Por: Pierre Coste, sacerdote de la Misión
Traducción del original francés: P. Máximo Agustín, C.M.
CONTENIDO
Capítulo I: Primeros años y primeros trabajos.
Nacimiento. Familia. Educación. Vocación religiosa. Noviciado. Empleos diversos. (1736‐ 1779)
Capítulo II: El hospital Saint‐Eutrope
Hospitales de Dax antes de 1778.Fusión de los hospitales. Elección de las Hijas de la Caridad: Llegada de Sor Rutan. –Construcción del nuevo hospital y de la capilla. –Escuelas. Descripción de la capilla. Limosnas. Firmeza de Sor Rutan. (1779‐1789)
Capítulo III: De prueba en prueba.
Medidas de violencia tomadas en diversos puntos del reino contra las Hijas de la Caridad. Sor Rutan y el obispo constitucional. Alejamiento del clero no juramentado. Tentativa de huida. Acusaciones odiosas lanzadas contra las Hermanas. Investigación. Relaciones de las Hermanas con el capellán cismático. Indigencia del hospital. Llegada de los representantes del pueblo. Depuración de los funcionarios. Rechazo del juramento. (1789‐1793)
Capítulo IV: La prisión.
Rigores del Comité de vigilancia. Encarcelamiento de Sor Rutan. Reglamento de la prisión. Ocupaciones de los prisioneros. Embargo de los papeles de Sor Rutan. Denuncia de Bouniol. Interrogatorio de Sor Rutan. Construcción de la guillotina. Traslado de los prisioneros a Pau. Encarcelamiento de las Hijas de la Caridad. Reemplazantes de las Hermanas en el hospital. (Octubre de 1793‐Marzo 1794).
Capítulo V: El patíbulo
Institución de una Comisión extraordinaria. Sus operaciones en Las Landas. Rigores pedidos por el Comité de vigilancia contra la Hermana Rutan. Llegada de los Representantes del pueblo y de la Comisión extraordinaria a Dax. Juicio y ejecución de Sor Rutan. Investigación sobre la desaparición de sus efectos. Homenaje de la Administración del hospital a Sor Rutan. (3 marzo 1794 ‐ 9 abril 1794).
Documentos justificativos
Deliberaciones, disposiciones o investigaciones de los cuerpos administrativos después de la tentativa de huida de las Hermanas.
Declaración del autor: Nosotros no intentamos adelantarnos al juicio de la Iglesia llamando a Sor Rutan santa mártir; cada vez que las empleemos, estas palabras tendrán, bajo nuestra pluma, su sentido corriente y no su sentido estrictamente canónico.
Pierre Coste, CM
CAPÍTULO I: PRIMEROS AÑOS Y PRIMEROS TRABAJOS.
NACIMIENTO. FAMILIA. EDUCACIÓN. VOCACIÓN RELIGIOSA. NOVICIADO. EMPLEOS DIVERSOS.
(1736‐1779)
MARGUERITE RUTAN nació en Metz, el 23 de abril de 1736, en una modesta morada situada en la parroquia de Saint‐Étiennq. Su padre Charles‐Gspard Rutan, y su madre, Marie Forat, formaban una pareja próspera, honrada, seria, inteligente y trabajadora‐ Charñes‐Gaspar Rutan supo elevarse poco a poca por encima de su condición primitiva de simple maniobrista. Primero tallador de piedra, luego maestro albañil, empresario, arquitecto, demostró en todos estos empleos las cualidades que se ganan los corazones, concilian la estima, imponen el respeto. La confianza de sus conciudadanos vino a poner el súmmum a su noble ambición, confiándole las funciones honrosas y envidiadas de magistrado de la parroquia de Saint‐Étienne.
De su unión con Marie Forat tuvo quince hijos cuatro niños y once niñas, Margarita, que era la octava de esta numerosa familia fue bautizada el mismo día de su nacimiento. Ella debió dar bastante pronto pruebas de una viva inteligencia; por eso, sin duda, quiso su padre encargarse él mismo de su educación y resolvió iniciarla en las reglas de su arte. Bajo su hábil dirección, la niña se inclinó con gusto a las ciencias exactas: las matemáticas, el dibujo lineal, los principios de arquitectura fueron muy pronto objeto de sus estudios de predilección.
En qué preocupaciones obedecía Gastard Rutan, al prescribir a su hija un género de estudios tan poco en relación con las aptitudes habituales de su sexo, es un detalle que se nos escapa; pero sin saberlo, servía maravillosamente a los destinaos de la futre Sor de Caridad, que sacará más tarde provecho en las obras que le serán confiadas, los conocimientos adquiridos durante su juventud.
En esta atmósfera familiar de vida laboriosa y cristiana, la joven Margarita debió contraer bastante temprano las costumbres de entrega y de piedad, que no podían de ninguna forma, aparte de la vida religiosa, hallar su plena expansión. También se la ve sin extrañeza, a partir de los dieciocho años, llamar al día en que se fuera permitido revestir el hábito de las Hijas de la caridad. El nombre de Vicente de Paúl estaba bien hecho para entusiasmar a un corazón de dieciocho años en esta tierra de Lorena, que tanto debía a este gran bienhechor de la humanidad. Surgieron obstáculos imprevistos; y Margarita, que había creído llegado el momento de alejarse del mundo, esperó con paciencia que Dios la llamara a Sí.
Este retraso no fue un tiempo perdido para la piadosa joven. La prueba que, para tantos otros, es el obstáculo imprevisto, no sirvió más que para resaltar más la solidez de su virtud y la firmeza Inquebrantable de su resolución. Se acababan las dudas ya, Dios la llamaba a la vida religiosa. A principios del año 1757, tras tres años de una larga espera, le fue dado realizar el proyecto tan querido de su corazón.
Margarita Rutan hizo su postulantado en el hospital de Metz, que dirigían a la sazón y dirigen todavía hoy las Hermanas de San Vicente de Paúl. El postulantado es una preparación a la vida de comunidad; dura unos tres meses. Durante ese tiempo de primera formación la postulante vive de la vida de las Hijas de la Caridad, observa sus reglas, sigue sus ejercicios de piedad, comparte sus trabajos. Sus disposiciones, sus aptitudes se manifiestas en esta prueba preparatoria. Ella misma, instruida con esta experiencia, se podría decir casi con este aprendizaje de unos meses, ve, antes de pedir su admisión en el Instituto, las dificultades y los consuelos que le reserva la vida de comunidad.
Con el informe favorable de la Superiora, Margarita Rutan entró en noviciado de la Casa‐ madre en París. Era el 23 de abril de 1757, aniversario de su nacimiento y de su bautizo; ¿Cómo no iba a poder, en un día que le recordaba tan grandes gracias, responder a la llamada de Dios? Tenía veintiún años y debía consagrar treinta y siete al servicio de los pobres. Entre las Hijas de la Caridad, el noviciado o seminario dura de ocho a doce meses. Es un tiempo de formación durante el cual se aprende a renunciar a la propia voluntad, a olvidarse de sí misma. La joven novicia debe suavizar su carácter con todas las exigencia de un regla minuciosa, que no dejará nada a los caprichos de la voluntad y a confinarse en un oficio con frecuencia contrario a sus gustos; entonces no hay distinciones, cualquiera que sea la posición anteriormente ocupada en el mundo, se ha de entregar, en espíritu de obediencia, a los trabajos humillantes reservados por otra parte a los sirvientes de la casa. Margarita no dejó desanimar por estas pruebas diversas. Era una naturaleza selecta, y la generosidad estaba en el fondo de su carácter.
