Los santos… la presencia viva de Dios

Los santos… la presencia viva de Dios

1. Los santos que han llegado a la estación final:

Nos podemos hacer esta pregunta: ¿quiénes son los santos? La respuesta sin equívocos nos la da la Palabra del Señor en Apocalipsis 7, 9-11: “Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos; y clamaban a gran voz, diciendo: La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero…” Por nuestra realidad de fe, no dudamos que, entre esa “gran multitud” están nuestros padres, familiares, benefactores, los compañeros de vida, los hermanos de nuestra gran Familia y, los pobres a quienes hemos evangelizado y servido a lo largo de la existencia.

De toda esa multitud de santos, cuyo número sólo conoce el Señor, la Iglesia desde sus comienzos siempre ha venerado a algunas figuras prominentes y dignas de imitación, iniciando por la Virgen María, San José, los Apóstoles, los mártires, vírgenes, pastores, y hombres y mujeres de fe robusta, caridad sin tacha y esperanza alegre. Además, de ellos, está el número de santos canonizados, es decir, aquellos colocados en los altares con aureola. Para algunos estudiosos son alrededor de los 9.000, mientras que para otros llegaría incluso a 20.000. Lo que sí sabemos es que, desde 1588 hasta el 2021, el número de Santos canonizados es de1726 (Mondo Cattolico, julio 2021). En nuestra profundización, vale el seguir, el itinerario de las beatificaciones y canonizaciones, que han realizado Juan Pablo II y Benedicto XVI, hasta llegar a nuestro bien amado Papa Francisco.

En nuestra casi cuatricentenaria Familia, contamos con un gran elenco de santos: de la Congregación de la Misión, 4 santos, 61 beatos y 3 venerables; de las Hijas de la Caridad, 2 santas, 40 beatas y 3 venerables; sacerdotes diocesanos cercanos a nosotros por ministerio y carisma, miembros de diversos grupos de espiritualidad vicentina, fundadores y consagrados que, han bebido de la fuente de San Vicente y Santa Luisa, más del centenar. Estos son los santos en nichos, con flores y palmas, venerados por nosotros. Sin embargo, no podemos olvidar el énfasis que nos ha dado Francisco para hacer memoria de los “santos de la puerta del lado”.(G. E. 6), aquellos misioneros que se agotaron en las escarpadas montañas llevando el Evangelio a los pobres, o las hermanas que al regresar de visitar a los pobres la muerte no las dejó llegar a su casa, o los santos de la escoba, la puerta, y el humo, santificados en el silencio, preocupados por tener a tiempo y con gusto el pan de cada día, para sus hermanos y para los pobres de la escuela o la calle.

Emprendamos la tarea de hacer memoria, de unos pocos exponentes de caridad que hemos conocido, y ahora iluminan nuestra reflexión y oración, resaltemos a misioneros sin fama ni gloria, santificados en los seminarios y en las misiones como los Padres Juan Antonio Soto y Jesús María Cardona en Colombia, o el P. Juan Bautista Rojas en Costa Rica; entre nuestras hermanas sor Lilia Gallego en su afán porque los pobres vivieran en un techo digno y estable, o Sor María Hinestroza con sus habilidades médicas en los hospitales, con dotes superiores a las de los médicos de su entorno, en Cali, o sor María Luisa Alzate, salvando vidas con instrumentos rústicos, pero llenos de Dios, en las montañas de Nátaga; entre los laicos, en Costa Rica doña Laura de Vargas, con su canasto llevando provisiones a los pobres, y entre nosotros María Teresa Riascos con su empeño de atender a los ancianos en la Asociación Luisa de Marillac de Cali. ¿Si estos hermanos y hermanas no son santos, entonces quienes los son?

2. Los santos que caminan bajo la lluvia y el sol:

La sociedad en la que vivimos, muestra una ola de descristianización profunda en la que navegamos, no se quiere escuchar hablar del destino final humano, la actitud de muchos es la de gozar al máximo los deleites de la vida y, cuando llega la inexorable muerte maquillarla, con féretros llenos de flores, parques cementerios con tapetes, para que no se vea la tierra y, desfiles con música alegre y desfiles festivos. Ya no se piensa en el destino final y, menos en el encuentro con el Señor.

