Homilía Dominical Solemnidad de todos los Santos

Homilía Dominical Solemnidad de todos los Santos

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Mateo (5,1-12):

Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.» 

Palabra del Señor

Homilía

DOMINGO [XXXI] DEL TIEMPO ORDINARIO
SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
01 de noviembre de 2020

La Solemnidad de Todos los Santos, que celebramos cada primero de noviembre, nos recuerda quiénes somos, de dónde venimos, para qué estamos en este mundo, de que somos capaces y hacia dónde nos dirigimos. Los Santos con su ejemplo y su intercesión nos ofrecen la certeza de que los que hacen de Dios su bien y su todo, son colmados de un gozo inmenso que llena al mundo de una alegría que todo lo embellece y enaltece la Gloria de Dios.

Volvamos hoy nuestra mirada a los santos y aprenderemos de ellos que es cierto lo que dice el Salmo de hoy: “del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes”. Sentirnos criaturas de Dios, saber que estamos en este mundo por querer de Dios, infunde en nosotros la confianza necesaria para emprender cualquier proyecto, para seguir adelante en medio de las dificultades que se puedan presentar en el camino. Pero aún más nuestra confianza se redobla cuando sabemos como ellos por la Palabra que “no solo nos llamamos sino que de verdad somos hijos de Dios”; ellos lo creyeron y por eso nunca dudaron de que la fuerza de Dios se ponía de manifiesto en su fragilidad, y así nunca cayeron en la trampa de sentirse poca cosa ante los ojos de Dios, se sentían pequeños si, pero se abandonaban en Dios al modo que un bebé se abandona en brazos de su madre.

Volvamos nuestra mirada hacia los santos y entonces entenderemos que estamos como cristianos en este mundo para hacerlo cada vez más vivible, más conforme al querer de Dios; los que mantenemos encendida la llama de la fe podemos hacer posible que la tierra, el mar y los árboles se vean libres de los males que los aquejan y amenazan. La multitud de los santos que aparece hoy en libro del Apocalipsis, son los que llevan las túnicas blancas, que han sido blanqueadas en la sangre del cordero, es decir son aquellos que aprendieron a vivir para la gloria de Dios y como efecto de su entrega a la gloria de Dios, el mundo y quienes los rodean experimentan la paz y la plenitud que solo Dios puede dar.

Volvamos nuestra mirada hacia los santos y entonces sabremos de qué somos capaces o mejor aún sabremos de qué es capaz Dios en nosotros. Dice la segunda lectura de hoy que “todavía no se ha manifestado lo que seremos”. Es cierto que la grandeza de lo que somos apenas la conoceremos cuando nos encontremos cara a cara con el Señor. Sin embargo como los santos podemos de alguna manera gustar el rostro de Dios en esta tierra y cuando eso sucede la vida se transforma por la gracia de Dios, y entonces experimentaremos una alegría desbordante e inquebrantable que nada ni nadie nos podrá quitar. Es de esa alegría que habla el Evangelio de hoy y que los santos la experimentaron y la siguen experimentando hoy; es una alegría que todos podemos vivir porque es un don de la gracia de Dios y es una alegría que se vive en medio de las inevitables angustias de este mundo y de nuestra frágil condición. Esto es la santidad, esto es lo que vivieron los santos una alegría desbordante e inquebrantable.

Volvamos nuestra mirada hacia los santos y entonces aprenderemos de ellos cómo hacer florecer en nosotros la alegría que viene de Dios. Ellos conocían a ciencia y conciencia su pequeñez, su pobreza, su fragilidad y Dios se les entregó y los hizo grandes, ricos y fuertes, Dios mismo era su riqueza, su grandeza y su fuerza y por eso no tenían nada de que presumir y nada que temer porque dicha riqueza ni se oxida ni nadie ni nada se la puede robar. Ellos cargaban en su alma el dolor del mundo que decidió vivir de espaldas a Dios y con lágrimas imploraban a Dios el don de su misericordia y Dios los consolaba derramando su gracia sobre muchos. Ellos no tenían nada en este mundo, ni le arrebataban nada a nadie y tampoco exigían sus derechos, pero vivían como si lo tuvieran todo. Ellos vivían con hambre y sed de la justicia que viene de Dios, que es infinitamente más generosa que la justicia humana y contemplaron aquí en la tierra cómo la justicia de Dios iba implantando el bien sobre la tierra animando a todos a la conversión a los principios de su Reino. Ellos fueron misericordiosos y pacientes con las torpezas de sus hermanos porque ellos sabían cuánta misericordia de Dios era constantemente derramada sobre sus vidas. Ellos eran puros de corazón porque su corazón tenía un solo motivo para latir, latía por Dios y por eso lo vieron ya aquí en la tierra. Ellos se sabían hijos del Eterno Padre y hermanos del cordero de Dios que trae la paz al mundo, por eso sembraban paz en medio de la discordia y por eso mismo fueron acreditados como hijos de Dios. Ellos sufrieron toda clase de vejámenes, habladurías y humillaciones por seguir a Cristo, pero en Él habían ya descubierto su tesoro de modo que poco les importaba lo que pensaran los hombres, ellos en Dios lo tenían todo y cualquier afrenta era poca cosa de frente al gozo de estar con aquel que colmaba sus vidas de dicha.

Mientras mantenemos nuestra mirada fija en nuestra meta que es la Jerusalén del Cielo, vivamos en esta tierra como ciudadanos del cielo haciendo de esta tierra, del lugar donde habitamos nuestro cielo. Que el ejemplo y la intercesión de los Santos nos atraigan la misericordia de Dios para experimentar ya en esta tierra los bienes del cielo y para anhelar un día para siempre en la casa que Dios tiene reservada a los que lo aman.

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