Homilía II Domingo de Pascua ciclo C

Homilía II Domingo de Pascua ciclo C

Lecturas:

Primera lectura
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (5,12-16):

Los apóstoles hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo. Los fieles se reunían de común acuerdo en el pórtico de Salomón; los demás no se atrevían a juntárseles, aunque la gente se hacia lenguas de ellos; más aún, crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor. La gente sacaba los enfermos a la calle, y los ponía en catres y camillas, para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno. Mucha gente de los alrededores acudía a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos se curaban.

Palabra de Dios

Salmo
Sal 117,2-4.22-24.25-27a

R/. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia

Diga la casa de Israel:
eterna es su misericordia.
Diga la casa de Aarón:
eterna es su misericordia.
Digan los fieles del Señor:
eterna es su misericordia. R/.

La piedra que desecharon los arquitectos
es ahora la piedra angular
Es el Señor quien lo ha hecho,
ha sido un milagro patente.
Éste es el día en que actuó el Señor:
sea nuestra alegría y nuestro gozo. R/.

Señor, danos la salvación;
Señor, danos prosperidad.
Bendito el que viene en nombre del Señor,
os bendecimos desde la casa del Señor;
el Señor es Dios, él nos ilumina. R/.

Segunda lectura
Lectura del libro del Apocalipsis (1,9-11a.12-13.17-19):

Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la constancia en Jesús, estaba desterrado en la isla de Patmos, por haber predicado la palabra, Dios, y haber dado testimonio de Jesús. Un domingo caí en éxtasis y oí a mis espaldas una voz potente que decía: «Lo que veas escríbelo en un libro, y envíaselo a las siete Iglesias de Asia.» Me volví a ver quién me hablaba, y, al volverme, vi siete candelabros de oro, y en medio de ellos una figura humana, vestida de larga túnica, con un cinturón de oro a la altura del pecho. Al verlo, caí a sus pies como muerto. Él puso la mano derecha sobre mí y dijo: «No temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo. Escribe, pues, lo que veas: lo que está sucediendo y lo que ha de suceder más tarde.»

Palabra de Dios

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Juan (20,19-31):

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados! quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.»
Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.»
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros.»
Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.»
Contestó Tomás: «¡Señor Mío y Dios Mío!»
Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.»
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo tengáis vida en su nombre.

Palabra del Señor

Homilía

La Encarnación y la Resurrección de Jesús nos aseguran que Dios ha decidido quedarse definitivamente en medio de nosotros. Donde quiera que halla un creyente, allí Dios se hace presente, superando los los impedimentos humanos que pretenden impedir su presencia, como el pecado, la oscuridad, la desesperación o el miedo. Basta que en algún momento de nuestra vida hayamos creído en Dios y lo hayamos aceptado para que Él se abra paso hacia nosotros en medio de las cambiantes circunstancias de la vida.

Cuando como creyentes nos encontramos faltos de fe, de esperanza, cuando sentimos que perdemos la fuerza para vivir, podemos todavía escuchar y confiar en la voz de Dios que resuena en lo más íntimo de nosotros y nos asegura: mi paz está contigo! Yo te doy, la paz, la plenitud, pero la plenitud que te obsequio es distinta a la que te ofrece el mundo. La plenitud que ofrece el mundo es una plenitud que niega la cruz de la entrega, la cruz del amor dado, recibido y protegido, la cruz de vivir en la conciencia de que cada acto y cada palabra tienen un impacto y un valor definitivo. La plenitud que Dios ofrece se hace realidad cuando como Jesús vivimos con las manos elevadas hacia Dios suplicando su gracia y tendidas hacia las otras personas ofreciendo toda clase de cuidados. Cuando Jesús ofrece a sus discípulos la plenitud, les muestra las manos taladradas y el costado abierto que fueron causa de horror y tristeza para todos. Esas manos y ese costado heridos son ahora causa de alegría y ponen de presente que la vida adquiere su verdadero sentido y se llena de alegría, cuando se entrega.

La Paz, la plenitud que Jesús nos da es un don que viene de lo alto, se trata del Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo. Este don del Espíritu Santo, es un verdadero regalo de parte de Dios. Los primeros discípulos recibieron el don del Espíritu Santo en medio de su confusión, de su miedo, de su pecado, de sus dudas para que quedara claro que la misión que se les confía no está fundada en sus propias habilidades y talentos, sino en el poder de Dios. Este don del Espíritu Santo y la misión de perdonar pecados que Jesús confía a sus primeros discípulos, nos llenan hoy de la esperanza de que una nueva vida es siempre posible, de la alegría de ser salvados de todo aquello que corrompe nuestra vida y nuestras relaciones. Podemos confiar que nuestros pecados son realmente perdonados a través del ministerio y los ministros de la Iglesia, porque el perdón que se ofrece en el Sacramento de la Reconciliación nunca se fundó en la santidad y perfección de ministro alguno, sino en el poder de Dios que con su misericordia derrota el pecado, que es el gran enemigo de la felicidad temporal y eterna.

Hoy nosotros podemos llamarnos a nosotros mismos ‘¡dichosos!’ porque sin haber visto hemos creído. Aunque no vimos al Señor Resucitado con nuestros propios ojos, sino que creemos en Él gracias al testimonio de la Iglesia de los inicios, gracias a la fe, los que estamos aquí (algunos sin darse cuenta todavía) hemos visto y experimentado en nuestra vida la presencia de Dios de las más diversas maneras. A los que hemos aceptado la fe de la Iglesia, Tomás nos invita a dar un paso más: asumir nuestra fe de manera personal. Jesús nos llama a cada uno de nosotros como llamó a Tomás: “Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree” (Jn 20,27). Acerquémonos como Tomás a Jesús, volvamos los ojos al crucificado, contemplando en Él el abrazo amoroso de Dios a la creación entera, y repitámosle con Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20,28); Jesús, tú eres el Mesías; tú eres el Dios que asumió nuestra condición humana y acompañas hoy nuestro camino; tú eres fuente de vida para todo aquel que cree en tí.

Que María la que siempre creyó, interceda por nosotros para que creamos en los designios de Dios y vivamos confiados y alegres bajo la acción de la Divina Providencia.

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