El seminario tenía entonces en su cabeza a una Hermana, a quien sus virtudes, su experiencia, su fineza en el discernimiento de los espíritus, su habilidad en la formación de los caracteres hacían digna del puesto difícil que ocupaba. Sor Marie‐Anne‐Jacques no cesaba de recomendar a sus jóvenes novicias el amor al sacrificio, condición indispensable de la entrega. Su palabra cálida, vibrante, patética, estaba toda penetrada de la unción que los santos saben poner en sus palabras. Leemos en la nota que se le ha dedicado: “Esta virtuosa Hija se había impuesto la más exacta práctica de nuestras santas reglas y la más atenta vigilancia para hacerlas observar a nuestras jóvenes Hermanas. El cuidado de formarla s en esta sólida piedad que es útil a todo era su objetivo ; estudiaba sus caracteres y sabía aliar en ello la dulzura maternal con una juiciosa firmeza, no exigiendo a cada una más que en proporción de su capacidad… Su espíritu agradable y cultivado, su corazón excelente, su acceso, su conversación, su carácter complaciente, anticipado, afable, atento a obligar y anticipar lo que puede agradar, todas estas circunstancias daban un nuevo valor a sus servicios”.
En esta excelente escuela, Margarita Rutan desarrolló las felices disposiciones con las que habían adornado su alma la gracia y la naturaleza. Después de un corto noviciado de cinco meses, Sor Marie‐Anne‐Jacques la juzgó madura para las obras. En septiembre de 1757, la joven novicia recibía la orden de ir a Pau, pasando por Toulouse, donde una estancia de corta duración fue empleada en la farmacia del hospital Saint‐Jacques. Desde hacía tiempo, la situación presupuestaria del hospital de Pau dejaba mucho que desear. En 1678, como la escasez de las rentas no permitía hacer frente a los gastos corrientes, la administración estableció una manufactura de tejidos de lana. A pesar de esta feliz innovación, la cifra de las entradas quedó por debajo de la cifra de los gastos. El estado de malestar persistente tuvo tal vez una parte determinante en la decisión que se tomó en 1688 de confiar la dirección del establecimiento a las Hermanas de San Vicente de Paúl; se esperaba que su entrega bien conocida, su amor al orden, su espíritu de ahorro, tendrían la doble ventaja de disminuir los gastos y mejorar el servicio de los enfermos. La espera de los administradores no se engañó.
Siempre con un mismo espíritu de ahorro, despidieron a los cirujanos cuya arte no era por entonces muy complicada, ya que consistía sobre todo en sangrar, afeitar y colocar ventosas, y se pidió a las Hermanas que realizaran estas funciones.
Se ve que nada se descuidó para permitir al hospital vivir con sus propios recursos. Cuando la Hermana Ruan tomó posesión en Pau del puesto que la obediencia le confiaba, la administración del hospital se hallaba en la penosa necesidad de cerrar las puertas del establecimiento a buen número de desdichados que solicitaban su entrada. Los Estados del Béarn acabaron por alarmarse; no lograban mantener el equilibrio del presupuesto sino a costa de los socorros renovados cada año. El 5 de abril de 1774, el Intendente del Béarn escribía al duque de la Vrillière: “El hospital de Pau, el más considerable de la provincia se sostiene apenas con la ayuda de una manufactura de lanas que se ha establecido allí. Sus rentas fijas son muy módicas. El concurso de los pobres enfermos que llegan de todas partes y el de los niños expósitos que se reciben es muy grande. Los Estados conceden desde hace algún tiempo a este hospital, a título de caridad, una ayuda más o menos fuerte, según las circunstancias y que han elevado este año a seiscientas libras”.
Por su gran inteligencia, por su juicio recto y seguro, por su espíritu práctico y positivo, la Hermana Rutan prestó a la casa inestimables servicios. Supo, durante varios años, con un celo y un saber hacer cuyos efectos Dios bendice visiblemente, hacer andar de frente el cuidado de los pobres y la dirección de la manufactura. Ella reveló, en presencia de deberes tan complejos y en funciones tan diferentes, aquello de lo que es capaz un alma que, con la idea clara y neta del bien que cumplir, lleva en ella la doble llama de la entrega. Por eso, todos no tenían más que una voz para rendir homenaje a sus raras cualidades y a su gran corazón.
Su caridad encontró su primera recompensa en la religiosa emulación que provocó en el seno de su familia. Con toda seguridad ella debió apreciar como una gracia que Dios le hacía la dicha de ver a dos de sus hermanas según la carne, Françoise y Antoinette‐Thérèse, pedir y lograr ser sus hermanas en religión. La primera tomó el hábito de novicia en la Casa‐madre de las Hijas de la Caridad el 14 de mayo de 1759; la segunda, el 8 de septiembre de 1766. Se puede creer que por sus ejemplos, sus cartas, sus oraciones, la humilde sierva de los pobres de Pau no fue extraña en esta doble determinación. Lamentablemente, la felicidad de la Hermana Rutan no fue de larga duración. El 23 de diciembre de 1764, Françoise sucumbió a los ataques de la enfermedad; tenía veintiséis años. Dios parecía no haberla sacado del aliento envenenado del mundo más que para prepararla a la muerte. Las lágrimas de Sor Margarita se habían secado apenas, cuando un nuevo duelo la golpeó en el corazón. El 2 de diciembre de 1770, Antoinette‐Thérèse fue arrebatada del afecto de su doble familia; tenía veintiocho años. ¡Vaya golpe para el corazón sensible de Margarita Rutan!
Otra prueba la esperaba. La estancia en Pau estaba para ella llena de encantos. Le gustaba, más todavía que las ventajas de su cielo azul y de su dulce clima, la alegría de hallarse en medio de una población simpática y profundamente cristiana, de la que se había formado hacía tiempo como una nueva familia. Un día no obstante en que Dios, por la voz de sus superioras, le dijo que se alejara de allí; y ella partió sin murmurar, pero no sin sentir rasgado el corazón por el pensamiento de tantos lazos que romper de una vez.
¿A dónde dirigió sus pasos al salir del hospicio de Pau? Si tenemos en cuenta las indicaciones suministradas por el catálogo del personal de la comunidad, parecería que pasó sucesivamente por los hospitales de Agde, de Autun, de Brest y de Belle‐Isle. A decir verdad, este registro no indica más que las colocaciones, y las colocaciones, entonces como hoy, se revocaban con facilidad, antes incluso de que las Hermanas interesadas hayan tenido conocimiento. Hay lugar de creer que Margarita Rutan no vivió nunca en Agde, Autun, o Belle‐Isle. El antiguo autor de la biografía manuscrita conservada en el hospital de Dax parece bien informado en este punto: pues él no menciona estas tres ciudades entre las la Hermana habitó.
Según toda verosimilitud, del hospital de Pau se trasladó directamente al de Brest, donde se necesitaba una Hermana instruida y familiarizada con las cifras para poner orden en una contabilidad mal llevada. Cuando se terminó el trabajo sus superiores, que la llamaron a París, y en abril de 1773, la enviaron a Fontainebleau.