Es el momento de purificar nuestra fe de ciertas concepciones no sanas. La vida terrena se la ha concebido, como “un valle de lágrimas”, donde más se sufre más cielo se gana, el considerar los dolores y sufrimientos “como pruebas” enviadas por Dios para “hacernos más santos”. Nada más contrario al querer de Dios, él nos ha creado para ser felices y para que realicemos un mundo donde cada día haya menos dolor, más fraternidad y una digna existencia. Siendo este el ideal, palpamos que el mal deambula por todas partes, no fruto del querer de Dios sino el resultado del mal que, desde el comienzo de la humanidad ha entrado en el mundo, como resultado del abuso de la libertad. Pero en la turbulencia de la vida, emerge Cristo que con su Cruz, muerte y resurrección vence el pecado y la muerte. Como cristianos nuestra misión es ser apóstoles de esperanza, abriendo las puertas de nuestras vidas para que Dios reine en nosotros, edificando con valentía la obra que Él ha puesto en nuestras manos, construyendo la ciudad terrena, confiados, preparando así, el reino definitivo al final de la existencia terrena.

El itinerario de santidad tiene su raíz en el bautismo, lo que nos indica que es un camino no para unos pocos, sino para todos. El Vaticano II ha venido a hacernos memoria de esta riqueza olvidada, hasta antes de él sólo se pensaba que era camino restringido para los consagrados. La santidad es un ideal en el que se tejen, armónicamente la debilidad nuestra, con la fuerza de Dios que, con el poder de su Espíritu, nos capacita para responder cada día hasta llegar a las cumbres eternas, meta definitiva de este peregrinar. Lo más seguro es que a ustedes y mi, se nos recordará por un tiempo, pero luego entraremos a formar parte del olvido de los nuestros; no así ante Nuestro Señor, ante quien no seremos una masa anónima, nuestro nombre, personalidad y carisma, permanecerán para siempre en la vida sin fin, junto a Él.

Ahora bien, como en el relato de la Ascensión, el mensaje nos dice a nosotros hoy: “…, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo”. Hechos, 1,10-11. Ya hemos reconocido la meta a donde llegaremos, ahora la marcha ha de seguir adelante. La hoja de ruta no nos es desconocida, Nuestro Señor nos la presenta en Mateo 5: en la pobreza de espíritu, en la dulzura de la vida, en el corazón misericordioso, en la pureza en pensar y actuar, en la fortaleza en las pruebas… y en el capítulo 25, nos presenta el filtro final con las obras de misericordia. Ahora, no es la hora de elocuentes conferencias, sino el tiempo de ser un libro abierto, que el mundo pueda leer y comprender lo que somos y vivimos, haciendo efectivo el querer del Fundador: “Aun cuando no dijereis palabra, si os ocupáis mucho de Dios, tocaréis los corazones con vuestra sola presencia” (Abelly, L. II, p.297).

Sin tener una mentalidad meliflua y romántica, la fe nos anima a meditar que el cielo no es tierra de extranjeros, es llegar a la casa del Padre donde hay muchas moradas (Jn. 14,2), con la serena certeza de entrar donde están Cristo, la Madre Milagrosa, los santos que hemos venerado y entre esa muchedumbre los santos de nuestra familia, y ni se diga las personas que amamos más, por los lazos de la carne, como nuestros padres y familiares, los amigos y compañeros de misión, los pobres a quienes evangelizamos y nuestros benefactores. Será la hora de descansar ya de las fatigas, pues las obras nos acompañan’ (Apoc.14,13).

Cerremos esta reflexión con las palabras de oro, de un santo de nuestros días, el chileno San Alberto Hurtado: “Esta vida se nos ha dado para buscar a Dios, la muerte para hallarlo, la eternidad para poseerlo”. Escritos. P.37.

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