Homilía II Domingo de Adviento

Homilía II Domingo de Adviento

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Marcos (1,1-8):

Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Está escrito en el profeta Isaías: «Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. Una voz grita en el desierto: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos.”»
Juan bautizaba en el desierto; predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados. Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados, y él los bautizaba en el Jordán. Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre.
Y proclamaba: «Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.»

Palabra del Señor

Homilía

DOMINGO II DEL TIEMPO DE ADVIENTO
06 de diciembre de 2020

Si alguien nos llegara a preguntar: ¿usted a que era de la historia pertenece? Nuestra respuesta correcta como cristianos sería: yo pertenezco a la era del evangelio. Sí, nosotros los cristianos somos conscientes de pertenecer a una nueva era de la humanidad, la era del evangelio que comenzó con el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo hace ya más de 2.000 años.
En esta era que estamos viviendo del evangelio, palpita en nuestro corazón de creyentes la alegría de ser los destinatarios de una buena noticia de parte de Dios. La buena noticia es que Dios Eterno y Celestial está de nuestra parte, camina hacia nosotros, camina con nosotros, arriesgó todo por nosotros dándonos a Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios.

La historia antigua y reciente de la humanidad, y nuestros días presentes ponen de manifiesto nuestra frágil condición como humanos; para muchos la conciencia de la propia fragilidad es causa de angustia y de gran incertidumbre, para nosotros los creyentes nuestra fragilidad es causa de esperanza porque sabemos que “es en la fragilidad donde se pone de manifiesto la fuerza de Dios”. Y por esto mismo hemos repetido hoy con el salmista: “muéstranos Señor tu misericordia y danos tu salvación”.
La vida pobre de nuestro Señor Jesucristo nos asegura que contrariamente a lo que muchos creen, nuestra vida tiene su origen y su sustento en Dios que es más grande que nosotros. El nacimiento, la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús son para nosotros el evangelio, la buena noticia, la certeza de saber que contra toda apariencia estamos en las manos de Dios y de Él depende todo lo que somos.

En el nacimiento, Jesús, el niño envuelto en pañales nacido en medio de los animales porque no hubo lugar para Él entre los hombres, se convierte en la pesebrera de Belén en causa de alegría para los Ángeles que cantan su Gloria, en fuente de esperanza para los pastores pobres y alejados de Dios que contemplan el rostro de Dios en el niño envuelto en pañales; en fuente de iluminación y conocimiento para el alma de los magos que vinieron de oriente guiados por una estrella que era Cristo mismo. En su vida pública Jesús que vivía como cualquiera otra persona y por eso sus paisanos no veían en él más que al hijo del carpintero, fue el pobre que enriqueció a todos los que creyeron en él. En su pasión y muerte abandonado por todos y traicionado por sus amigos ofrece perdón y gracia a todos. Y una vez resucitado nos asegura a todos que no es la violencia, la maldad de los hombres, o la muerte las que tienen la última palabra sobre nuestra vida, sino Dios, el Dios que lo resucitó de entre los muertos y es grande, poderoso y misericordioso para derrotar en nuestras vidas cualquier semilla de muerte, si como el crucificado nos abandonamos en sus manos amorosas de Padre, guiados por el Espíritu que nos habita y nos da la gracia de creer.
Nosotras, las personas que pertenecemos a la era del evangelio somos retadas hoy por el Bautista a entregarle al Señor nuestros desiertos, todo lo que sea señal de pecado o de muerte en nosotros, para que el Señor lleve a cabo en nosotros su obra. El Señor viene a nuestro encuentro, persiste en nuestra búsqueda, quiere hacernos gustar la delicia, la alegría de vivir en su presencia. En esta era del evangelio que vivimos, todo es gracia; Dios viene a nosotros no porque seamos buenos o porque seamos malos, el viene a nosotros porque Él es bueno y misericordioso y como dice la segunda lectura de hoy “no quiere que nadie perezca”. Así que libres de cualquier clase de orgullo que nos haga pensar que Dios está en deuda con nosotros, de cualquier clase de culpa que nos paralice, de cualquier miedo que nos llene de angustia, abrámosle paso al Señor con nuestra oración, con nuestro amor, con nuestra fe en Él y en sus enseñanzas.

Entreguemos nuestras vidas al Padre Celestial, digámosle que ponemos nuestras vidas en sus manos y solo en sus manos, roguémosle que avive en nosotros el fuego del Espíritu Santo que se nos concedió en el bautismo inaugurado para nosotros por Jesús Crucificado.

Que María la que dijo sí al Padre Celestial, interceda por nosotros ante su Divino Hijo para que guiados por el Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones le permitamos al Señor hacer su obra en nosotros.

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