Desde 1691, las Hijas de la Caridad dirigían en esta ciudad el hospital de la Sainte‐Famille, fundado por la demasiado famosa Sra. de Montespan. Sus relaciones obligadas con la Corte, que habitaba allí una parte del año, y la estancia en el establecimiento de altos personajes que venían a restablecer su salud comprometida, exigían de ella mucho tacto, delicadeza, paciencia y entrega. Se pensó que la Hermana Rutan tenía todas estas cualidades, y no se equivocaban. Abandonó voluntariamente sus funciones de contable para retomar, a la cabecera de los enfermos, un lugar que nunca había dejado sin dolor. Los administradores no tardaron en comprender de qué socorro les serviría la nueva Hermana, cuya gran inteligencia y la caridad sin límites todo el mundo admiraba. Escuchaban sus observaciones y no tenían ninguna dificultad en cumplir las reformas que ella les señalaba. Los progresos realizados en unos meses fueron tan considerables que la reina María Antonieta, de regreso de Fontainebleau, donde debía residir, como los años precedentes con la Corte, quedó maravillada. Quiso ver a la Hermana Rutan, dirigirle sus agradecimientos y sus felicitaciones y asegurarle que, si era necesario, la ayudaría con su dinero.
Poco después de esta visita principesca, una epidemia de viruela se abatía sobre la población de Fontainebleau y causaba numerosas víctimas. La Srta. de Fleury fue atacada, como tantos otros por el terrible azote. Pero la reina, que le tenía un afecto muy particular, mandó llevarla al hospital de la Sainte‐Famille, para que la Hermana Rutan en persona cuidara de ella. Su confianza no quedó defraudada y pronto la enferma, recuperada la salud, unió en un mismo sentimiento de agradecimiento a la enfermera caritativa y a la augusta princesa que se la había procurado.
Por orden de la Superiora general, la Hermana Rutan dejó Fontainebleau y se dirigió a Blangy‐sur‐Bresle, en el Sena Inferior; si se debía añadir fe a su primer biógrafo, habría creado allí un hospital, redactado reglamentos llenos de sabiduría y fundado escuelas para los niños pobres. El relato de la biografía manuscrita contiene con seguridad una gran parte de exageración. El papel de la Hermana Rutan fue otro. El hospital, construido en el siglo XVII gracias a las liberalidades de Marie‐Louise de Orléans, duquesa de Montpensier, era, desde 1685 lo más tarde, atendido por las Hijas de la Caridad. Que la Hermana Rutan le haya reconstruido o simplemente agrandado, que hay también abierto escuelas allí, es posible, pero muy poco verosímil. Las misiones de este género son confiadas de ordinario a las superioras de establecimientos y no a las simples Hermanas.
Los pobres de Blangy no tuvieron la suerte de tenerla por largo tiempo. Los administradores del hospital que las Hermanas dirigían en Troyes desde el 28 de febrero de 1677 se negaban a observar las cláusulas del contrato de fundación, y la Superiora general, después de aguantar dos años y de imponerse los más duros sacrificios, juzgó que el momento de tomar una decisión había llegado. Fue en estas circunstancias, en abril de 1779, cuando la Hermana Rutan fue enviada provisionalmente a esta ciudad.
¿Cuál era exactamente el plan de su viaje? ¿Iba simplemente a examinar la situación en el mismo lugar? ¿Estaba encargada de negociar con los administradores o de preparar la próxima partida de las Hermanas? Fuera el que fuera el objeto de su misión, el recuerdo de la pequeña Comunidad de Troyes siguió de cerca la llegada de Sor Rutan, quien reemprendió ella misma el camino de París. La divina Providencia la traía a la capital, en el momento en que Mons. Lequien de Laneufville, obispo de Dax, llegaba en busca una superiora para dirigir el hospital que construía en su ciudad episcopal. De esta feliz coincidencia iba a depender el futuro de Sor Rutan.
CAPÍTULO II: EL HOSPITAL SAINT‐EUTROPE
HOSPITALES DE DAX ANTES DE 1778.FUSIÓN DE LOS HOSPITALES. ELECCIÓN DE LAS HIJAS DE LA CARIDAD: LLEGADA DE SOR RUTAN. –CONSTRUCCIÓN DEL NUEVO HOSPITAL Y DE LA CAPILLA. –ESCUELAS. DESCRIPCIÓN DE LA CAPILLA. LIMOSNAS. FIRMEZA DE SOR RUTAN.
(1779‐1789)
Antes de 1778, la ciudad de Dax poseía dos hospitales: el hospital Saint‐Entrope y el hospital Saint‐Esprit. El hospital Saint‐Esprit estaba situado en el Sablar, en la orilla derecha del Adour, casi en frente del castillo fuerte, que se elevaba sobre la orilla opuesta en el lugar mismo en que se encuentra hoy el casino. Llevaba el nombre de la Orden del Espíritu Santo. Que le había fundado, hacia 1215, con el fin de proporcionar a los enfermos, a los pobres, a los peregrinos y a los niños expósitos, los socorros que podían necesitar. Desde 1220, los Hermanos Hospitalarios obtuvieron de Gaillard de Salinis, obispo de Dax, la autorización de construir una capilla, de tener un cementerio, de elegir a un prior y a un capellán, y recibieron de las manos del prelado un reglamento que prometieron observar. Los dones, los legados, las compras enriquecieron el hospital Saint‐Esprit. Los muros de este establecimiento, demolidos a principios del siglo XVI, por el Sr. de Lautrec, gobernador de Guyenne, fueron levantados en 1541 o 1542. Los Barnabitas, que habían tomado, en 1631, la dirección del colegio, obtuvieron del obispo la anexión del priorato, cuyas rentas se elevaban entonces a 230 libras.
Hasta los primeros años del siglo XVIII, el cuidado de los hospitalizados estaba confiado a jóvenes laicas. Más preocupadas por sus propios intereses que por el cuidado de los enfermos y muy poco escrupulosas en lo demás, llegaban a desviar en su provecho regalos ofrecidos para el alivio de los desdichados. Estas dilapidaciones y esta deslealtad debían tener como efecto agotar las fuentes de la caridad; era necesario arrancar a los pobres de estas manos mercenarias y ávidas.
El obispo de Dax, Bernard d’Abbadie d’Arboucave, tomó la iniciativa de una medida que estaba en el pensamiento de todos. Las Hijas de la Caridad no eran desconocidas; habían hecho sus pruebas; se había oído alabar su desprendimiento y su espíritu de abnegación; estarían en sus puestos en la patria de san Vicente de Paúl. El prelado, que acababa de confiar a los Lazaristas la capilla de Nuestra Señora de Buglose, resolvió llamar para el hospital Saint‐Esprit a las Hijas de la Caridad.
Por contrato firmado, el primer día de octubre de 1710, entre Jacques Destrac, que representaba a la administración de los hospitales, y Marie Le Roy, Superiora general de las Hijas de la Caridad, la Comunidad se comprometía a enviar tres Hermanas. El Parlamento de
Burdeos aprobaba el contrato el 20 de febrero 1714. Pero las Hermanas no habían esperado a este día para ponerse a trabajar. Fieles a su divisa: “la caridad de Jesucristo nos urge”, desde el 14 de agosto de 1712 habían entrado en funciones. Sor Marie Chauvin, asistenta de la Congregación, había sido colocada al frente de la casa y la Madre Marie Le Roy, en persona, algún tiempo después de la expiración de su mandato de Superiora general, llegó a encargarse de la dirección del establecimiento.
