Por: P. Humberto Aristizábal, CM
13 de septiembre de 2020
Leyendo el Evangelio de hoy me he estado preguntando: ¿qué hace que Dios que todo lo perdona, que es infinito en misericordia, no pueda perdonar a una persona que no perdona?
Gracias a la Revelación que hemos recibido en las Escrituras sabemos que es absolutamente cierto lo que hemos dicho en el coro del Salmo Responsorial: “El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia”. Hemos escuchado hoy en el Salmo que: “El Señor perdona todas tus culpas […] y te colma de gracia y de ternura. No está siempre acusando, ni guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas. Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos”. Sabemos además que con frecuencia a Dios se le retuercen sus entrañas de madre y su misericordia triunfa sobre el juicio”.
Al mismo tiempo que las Escrituras nos dan a conocer el rostro de Dios como infinitamente misericordioso, nos enseñan hoy que: “El Señor se vengará del vengativo y llevará rigurosa cuenta de sus delitos” (Eclo 28,1) y que si cada cual no perdona de corazón a su hermano, no recibirá el perdón del Señor (cf. Mt 18,35).
Ante esta enseñanza de la Palabra de Dios es inevitable volver a la pregunta planteada al inicio: ¿qué hace que Dios que todo lo perdona, que es infinito en misericordia, no pueda perdonar a una persona que no perdona?
(1) La primera respuesta que se me ocurre viene del Evangelio de Mateo: “el perdón que Dios ofrece está reservado a los que desean ser perfectos como Él” (cf Mt, 5,48) y ser perfectos como Él, significa imitarlo en su bondad con todas las criaturas, de hecho Dios, dice la Palabra, “hace salir su sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45). (2) La segunda respuesta viene de la enseñanza de la Iglesia, en el Catecismo (# 2845), en boca de san Cipriano de Cartago: “la obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad […]” y quizás el impedimento mayor para lograr la paz, la concordia y la unidad sea cerrarse a la posibilidad de perdonar. Bien sabe Dios que el perdón que Él ofrece no producirá fruto alguno en un alma que no tenga la más mínima intención de vivir reconciliada.
Perdonar en términos generales significa en primer lugar la aceptación pacífica de realidades que no dependieron de nosotros y que de ninguna manera se pueden cambiar, como por ejemplo las circunstancias de año, lugar y familia que rodearon nuestro nacimiento. Perdonar es vivir, como el hermano Francisco de Asís, reconciliado con cada criatura que habita el universo, con el entorno en que vivimos.
En la Palabra de Dios, en las enseñanzas de la Iglesia y en las situaciones específicas de la vida de cada uno de nosotros, el perdón tiene significados y procesos muy concretos y distintos. Es decir los textos que hemos escuchado hoy no agotan la enseñanza sobre el perdón que se da en las Escrituras; sin embargo permítanme decir algo sobre el perdón desde lo que hemos escuchado hoy:
1º. El perdón solo se ofrece cuando es solicitado. Sería un acto de soberbia perdonar a alguien si alguien no lo solicita.
2º. El perdón es un acto de generosidad, de grandeza, pero tenemos que estar atentos para no caer en la tentación de creernos superiores al que solicita el perdón.
3º. Perdonar a veces significa dejar que el otro siga su camino y ayudarle a que lo emprenda. El rey en la parábola no corona de honores a su deudor, ni le muestra un especial afecto; simplemente le perdona la deuda para que siga su camino.
4º. Perdonar significa muchas veces, como dice la primera lectura, renunciar a la venganza, sin quedarnos preocupados o en culpa por lo que sentimos hacia la persona que nos ofendió.
5º. La parábola nos plantea una pregunta a cada uno: ¿qué tengo que hacer para que el perdón que Dios u otra persona me haya ofrecido produzca algún fruto en mí vida?
6º. Al final del Evangelio se dice: “Esto mismo hará con ustedes mi Padre celestial si no perdona cada uno de corazón a su hermano”. Esta frase nos puede descorazonar en nuestro intento de perdonar. Y en realidad, perdonar es a veces, un verdadero milagro, que se obra por la fuerza de la oración, como dice el Catecismo: “no está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión”.
Alegrémonos hermanos porque “el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia” y nos perdona siempre, con tal que mantengamos la intención cierta de perdonar a quienes nos ofenden. Bien sabe Dios que toda reconciliación concreta es distinta y que necesitamos tiempos, procesos, oración y a veces mediaciones humanas que nos ayuden a llegar al perdón que llena nuestra alma de paz.