Durante este mes vicentino, presentamos la segunda entrega de este especial de escritos de San Vicente de Paúl, esta semana presentamos uno de los textos más inspiradores y subversivos de San Vicente, el cual presentamos integro.

1. REPETICIÓN DE LA ORACIÓN DEL 24 DE JULIO DE 1655

Renuevo la recomendación que hice, y que nunca se hará bastante, de rezar por la paz, para que quiera Dios reunir los corazones de los príncipes cristianos. Hay guerra por todos los reinos católicos: guerra en Francia, en España, en Italia, en Alemania, en Suecia, en Polonia, atacada por tres partes, en Irlanda, incluso en las pobres montañas y en lugares casi inhabitables. Escocia no está mucho mejor; de Inglaterra, ya sabéis su triste situación. Guerra por todas partes, miseria por todas partes. En Francia hay muchos que sufren. ¡Oh, Salvador! ¡Oh, Salvador! Si por cuatro meses que hemos tenido la guerra encima, hemos tenido tanta miseria en el corazón de Francia, donde los víveres abundaban por doquier, ¡qué harán esas pobres gentes de la frontera, que llevan sufriendo esas miserias desde hace veinte años! Sí, hace veinte años que están continuamente en guerra; si siembran, no están seguros de poder cosechar; vienen los ejércitos y lo saquean y lo roban todo; lo que no han robado los soldados, los alguaciles lo cogen y se lo llevan. Después de todo esto, ¿qué hacer? ¿qué pasará? No queda más que morir. Si existe una religión verdadera… ¿qué es lo que digo, miserable?…, ¡si existe una religión verdadera! ¡Dios me lo perdone! Hablo materialmente. Es entre ellos, entre esa pobre gente, donde se conserva la verdadera religión, la fe viva; creen sencillamente, sin hurgar; sumisión a las órdenes, paciencia en las miserias que hay que sufrir mientras Dios quiera, unos por las guerras, otros por trabajar todo el día bajo el ardor del sol; pobres viñadores que nos dan su trabajo, que esperan que recemos por ellos, mientras que ellos se fatigan para alimentarnos…

Buscamos la sombra; no nos gusta salir al sol; ¡nos gusta tanto la comodidad! En la misión, por lo menos, estamos en la iglesia, a cubierto de las injurias del tiempo, del ardor del sol, de la lluvia, a lo que están expuestas esas pobres gentes. ¡Y gritamos pidiendo ayuda cuando nos dan un poquito más de ocupación que de ordinario! ¡Mi cuarto, mis libros, mi misa! ¡Ya está bien! ¿Es eso ser misionero, tener todas las comodidades? Dios es nuestro proveedor y atiende a todas nuestras necesidades algo más, nos da lo suficiente y algo más.

No sé si nos preocupamos mucho de agradecérselo. Vivimos del patrimonio de Jesucristo, del sudor de los pobres. Al ir al refectorio deberíamos pensar: «¿Me he ganado el alimento que voy a tomar?». Con frecuencia pienso en esto, lleno de confusión: «Miserable, ¿te has ganado el pan que vas a comer, ese pan que te viene del trabajo de los pobres?». Al menos, si no lo ganamos como ellos, recemos por sus necesidades. Bos cognovit possessorem suum: las bestias reconocen a quienes las alimentan. Los pobres nos alimentan, recemos a Dios por ellos; que no pase un solo día sin ofrecérselos al Señor, para que quiera concederles la gracia de aprovechar debidamente sus sufrimientos. Decía… ¡qué iba a decir, miserable!… Decía últimamente que Dios espera que los sacerdotes detengan su cólera; espera que ellos se coloquen entre él y esas pobres gentes, como Moisés, para obligarle a que las libre de los males causados por su ignorancia y sus pecados, y que quizás no sufrirían si se les instruyese y se trabajase en su conversión. Es a los sacerdotes a quienes corresponde hacerlo. Esos pobres nos dan sus bienes para esto; mientras ellos trabajan, mientras combaten contra estas miserias, nosotros somos el Moisés que levanta continuamente las manos al cielo por ellos. Somos los culpables de que ellos sufran por su ignorancia y sus pecados; nuestra es, pues, la culpa de que ellos sufran, si no sacrificamos toda nuestra vida por instruirlos.

El padre Duval, un gran doctor de la iglesia, decía que un eclesiástico tiene que tener más faena de la que pueda realizar; pues, cuando la vagancia y la ociosidad se apoderan de un eclesiástico, todos los vicios se echan encima de él: tentaciones de impureza y otras muchas. Me atrevería a decir… He de pensar en ello; quizás lo diga en otra ocasión. ¡Oh, Salvador! ¡Mi buen Salvador! ¡Quiera tu divina bondad librar a la Misión de este espíritu de ociosidad, de búsqueda de la comodidad, y darle un celo ardiente de tu gloria, que la haga abrazarlo todo con alegría, sin rechazar nunca la ocasión de servirte! Estamos hechos para esto; a un misionero, un verdadero misionero, un hombre de Dios, un hombre que tiene el espíritu de Dios, todo le tiene que parecer bien e indiferente; lo abraza todo, lo puede todo; con mayor razón ha de hacerlo una compañía: una congregación lo puede todo cuando está animada y llevada por el espíritu de Dios. Nuestro misionero de Berbería y los que están en Madagascar, ¿qué no han emprendido? ¿qué no han ejecutado? ¿qué es lo que no han hecho? ¿qué es lo que no han sufrido? Un hombre solo se atreve con una galera donde hay a veces doscientos forzados: instrucciones, confesiones generales a los sanos, a los enfermos, día y noche, durante quince días; y al final los reúne, va personalmente a comprar para ellos carne de vaca; es un banquete para ellos; ¡un hombre solo hace todo esto! Otras veces se va a las fincas donde hay esclavos y busca a los dueños para rogarles que le permitan trabajar en la instrucción de sus pobres esclavos; emplea con ellos su tiempo y les da a conocer a Dios, los prepara para recibir los sacramentos, y al final los reúne y les da un pequeño banquete.