La sustitución de las enfermeras no fue suficiente para el celo del caritativo obispo de Dax. El edificio estaba en ruinas; él le reconstruyó con la ayuda del canónigo Darriulat, que pagó una parte de los gastos y dirigió los trabajos. El hospital así renovado conoció días prósperos. Las limosnas afluyeron de nuevo. Felices de encontrar a madres en las Hijas de san Vicente, que se decían sus siervas, los enfermos entraban llenos de confianza en la experiencia y en el saber‐hacer de sus enfermeras; y esta confianza aceleraba la hora de su curación.
El segundo hospital, que llevaba el nombre de su celestial protector, san Eutrope, existía desde el siglo XIV o tal vez ya en el siglo XIII. Los dos establecimientos tenían en 1712 y tuvieron en su continuación el mismo régimen, la misma administración y los mismos recursos. El hospital Saint‐Eutrope fue durante largos años menos importante que el hospital Saint‐Esprit. Como resultado de la ordenanza por la que Luis XV prohibía la mendicidad en todo el reino y prescribía a los hospitales recoger a los pobres vagabundos, fue necesario elevar un piso, lo que ocasionó un gasto de 1 200 libras. Otras ampliaciones iban a seguir.
El 4 de marzo de 1728 una declaración del Consejo de Estado incorporó los hospitales de Arancou, de Gourbera y de Taller al hospital Saint‐Eutrope, que llevó en adelante el nombre de hospital general. El patio y la huerta, suficientes en otros tiempos, no lo eran ya después de esta triple anexión, los desarrollos considerables de la casa y el número siempre creciente de sus huéspedes necesitaban locales más vastos. Dos compras hechas a las Damas de la Caridad, una en 1728, la otra en 1730, procuraron el terreno que se deseaba.
El cierre del hospital Saint‐Esprit trajo pronto nuevas e importantes transformaciones. Llevada de muy antiguo por un espíritu de economía fácil de comprender, la administración alimentaba el plan de reunir en un mismo establecimiento al personal y el material de los dos hospitales de Dax. Pero ¿cuál sacrificar? Intereses diversos estaban en juego, se prefirió favorecer a los pobres enfermos. La proximidad del Adour hacía al hospital Saint‐Esprit muy insalobre. La niebla espesa que de ordinario se levanta sobre el río, penetraba hasta las salas, donde reinaba una humedad nociva a la salud. En la época de las grandes inundaciones era peor aún: durante varios días las aguas batían las paredes del hospital; y su retirada dejaba delante de la habitación una capa malsana de barro. Se imponía el traslado.
La administración lo comprendió; por eso, en 1741, encargó a Mons de Aulan, obispo de Dax y síndico de los hospitales, para que llevara la empresa a buen final. Los adversarios del proyecto trabajaron la opinión y la lograron. Los habitantes del Sablar se amotinaron; los Barnabitas protestaron de viva voz y por escrito; los diversos cuerpos de la ciudad: burgueses, abogados, procuradores, miembros del Senescal tuvieron consejo y desaprobaron el proyecto. El prelado, que había apartado 80 000 libras para la reconstrucción del hospital Saint‐Eutrope, repartió esta suma entre el convento de las Ursulinas de Orthez y el seminario de Dax.
Pasaron treinta años. La terrible y súbita inundación de 1770 comprometió la vida de los enfermos y de las Hermanas; el río desbordado bañó de nuevo los muros del hospital y sus aguas se elevaron tres metros por encima de la calzada. Los partidarios del proyecto de unión creyeron llegado el momento de suprimir el hospital Saint‐Esprit y con este fin redactaron una memoria al público. El Sr. de Borda, presidente de la magistratura, los refutó: la población tomó la defensa contra ellos y los cuerpos de ciudad hicieron nuevamente oposición. Lo mejor era callarse; se callaron.
Al año siguiente, Mons. Aulan cedía la sede de Dax a Mons Lequien de Laneufville, quien trabajó por su cuenta el proyecto de su predecesor. El nuevo obispo, más hábil que el obispo dimisionario, negoció en el mayor secreto la unión de los dos hospitales, y tuvo el gozo de ver sus esfuerzos coronados de éxito. La declaración de aprobación del Consejo de Estado provocó entre los adversarios del prelado, humillados de verse vencidos sin ni siquiera haber tenido el tiempo de defenderse, una verdadera explosión de rabia y de cólera. Multiplicaron las demandas y las memorias implorando el apoyo de personajes influyentes. Sus maniobras no llegaron a nada: las autoridades se negaron a retractarse. La victoria de Mons. de Laneufville era completa.
Con la fuerza de la declaración del Consejo de Estado y de las Letras patentes de Luis XVI, el digno prelado se puso inmediatamente a la obra. La administración del hospicio hizo público el 10 de junio el presupuesto de las construcciones, y unos días después comenzaban los trabajos. Se había determinado el abandono del hospital Saint‐Esprit como una medida urgente: importaba conciliar los actos con las palabras. El mejor medio de imponer silencio a los opositores ¿no era colocarlos lo antes posible ante los hechos consumados? Pronto se elevaron las paredes y se vio dibujar poco a poco el nuevo hospital.
Mons. de Laneufville comprendió que la belleza, la solidez, la comodidad del edificio serían poco si los enfermos no tuvieran en su hogar a madres compasivas y entregadas, a enfermeras hábiles y desinteresadas. Las Hijas de la Caridad realizaban plenamente el ideal que soñaba. Todo Dax había sabido apreciar los cuidados inteligentes que daban a los enfermos del hospital Saint‐Esprit: se hubiera soportado con pena su partida. “Se ha de observar, leemos en una memoria anterior a la reunión, que en el caso en que la corte juzgue a propósito ordenar la reunión de los pobres en un solo hospital, es conveniente que la administración interior sea continuada en las Hermanas de la Caridad de san Vicente de Paúl. Todo el mundo conoce la santa destreza y la comprensión que estas jóvenes tienen para servir a los pobres y dirigir con economía el interior de los hospitales, el del Saint‐ Esprit, mantenido por ellas con una limpieza y un orden encantadores, es una prueba de ello para todos los que lo visitan… No hay nadie que no esté de acuerdo con las ventajas que los pobres y los hospitales sacan de la administración de las Hermanas de la Caridad”.
Los Barnabitas conocían demasiado bien los sentimientos de la población; por ello, para sublevarla contra el proyecto de unión, decían en todas partes que las Hermanas no aceptarían nunca dirigir un hospital donde debían entrar indistintamente todas las categorías de enfermos.
Mons. Laneufville vino él mismo a París a exponer la situación a la Superiora general de las Hijas de la Caridad; le pidió seis Hermanas y expuso los motivos que le llevaban a desear para su hospital una Superiora excepcionalmente bien dotada, prudente, activa, experimentada, organizadora, capaz, si necesario fuese, de hacer frente a la tempestad. La construcción del hospital no estaba aún terminada; por dentro nada estaba listo; por fuera,
las maniobras inquietas de espíritus malévolos lanzaban descrédito sobre el nuevo edificio; había que poner fin a los clamores hostiles por el feliz final de una obra que dejaba lejos detrás de ella las obras similares de las que formaba parte.
La Superiora general acogió favorablemente la petición del prelado y la Hermana Margarita Rutan fue elegida para dirigir la nueva casa, donde otras cinco hermanas debían acompañarla. No había tiempo que perder. Ella partió y, el mes de agosto o el mes de septiembre 1779, Mons. de Laneufville la recibía en Dax. Era allí donde Dios la quería; era allí donde la esperaba la corona del martirio; pero ella debía comprarla por quince años de trabajos, de entrega, de luchas y de sufrimientos.
