas con fidelidad y exactitud, practicando las virtudes que componen su espíritu, siguiendo los buenos ejemplos que les hayamos dado!… Bien, pongámonos de corazón en las manos de Dios; trabajemos, trabajemos, vayamos a asistir a las pobres gentes del campo que nos están esperando…”
Repetición de la oración del 25 de noviembre de 1657. SVP. XI, 3. 315.
De verdad, hoy miramos con recuerdo agradecido, el testimonio del Fundador y de centenares de hijos de Paúl, que no rehusaron esfuerzos, y que a nosotros obreros de la hora presente nos entregan este legado glorioso de sus vidas. Los misioneros del amanecer, y los que llegaron en medio del calor del día, nos dan un mensaje, como el que los Padres Conciliares del Vaticano II dirigieron a la humanidad el 7 de diciembre de 1965. Apropiémonos la exhortación a los jóvenes: “…Porque sois vosotros los que vais a recibir la antorcha de manos de vuestros mayores y a vivir en el mundo en el momento de las más gigantescas transformaciones de su historia. Sois vosotros los que, recogiendo lo mejor del ejemplo y de las enseñanzas de vuestros padres y de vuestros maestros vais a formar la sociedad de mañana; os salvaréis o pereceréis con ella”.
¡Ya tenemos en nuestras manos “la antorcha de nuestros mayores”, qué responsabilidad! La Congregación de la Misión en el presente y futuro, después de la Providencia depende de nosotros, la salvaremos o pereceremos con ella. Oigamos lo que el Fundador dijo a los misioneros de ayer y también nos dice a los de hoy:
«Mirad, Padres y Hermanos míos, hemos de tener en nuestro interior esta disposición, y hasta este deseo, de sufrir por Dios y por el prójimo, de consumirnos por ellos. ¡Oh, qué dichosos son aquéllos a los que Dios les da estas disposiciones y deseos! Sí, Padres, es menester que nos pongamos totalmente al servicio de Dios y al servicio de la gente; con-sumirnos por esto, dar nuestras vidas por esto, despojarnos, por así decirlo, para revestimos de nuevo; al menos, querer estar en esta disposición, si aún no estamos en ella; estar dispuestos y preparados para ir y marchar adonde Dios quiera, bien sea a las Indias o a otra parte; en una palabra, exponernos voluntariamente en el servicio del prójimo, para dilatar el imperio de Jesucristo en las almas. Yo mismo, aunque ya soy viejo y de edad, no dejo de tener dentro de mí esta disposición, y estoy dispuesto incluso a marchar a las Indias, para ganar allí almas para Dios, aunque tenga que morir por el camino o en el barco».
SVP. XI, 281.
Hoy los hijos del “gigante de la caridad”, estamos en más de 160 países del mundo entero, y entre ellos, nosotros los misioneros de la Congregación de la Misión hemos pasado el centenar. Con cuánta insistencia nuestro actual Superior General P. Mavric, nos ha insistido en incursionar en aquellos países, y por cierto pobres donde no estamos, ir a llevar la buena nueva de la salvación hasta los confines del mundo.
«¡Qué feliz es la condición de un misionero que no tiene más limites en sus misiones que el mundo habitable! ¿Por qué restringirnos entonces a un punto y ponernos límites dentro de una parroquia, si es nuestra toda la circunferencia del círculo?».
SVP X1,828-829.
Ahora, el Señor Vicente recordará que las promesas del Señor, en el “instante” final de su agonía, son realidad hoy a 364 años, luego de su terminación terrena. El Señor como a Moisés ahora nuevamente le dirá: “Alza ahora tus ojos, y mira desde el lugar donde estás hacia el norte y el sur, y al oriente y al occidente. Porque toda la tierra que ves, la daré a ti y a tu descendencia para siempre” (Génesis 13,14 – 16)
Con santa humildad, y con nuestro Santo Fundador digámosle al Buen Dios:
¡Oh, Salvador! ¡Mi buen Salvador! ¡Quiera tu divina bondad librar a la Misión de este espíritu de ociosidad, de búsqueda de la comodidad, y darle un celo ardiente de tu gloria, que la haga abrazarlo todo con alegría, sin rechazar nunca la ocasión de servirte! Estamos hechos para esto; a un misionero, un verdadero misionero, un hombre de Dios, un hombre que tiene el espíritu de Dios, todo le tiene que parecer bien e indiferente; lo abraza todo, lo puede todo; con mayor razón ha de hacerlo una compañía: una congregación lo puede todo cuando está animada y llevada por el espíritu de Dios.
SVP. XI 121-122.