Habló también de los hermanos Guillermo y Duchesne que, después de haber sido esclavos, fueron redimidos con ayuda del cónsul, por el celo que les animaba en sus ocupaciones al lado de los pobres esclavos. En Madagascar, dijo también el padre Vicente, los misioneros predican, confiesan, catequizan continuamente desde las cuatro de la mañana hasta las diez, y luego desde las dos de la tarde hasta la noche; el resto del tiempo lo dedican al oficio y a visitar a los enfermos. ¡Esos sí que son obreros! ¡Esos sí que son buenos misioneros! ¡Quiera la bondad de Dios darnos el espíritu, que los anima y un corazón grande, ancho, inmenso! Magnificat anima mea Dominum!: es preciso que nuestra alma engrandezca y ensalce a Dios, y para ello que Dios ensanche nuestra alma, que nos dé amplitud de entendimiento para conocer bien la grandeza, la inmensidad del poder y de la bondad de Dios; para conocer hasta dónde llega la obligación que tenemos de servirle, de glorificarle de todas las formas posibles; anchura de voluntad, para abrazar todas las ocasiones de procurar la gloria de Dios. Si nada podemos por nosotros mismos, lo podemos todo con Dios. Sí, la Misión lo puede todo, porque tenemos en nosotros el germen de la omnipotencia de Jesucristo; por eso nadie es excusable por su impotencia; siempre tendremos más fuerza de la necesaria, sobre todo cuando llegue la ocasión; pues cuando llega la ocasión, el hombre se siente totalmente renovado. Es lo que decía el padre N. cuando llegó: sus fuerzas se duplicaron tan pronto como las necesitó. Me olvidaba de comunicar a la compañía la noticia que he recibido y que hemos de agradecer a Dios. Nuestro santo padre el papa ha concedido a todos los misioneros indulgencia plenaria in articulo mortis. Cuando fue el padre Blatiron a ofrecerle los respetos de toda la compañía, le pidió esa gracia y la de que tomara a la compañía bajo su protección; le concedió ambas cosas. ¿Quién podrá comprender la importancia de esta gracia? ¡Indulgencia plenaria en la hora de la muerte, la aplicación de todos los méritos de nuestro Señor Jesucristo! De forma que en la hora de nuestra muerte nos veremos revestidos de esa capa de inocencia que nos pondrá en situación de agradar a los ojos de Dios en el momento en que tengamos que darle cuenta de nuestra vida. El Señor del evangelio arrojó de su presencia al que se presentó ante él sin tener el vestido nupcial, que el señor nos dará en la hora de nuestra muerte por medio de esa indulgencia, si somos fieles a nuestra vocación y queremos vivir y morir en el puesto en que nos han colocado; se lo agradeceremos a Dios, los sacerdotes en la santa misa y los hermanos en la comunión; y así lo haremos hoy, si os parece. Encomiendo a vuestras oraciones a un ejercitante, que tiene especial necesidad. ¡Cuánto bien hará, si se convierte por completo, y cuánto mal si no lo hace! Me contento con deciros esto para que veáis cuánta necesidad tiene de verse asistido.

2. Video canción

3. Letra

Verso 1:
En la humildad de los pobres,
donde la fe se mantiene viva,
sin preguntas, sin dudas,
su esperanza nunca se marchita.

Coro:
¡Oh, verdadera religión!
En los corazones de los humildes,
paciencia en las miserias,
fe que nunca se rinde.

Verso 2:
Bajo el sol ardiente trabajan,
viñadores que nos alimentan,
con sus manos y su sudor,
esperan nuestras oraciones.

Coro:
¡Oh, verdadera religión!
En los corazones de los humildes,
paciencia en las miserias,
fe que nunca se rinde.

Puente:
Dios, perdona nuestras dudas,
en la sencillez encontramos,
la verdadera fe, la verdadera luz,
en los pobres, en los cansados.

Coro:
¡Oh, verdadera religión!
En los corazones de los humildes,
paciencia en las miserias,
fe que nunca se rinde.

Final:
Mientras Dios quiera, sufriremos,
pero en la fe, siempre viviremos,
con los pobres, con los viñadores,
en sus corazones, la verdadera religión.

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Por P. Andrés Felipe Rojas, CM

Sacerdote Misionero de la Congregación de la Misión, Provincia de Colombia. Fundador y Director de Corazón de Paúl. Escritor de artículos de teología para varias paginas web, entre ellas Religión Digital. Autor de varias novenas y guiones litúrgicos.

Un comentario en «La verdadera religión – canción de los escritos de San Vicente de Paúl»

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