Apenas llegada a su nuevo puesto la Hermana Rutan se entregó resueltamente a los deberes de su cargo; lo grueso de la obra estaba acabado; quedaban los detalles. Ella desplegó en esta instalación las cualidades que la habían servido tan admirablemente hasta entonces; su espíritu clarividente no se olvidó de nada de lo que puede asegurar el buen funcionamiento de una administración. No dejó nada al azar: organización del servicio, emplazamiento de los diversos oficios, la distribución de las salas por categorías de enfermos, el amueblamiento, todo, en el conjunto como al detalle, demostraba un sentido práctico, una seguridad de juicio, en los que todos se complacen alabar. En los dormitorios, en la farmacia, en el ropero, en el refectorio, en cocina misma, en todas partes en una palabra, tuvo cuidado en hacer reinar el orden y la limpieza, condiciones indispensables de la higiene. No hay como una larga experiencia en el servicio de un espíritu esencialmente práctico. La Hermana Rutan tenía uno y otro.
Apenas se había terminado el hospital que había ya necesidad de pensar en agrandarlo. En 1780, la Superiora ordenaba la construcción de graneros en el ala norte: cuatro años más tarde, el número de los enfermos la decidía a prolongar el ala sur. Una construcción faltaba todavía: la capilla. Mons. de Laneufville quiso asociar al clero de su diócesis a esta buena obra; la carta que redactó el 15 de octubre de 1784 para cada uno de sus sacerdotes, merece ser conocida.
Acqs, le 15 octubre 1784.
«Cuando yo formé, Señor, el proyecto de reunir los dos hospitales de esta ciudad no disimulé la extensión de esta empresa; preví todos los obstáculos que tendría que superar para formar un establecimiento que fuera útil, pero mi confianza no podía verse turbada por ninguna consideración particular; estaba fundada en la excelencia de la obra que me proponía. La Providencia ha secundado mis débiles esfuerzos; ella ha difundido sus bendiciones sobre el hospital, al que el rey ha dado una existencia legal. Ya esta casa ofrece a los pobres un asilo, donde encuentran todas las ayudas temporales que puedan desear. Se cuida a los enfermos con ese celo y esa atención que no se ve siempre en las casas particulares más acomodadas. Las Hermanas de la Caridad que la dirigen ponen en las penosas funciones de su estado un fervor que anuncia su amor a los pobres y la caridad que es su principio. Los dignos administradores que forman la mesa no contribuyen menos con sus cuidados y su vigilancia a asegurar a los pobres enfermos los socorros que les son necesarios; debemos por último
A las liberalidades de varios eclesiásticos de esta diócesis y de las personas caritativas de todos los estados los aumentos que se ven las edificaciones exteriores de esta casa y las diferentes comodidades que los extraños más distinguidos admiran en el interior.
Sería, Señor, no llegar al final que debemos tener a la vista detenernos en las necesidades corporales de los enfermos y descuidar sus necesidades espirituales. El hospital de Acqs contiene habitualmente a más de ochenta personas; es indispensable construir una capilla, que les facilite el medio de asistir a la santa misa y de recibir las instrucciones cristianas. La experiencia nos enseña demasiado que las miseria y la indigencia, que deberían ser medios de salvación, no son con demasiada frecuencia un escollo contra el cual va estrellarse la piedad más establecida en apariencia. La experiencia nos dice también que los pobres, que son la porción querida del rebaño de nuestro Maestro se entregan de ordinario a todos los desórdenes que la ignorancia de los ministros de nuestra religión y el alejamiento de los Sacramentos levan consigo infaliblemente.
Las necesidades de primer grado a las que nos hemos visto obligado a proveer, no nos han permitido emprender la construcción de una capilla. Las rentas del hospital son demasiado módicas y las necesidades múltiples para que podamos disminuir los capitales. La capilla no puede pues construirse más que con donativos particulares. ¿Habría, Señor, esperanzas por mi parte de esperarlas del clero de esta diócesis? El celo y la solicitud con los que se ha portado siempre en las diferentes obras que mi respetable predecesor y yo le hemos propuesto me inspiran la mayor confianza: está justificada por las ofertas que varios de vuestros cohermanos me han hecho y por los donativos que algunos me han hecho llegar. Me atrevo a esperar que quieran entrar en mis intenciones. El género de buena obra que tengo el honor de proponerles es privilegiado a los ojos de la Religión. Un hospital es el asilo de todas las miserias que afligen a la humanidad, ofrece un cuadro que debe interesar a todos los hombres y que los invita a compadecer las desgracias de sus semejantes; es un monumento de esta Providencia universal y bienhechora que advierte al rico que ha depositado en sus manos el patrimonio de los pobres; es un templo erigido al Dios vivo, que quiere ser honrado en la persona del pobre…”
La palabra del pastor fue entendida del clero. La municipalidad misma ofreció generosamente 300 libras y su ejemplo encontró entre los fieles numerosos imitadores.
Comenzada en 1785, la nueva capilla fue abierta al culto en el Curso del año 1787‐27. Sin tener un carácter arquitectónico bien pronunciado, agrada por una ornamentación de buen gusto, por un tono de sencillez y de piedad, que atrae la oración en los labios y el fervor en el corazón”. Su posición en la Corte interior, en el centro del establecimiento, la hacía visible a todos los ojos y fácilmente accesible a todos los pobres.
Todo marchaba a pedir de boca, los administradores descansaban de buena gana en la inteligencia clarividente de la Hermana Rutan del cuidado de dirigir los trabajos del hospital o incluso de aprobar o modificar los planes. Ella firmaba los contratos con los empresarios; pagaba las sumas convenidas; todo, en una palabra, pasaba por sus manos.
Siempre vigilante, se preocupaba de unir a los socorros materiales la asistencia intelectual y moral de los pobres. Una fundación del canónigo Larre y el envío de una séptima Hija de la Caridad le permitieron abrir a partir del año 1780, en las dependencias del hospital, unas escuela de caridad donde las niñas del barrio aprendieron, al mismo tiempo que los rudimentos de las letras y las ciencias, los principios de la moral cristiana y los fundamentos de la fe. El número de alumnas no dejó de aumentar, para regalo de la Hermana Rutan, que quería a los niños y encontraba, al contacto de sus almas cándidas todavía, ingenuas, el más dulce de los solaces.
Después de las cóleras ocasionadas por el cierre del hospital Saint‐Esprit, se podía temer que el nuevo establecimiento encontrara detractores; no se presentaron. Mos. de Laneufville y la Hermana Rutan habían respondido a las objeciones con los hechos, y estos hechos eran de una elocuencia propia para hacer callar toda oposición. Los más difíciles confesaron su error.
Una publicación de París, Le journal, le medecin, cirujía y farmacia, dio a conocer a Francia entera el hospital Saint‐Eutrope. El artículo firmado con el nombre de Grateloup, no es ningún modelo de estilo; veamos no obstante algunos extractos. “No se puede añadir nada al acierto del sitio del hospital de Saint‐Eutrope. Está sólidamente construido, a doscientos pasos más allá de las murallas de la ciudad, por la parte sur, colocado en el terreno más seco y más elevado de los alrededores de Dax. Sobresale en huertos y demás tierras agradablemente cultivadas, en el centro de las cuales se encuentra situado. Una columna de árboles que se prolonga de este a oeste, con una extensión de cuatrocientos pasos, forma, a una distancia conveniente del hospital, hacia el sudeste, un punto de vista agradable y útil, por la frescura de los árboles durante el verano suavizando el clima y la atmósfera.
