A partir de 1832, la Virgen con su Medalla Milagrosa, empezó su caminar maternal por el mundo entero, sin pausa, pero con paso firme, convirtiéndose así en la “Milagrosa andariega”…navegó por mares procelosos, atravesó llanuras ardientes y subió montañas escarpadas…tocó las puertas de los ricos y de los pobres, habló al corazón de los obispos, de sus hijos los Misioneros Vicentinos y las Hijas de la Caridad, se sentó en las mesas de los pobres…y a unos y otros nos dijo que nos amaba intensamente, y aunque no nos hablara todos los días, ella siempre permanecía junto a nosotros como celosa guardiana, en nuestras luchas, alegrías y dolores.
Pero ella, nuestra madre Inmaculada, nos da hoy espacio para que digamos “una palabrita”, como diría el obispo emérito de mi diócesis de Garzón, Monseñor Libardo Ramírez Gómez, acerca de su privilegiada hija Santa Catalina Labouré, a quien veneramos el 28, luego de haber rendido nuestro homenaje a tan extraordinaria Madre el 27. A nuestra hermana Labouré, podemos aplicar la expresión profunda que, hace San Juan Crisóstomo sobre san José: “no sería necesario recurrir tanto a la palabra, si nuestras obras diesen auténtico testimonio”, con toda razón el papa Pío XII al canonizarla, la llamó “la santa del silencio”. Ella encarna las virtudes que, el Fundador diseñó para sus hijas, pues fue una “verdadera aldeana” por su raíz familiar y, por el espíritu que encarnó: la humildad, la sencillez y la caridad.
- La humildad: Catalina fue una mujer con una vida en plena armonía, que experimentaba a Dios, como el manantial de su existencia, y por ende las virtudes propias, florecieron en ella como fruto de su rica fe.
. En esta primera virtud tuvo conciencia de que, todo lo que era y tuvo fue regalo del Señor, dio gracias por estos dones inmerecidos y, los colocó al servicio de los pobres y de sus hermanas. Nada fue cosecha propia, todo lo reconoció como don de la misericordia del Señor, viviendo siempre en plena paz.
. Ante los dones del Señor y el regalo de la Madre, el orgullo y la vanagloria, no la hicieron perder el horizonte de su vida, reconoció sus limitaciones y trabajó día tras día en su conversión, aprendió a saber que la santidad es, trabajo de cada día y de toda la vida.
. Su actitud de sierva, la hizo siempre cercana, a sus hermanas de comunidad y a los pobres. Qué bueno el anotar que, los pobres y los ancianos, fueron quienes descubrieron la riqueza escondida que, ella llevaba en su vida.
- La sencillez: Para los Fundadores es la virtud que nos lleva directamente a Dios, sin atajos ni recovecos, que no admite dobleces ni engaños.
San Vicente llamaba a esta virtud “mi evangelio”, “la virtud que más quiero”. En Catalina la vida fue nítida, clara y diáfana, como las aguas no contaminadas de los ríos, la transparencia hizo que fuera un alma pura, sin doblez, con autenticidad de vida y plena coherencia, en sus pocas palabras y en su trabajo callado.
Cuando llegó a la Compañía, tuvo muy claro que entraba a ella, para servir al Señor y a los pobres, no para buscarse a sí misma, la recta intención fue siempre su común denominador. Antes que hablar, tuvo la capacidad de escuchar, su mirada dulce, los gestos amables para servir la sopa o abrir la puerta del hospicio, en fin, una vida simple, sin buscar elogios o protagonismos. Fue una vida gris, oculta ante los ojos del mundo, pero agradable a los de Dios.
La caridad: Otra extraordinaria Hija de la Caridad, posterior a sor Labouré, la beata Josefina Nicoli (+1924) afirmaba que “las Hijas de la Caridad…venimos del corazón de Dios…”, y esto lo vivió naturalmente Catalina, desde un primer momento, comprendió que la caridad de Cristo, la llevaba a amarlo con todo su ser. La Compañía no es obra humana, es de Dios y, en ella todo su amor lo dirigió a Él.
Catalina discernió que, una segunda parte de ese único amor, no se daba solo, sino en comunión con otras hermanas que, como ella habían escuchado la voz de Dios, y formando un solo corazón y una sola alma, vivían en comunidad, para amar y servir al Señor y a los pobres.
Las Hijas de la Caridad no son, un grupo de buenas amigas que viven en común, son jóvenes elegidas por la inmensa caridad de Cristo, que las apremia para servir a los pobres, contribuyendo, para que todos ellos, realicen su vocación de hijos de Dios. A propósito, así, el P. José Jamet, c.m. resume la vida de caridad de nuestra hermana: “…una caridad humilde en la fe, fue la espiritualidad de Santa Catalina. El amor no busca recompensa porque es su propia recompensa. La vida de caridad es una vida de gratuidad. Al pasar por Dios, constituye nuestra propia realización, es manantial de alegría y de acciones de gracias”.
Ya al final, vayamos al Padre bueno, con esta plegaria que brotó un día en el corazón de su Hijo predilecto:
“Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque que has escondido estas cosas a los sabios y de los entendidos, y las has revelado a los sencillos. Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, que yo les haré descansar. Lleven mi yugo, y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallarán descanso para sus almas. Porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga”. Mt. 11, 25-30.
Y con Sor Ana Prévost, H.C., oremos así a nuestra hermana:
“Santa Catalina, día tras día, tú has querido vivir simplemente, pobre en medio de los pobres, para ser hermana de todos. Sirviendo en lo cotidiano, tú no tienes miedo de cansarte de hacer el bien, de repetir los gestos que desgastan el cuerpo.
Con el corazón lleno de humildad y de paciencia, tú sabes acoger con dulzura a otros. No te crees más que los otros, tú sabes admirarlos y aprendes de ellos. Al lado del altar, encuentras la fuerza de seguir y de cumplir tu trabajo de todos los días sin ir adelante ni hacerte sentir.
En la oración, tú confías simplemente todo a Dios, las alegrías y las dificultades encontradas a lo largo del día.
Gracias, Santa Catalina, por todo eso que haces. Tú, la hermana de las personas sencillas como yo, que pueda aprender y a seguir tus pasos”.