El conjunto de los principales edificios representa un cuadrilátero regular de unos ciento veinte pies de largo y otro tanto de ancho. Está compuesto de un cuerpo de residencia al frente, destinado a las Hermanas y a los diferentes oficios de la casa, con dos alas a los lados, donde están las enfermerías y, en la parte trasera, de una capilla que se encuentra así situada en el centro del edificio y frente a la puerta de entrada. Todo el cerco del hospital contiene tres arpendes y un tercio. La fachada y la puerta de entrada dan al oeste, en el extremo del barrio, al lado de un gran camino público. Esta puerta se abre al vestíbulo, que comunica, a derecha con un amplio corredor bien aireado y, a la izquierda con un gran patio pavimentado que forma un cuadrado regular. La parte del corredor a la derecha lleva a una hermosa cocina, bien iluminada, donde se halla una oficina muy cómoda, cerca de la cocina y a la entrada del ala derecha, están colocadas tres piezas, a saber: el refectorio, el ropero y la descarga de ropa.
Inmediatamente después hay una sala baja destinada a las mujeres, de cincuenta pies de larga, dieciocho de ancha y quince de altura… Esta sala contiene diez lechos… La otra parte del corredor, que está a la izquierda, cerca de la gran perta de entrada, contiene una planta baja, una sala de asamblea para la administración, una farmacia, un laboratorio y una sala para los hombres, que tiene setenta y dos pies de largo por veinticuatro de ancho y catorce de alto.
“Se sube al primero por una hermosa escalera de madera de encina y allí se ve en primer lugar un Corredor bien iluminado, parecido al de la planta baja y que destaca a lo largo del dormitorio y de la enfermería de las Hermanas. En los dos extremos de corredor están colocadas en cuadrado dos salas muy parecidas y que tienen noventa y un pies de largo por veinticuatro de ancho y catorce de alto. No hay más que veinte camas en cada una de ellas que se prolongan de esta a oeste; sus ventanales opuestos y correspondientes responden al norte y al sur, unas a huertas, las otras al gran patio.
“Las dos alas laterales están unidas, cada una en su extremo, hacia el este y en primera línea, con un edificio de cuarenta y cinco pies de largo y de veinticuatro de ancho. Una parte de este a<la vista de un lado y del otro, y donde los convalecientes van a tomar el aire caminado cuando la estación no permite que se expongan al aire libre…
“El resto de esta edificación accesoria está ocupado, por el lado derecho, por una sala que contiene seis camas, que está destinada a un curso de parto y donde duermen alumnos que se destinan a ser matronas. Esta sala tiene vistas a una huerta y frutales en el campo. Por el lado izquierdo, hay abajo una escuela pública y arriba un apartamento agradable de dos lechos destinado a enfermos de clase especial. Detrás de la capilla y lateralmente hay buenos paseos para los convalecientes… El hospital que da asilo desde hace tiempo a los niños expósitos se ha debido construir a este efecto una sala den la planta baja, formando un ángulo recto sobre la longitud de del jardín con el extremo del ala derecha al este. Esta ala está aislada y no tiene ninguna clase de comunicación con las otras salas. Tiene setenta pies de largo por veinte de ancho. Se ha dividido en tres partes iguales. La primera tiene ocho cunas y sirve de entrepuente a los niños abandonados, a la espera que se les ponga nodriza…
“Se encuentra en el corral la leñera, el lavadero, la panadería y un pozo con una gran pompa que suministra abundancia de agua…El interior de la planta baja y las salas están pavimentadas de ladrillos a cuadros, y cada sala tiene una gran chimenea… Los lechos de los enfermos tienen tres pies y medio de anchos, disponen de una esterilla, de dos colchones, de dos mantas y a menudo de una tercera más larga que sirve de contrapunto y, además, de una baldosa blanca… Estas camas están separadas por un intervalo de seis pies…
“El orden, la limpieza y la tranquilidad que reinan constantemente en las salas no dejan nada que desear. Las Hermanas son siete, y se reparten el servicio de la casa en este orden: hay una en la cocina, una en la farmacia, una en el ropero y tres para el servicio de los enfermos y de la escuela. La Superiora extiende su vigilancia a todas las partes de la administración. Hay, además, diferentes empleados y criados, tales como un enfermero, una enfermera, un panadero, un jardinero, etc.
“Nada se puede añadir al celo y a la exactitud con la que cada Hermana cumple sus funciones que le son confiadas. Se levantan a las cuatro de la mañana. Se da el caldo de tres en tres horas y las medicinas se distribuyen desde las cinco de la mañana, si el estado del enfermo no se opone. Se hace, a las nueve y media de la mañana y a las cuatro y media de la tarde, la distribución del pan y del vino. Se sirve la comida las diez de la mañana y la sopa a las cinco de la tarde… El buey y el cordero son las carnes que se usan por lo común; pero se añade a menudo aves. A los enfermos a quienes la carne no les conviene, tienen confituras, arroz, preparado bajo diferentes formas, huevos, etc.
“Los hombres que se reciben en el hospital son soldados, marineros, jornaleros, gentes llamados sepultureros, porque trabajan en roturar tierras, jornaleros, mendicantes… Los soldados y los marineros que entran en el hospital de Dax vienen casi todos para tomar baños o para aprovechar los barros, que tienen, como las aguas, una celebridad muy antigua…”.
Tal es el hospital que en un informe al ministro de los Cultos, Méchin, prefecto de las Landas, señala, en 1801, como uno de los más hermosos de la República.
¿De dónde sacaba la Hermana Rutan los recursos necesarios para sostener un establecimiento de esta importancia? Es el secreto de la caridad. El hospital Saint‐Eutrope es un verdadero monumento de caridad cristiana. Las liberalidades de Monseñor de Laneufville no podían por menos de suscitar vivas y ardientes simpatías en el seno de la población de Dax tan impresionable, tan pronta a dejarse influir por el ejemplo. Un soplo de caridad pasó a los corazones, suscitando por todas partes una noble emulación.
Sería injusto no citar en primer lugar a bienhechores de la obra, inmediatamente después de Mons. Lequien de Laneufville, obispo dimisionario de Dax, Mons. Suarés d’Aulan. De Aviñón, donde había establecido su residencia, no cesaba de interesarse por su antigua diócesis; grande fue su gozo al saber el feliz éxito de la empresa que había sido la suya. Quiso tomar a su costa los gastos de instalación del dormitorio de las Hermanas y de la farmacia.
Por orden suya, los medicamentos más urgentes llegaron a Dax antes incluso que la sala destinada a recibirlos estuviera dispuesta. Poco tiempo después, el 17 de enero de 1780, el prelado atribuía al hospital Saint‐Eutrope una renta anual de setecientas veinte libras. El 29 de septiembre y el dieciséis de agosto de 1783, dos nuevas donaciones, una de mil cuatrocientas sesenta y siete libras, la otra de setecientas noventa y dos libras, vinieron a añadirse a las precedentes.
Mas, a pesar de la largueza de Mons. Suarés d’Àulan, el hospital no hubiera podido equilibrar su presupuesto. Los canónigos, el clero de la diócesis, los habitantes de la ciudad de Dax rivalizaron en generosidad. Entre los donantes conviene mencionar al canónigo Larre que dejó un legado para la fundación de las escuelas, Marie‐Elizabeth Bedouich y el párroco de Gaujac. Cada año, se hacía una cuestación muy fructuosa durante la Semana Santa. Además, las personas que venían a visitar el hospital ‐que eran numerosas‐ dejaban por lo general caer una limosna en el cepillo de los pobres. Al mostrarles lo que se había hecho, la Hermana Rutan les hablaba de lo que faltaba por hacer, y su elocuencia persuasiva sabía tocar los corazones inspirándoles el deseo de participar en su obra.
Muchas personas le entregaban de mano en mano sus limosnas dejándole plena libertad de disponer a su gusto. La lista de estos generosos y modestos bienhechores contiene el nombre de los miembros más conocidos del clero, de la nobleza y de la magistratura. Baste con señalar al canónigo Tauzin, al canónigo Dabesse, al canónigo Lartigue, al profesor, al superior del seminario, al párroco de Coupenne, a Lalleman, Darmana, Saint‐Martin, Pouillon, Lafargue, procurador del rey, y de Castelnant, presidente en el parlamento de Burdeos.
Las sumas recogidas cubrieron ampliamente los gastos ocasionados por los trabajos y la compra del mobiliario. Pronto incluso, las rentas se elevaron de 4.000 a 8.526 libras. Pero, es verdad decirlo, si la generosidad de los bienhechores estaba para muchos en este feliz resultado, es preciso atribuirla también en parte al espíritu de economía que la Superiora ponía en su administración. Leemos en El Compendio, cuya imparcialidad no se puede sospechar en los elogios que tienden a limitar la acción de Mons. de Laneufville: “Eran el celo, la industria, la infatigable constancia de la Hermana Rutan la que suplía en gran parte la insuficiencia de medios”.
Desgraciadamente, la corriente de caridad que la Hermana Rutan había sabido crear en torno a ella no tardó en disminuir. El empobrecimiento general y las vivas aprensiones que hacían nacer en el espíritu de las gentes avispadas las señales precursoras de la Revolución, agotaron, o poco faltó, la fuente de las limosas. Era en 1789, los enfermos eran cada vez más numerosos; nunca, la Hermana Rutan había sentido una necesidad tan urgente de recursos y, en aquel momento mismo, faltaban en el hospital. Las Hermanas bien pronto fueron insuficientes y hubo que juntarles otra hermana para las clases y despachar momentáneamente a los niños. Se esperaba que la llegada de una octava Hermana de la Caridad permitiría volver a abrir la escuela; los miembros del Comité la pidieron, pero, a pesar de serles agradable, la Superiora general no pudo, con gran sentimiento, darles una respuesta favorable.
La Hermana Margarita Rutan tenía que luchar al mismo tiempo contra las dificultades del exterior. Un hecho entre mil mostrará que la firmeza de su carácter y su celo por la práctica de los reglamentos no le cedían en nada a la grandeza de su caridad para con los enfermos. Los estatus del hospital, tales como se habían publicado definitivamente en 1780, prohibían la residencia del establecimiento a las jóvenes encinta extrañas a la gendarmería y no autorizaban la entrada de las demás más que pocos días antes del que debían ser madres. Para hacer un servicio a un amigo magistrado, recientemente salido de prisión, se permitió un día hacer entrar al hospital a una joven de Mugron. “Si os preguntan de dónde sois, le dijo él, responded que vivís en la ciudad de Dax”. Y dio orden de admitirla. Cuando conoció la verdad, la Hermana Rutan se quejó a la oficina de la administración, que resolvió despachar a la extraña y aconsejó a los medios prevenir parecidos abusos.
El magistrado no pensó que se atreverían a resistirle; se enfadó, protestó, amenazó a la Superiora con una declaración si su protegida no era mantenida y mandó entrar con toda la fuerza, al hospital a otras cuatro jóvenes de la ciudad y de los alrededores. Ellas tenían suficientes medios y, por otro lado, y no cumplían casi ninguna de las condiciones requeridas por el status. Pero poco importaba a Darracq, quien seguía en sus ideas de venganza. Mons. de Laneufville llevó el asunto donde el Sr. de la Vrillière, secretario del rey en estos mandamientos, por dos cartas, con fecha, una del 20 de diciembre 1780, la otra del 28 de enero de 1789; y el Sr. de la Vrillière pidió al gobierno que castigara. A pesar de los resultados de una encueta oficial, que confirmó plenamente la verdad de los hechos denunciados por el obispo de Dax, los actos incriminados quedaron impunes. Los tiempos eran malos y los gobernantes, absorbidos por otros cuidados recurrían, con mayor frecuencia de la debida, a la indulgencia. “Es pues con la idea de dañar a la administración y al régimen del hospital, por lo que el señor Darracq ha hecho lo que excita con tanta razón las quejas del Sr. obispo, se escribía desde la Corte, el 28 de febrero, al Sr. de la Vrillière. Pero con qué objeto la administración, en todas sus partes, ¿no tendría, con tanta razón, materia de quejarse de este oficial municipal? En otros tiempos, en circunstancias más favorables, con más medios de los que se tienen y que no se puede tener hoy la administración, sería necesario y cómodo sin duda detener las violencias y los abusos de autoridad que comete todos los días este hombre. Una prohibición absoluta de cumplir las funciones que le da el cargo de magistrado sería una de los medios que se podría proponer y la más ligera pena que se habría ganado. Pero yo no propongo nada; lo veo todo; lo examino todo, yo lo verifico y no puedo más que rendir cuenta”.
La Hermana Rutan había sabido conciliarse, mediante sus felices cualidades, la estima, la confianza y el afecto de las Hijas de la Caridad que compartían sus penas y sus fatigas. Le sienta bien ese retrato de la Superiora modelo que el Sr. Cayla, Superior general, ha trazado en su circular del 1 de enero de 1789: “Una buena superiora es la madres de sus hijas, y ella debe tener la ternura y los sentimientos; le gusta hallarse con sus queridas hijas; ella las forma en el trabajo y en el servicio de los enfermos con cuidados siempre solícitos y con las maneras más atractivas… Sin hacer de predicadora, las forma en la verdadera piedad y sobre todo en las virtudes que deben honrar a una Hija de la Caridad. No insiste en lo que dice; no vuelve sin cesar a las mismas cosas. Se acomoda al gusto, a la necesidad de cada una; ella concede alegremente lo que está en su poder y sabe hacer saborear hasta las negativas. Su felicidad es hacer la de sus Hijas. Las lleva a todas en su corazón; sin excepción y sin preferencias; vela por su salud; satisface sus menesteres”.
La Hermana Rutan fue todo eso; fue más aún. Maravillosamente servida por las cualidades sobresalientes que adornaban a la vez su inteligencia, su voluntad y su corazón, ella supo, en medio de las grandes dificultades que iban a suscitar pronto los acontecimientos políticos, inspirar plena confianza a sus compañeras imponiéndose a la admiración de aquellos cuyos excesos reprobaba o deploraba las culpables complacencias.
CAPÍTULO III: DE PRUEBA EN PRUEBA.
MEDIDAS DE VIOLENCIA TOMADAS EN DIVERSOS PUNTOS DEL REINO CONTRA LAS HIJAS DE LA CARIDAD. SOR RUTAN Y EL OBISPO CONSTITUCIONAL. ALEJAMIENTO DEL CLERO NO JURAMENTADO. TENTATIVA DE HUIDA. ACUSACIONES ODIOSAS LANZADAS CONTRA LAS HERMANAS. INVESTIGACIÓN. RELACIONES DE LAS HERMANAS CON EL CAPELLÁN CISMÁTICO. INDIGENCIA DEL HOSPITAL. LLEGADA DE LOS REPRESENTANTES DEL PUEBLO. DEPURACIÓN DE LOS FUNCIONARIOS. RECHAZO DEL JURAMENTO.
(1789‐1793)
No es este el lugar de contar la historia de la Revolución y de su política religiosa, ni de mostrar el alcance y las consecuencias de los decretos por los cuales la Constituyente suprimió las Congregaciones religiosas y destruyó al gran cuerpo de la Iglesia de Francia para sustituirlo por una Iglesia constitucional, condenada por Roma y rechazada por la gran mayoría de los católicos.
El populacho se entregó casi por todas partes contra los sacerdotes no juramentados y sus partidarios a actos de violencia cuyo solo pensamiento hace estremecerse. El 9 de abril de 1791, los conventos de París fueron invadidos, religiosas despojadas de sus hábitos, golpeadas con varas y cubiertas de ultrajes. Tres Hermanas de la Caridad fueron odiosamente brutalizadas en la calle y murieron a consecuencia de los malos tratos que les fueron infligidos. Los miembros del club que se reunía en la iglesia de Nuestra Señora de Bonne‐Nouvelle, descontentos por las repuestas de varias Hermanas, que habían mandado traer a su tribunal, tomaron sillas y se las lanzaron a la cabeza de las acusadas; pero estas se escaparon y, aunque perseguidas por sus jueces, lograron llegar a su casa. La provincia siguió los pasos de París. En ciertos lugares, las Hermanas de San Vicente, revestidas de un atavío ridículo y cargadas de letreros humillantes, fueron obligadas a subir sobre un asno y a recorrer de esta forma las calles de la ciudad en medio de las risotadas públicas. El populacho de Burdeos sumergió a dos Hijas de la Caridad en el Garona: las sacaron y volvieron a sumergirlas, y continuó este juego criminal hasta que hubo peligro criminal de muerte para las víctimas. En Versalles, las Hermanas fueron llevadas a golpes de varas y de látigo a la iglesia parroquial, donde celebraba el párroco constitucional. En otras partes, los nervios de buey reemplazaban a las varas.
En todas partes los poderes públicos dejaban hacer o incluso aplaudían. Después de los desórdenes del 9 de abril, la Superiora general de las Hijas de la Caridad imploró la petición de la Asamblea nacional, que devolvió la petición al Sr. de Lassart, ministro del Interior. El 30 de mayo, los Directorios de los departamentos recibieron la orden de buscar y de castigar severamente a las personas culpables de violencia contra las Hermanas; y el ministro, feliz por anunciar esta noticia a la Madre Deleau, no de ahorró los consejos de prudencia y de tolerancia.
“Tengo el honor de de enviaros, Señora, decía él, los ejemplares de la carta que acabo de escribir a los Directorios de los departamentos para que protejan a las Hermanas de la Caridad, de acuerdo con los deseos de la Asamblea nacional y las órdenes del rey; espero que esta carta produzca los mejores efectos.
“Después de haber hecho así todo cuanto está en mi poder para asegurar la tranquilidad de las hermanas permitidme ahora, Señora, que os hable en particular de la conducta que deben por su parte observar, con una exactitud escrupulosa, sin lo cual, todas las medidas que se puedan emplear en su favor no tendrían ningún éxito; quiero hablar de la atención que deben poner en encerrar interiormente su opinión sobre el ejercicio del culto. Reclamando para ellas la libertad de conciencia deben prohibirse absolutamente toda expresión, todo movimiento que pudieran ser considerados como una crítica o una desaprobación de una opinión contraria a la suya. Si son libres en la elección de los eclesiásticos a los que ellas quieren dar su confianza, conviene al propio tiempo que los enfermos que están confiados a sus cuidados no experimenten por su parte ninguna contrariedad en la elección de los eclesiásticos que prefieran. Conviene que tengan por los eclesiásticos que se han conformado a la ley los mismos miramientos y la deferencia que su carácter de funcionarios públicos manda de la parte de los ciudadanos; pues todos deben respetar el orden público establecido por la ley. Os ruego, Señora, que deis a conocer a vuestras Hermanas lo esencial que es, para su propia tranquilidad y para no comprometer la autoridad que deba protegerlas, que se conformen a esta regla de conducta; sentiréis, como yo, su conveniencia y su necesidad”.
Vuestro…
DE LESSART”.
La Hermana Deleau transmitió a sus casas, el 9 de abril de 1792, la circular del ministro y recomendó ser fiel a los consejos que contenía.
“Añado, mis Queridas Hermanas, que después de Dios, somos deudoras de este precioso monumento a los poderes respectivos que han querido concurrir a nuestra seguridad. Es un beneficio que debemos agradecer con nuestros deseos y nuestras oraciones y por vuestra fidelidad en haceros dignas de este favor. Os recomiendo mucho la mayor dulzura para con los pobres y observar la prudencia más entera y más estricta. No culpéis a nadie, no juzguéis a nadie. La libertad de las opiniones se ha concedido; usémosla sin permitirnos ninguna crítica sobre los demás cultos. Observemos también toda la honradez posible cuando tratamos sobre asuntos temporales con los Srs. párrocos constitucionales y los demás eclesiásticos de esta clase; os lo pido en nombre de la santa religión que profesamos, del Dios de la caridad que nos impone su obligación. Practiquemos esta virtud perfectamente; ella será nuestra felicidad en esta vida y en la otra. Es una señal de afecto que reclamo de vuestros corazones y que creo merecer por las vivas y continuas solicitudes que me he dado por vuestra seguridad. Por lo demás, vuestro honor y vuestra reputación lo exigen, pues tened en cuenta que seréis observadas por el Sr. ministro, quien no ha podido callarnos la necesidad de estas justas precauciones. Una sola imprudencia puede echar por tierra todo el buen orden que se acaba de establecer y obligar a tomar medidas desagradables para las que fueran halladas culpables. Mas yo espero que vuestro afecto por los principios de la religión, por las reglas de la Iglesia, por los deberes de nuestro estado y el respeto que debemos a toda clase de personas nos preservarán de toda consecuencia molesta”.
Soy con el más sincero afecto en nuestro Señor,
M. Antoinette DELEAU
A continuación de la circular del Sr. Lessart, el Directorio de París se contentó con prohibir a los sacerdotes no juramentados el ejercicio del culto divino en las iglesias y las capillas; era dar ánimos públicamente a los malhechores.
Cuando la Constituyente rompió o creyó romper los lazos que unían a las religiosas a su comunidad, la Hermana Rutan, lejos de renunciar a su trabajo oscuro, pareció aferrarse más a él ante los obstáculos que se acumulaban a sus pasos. El voto y la aplicación de las leyes antirreligiosas, que tuvieron una resonancia dolorosa en todas las conciencias cristianas, no la encontraron indiferente; pero no tenía que ocuparse de ello directamente. No manifestó sus sentimientos más que cuando se metieron con sus convicciones más íntimas; ella no salió de su reserva hasta el día en que Surine, colocado por la Iglesia cismática en la sede de Mons. de Laneufville, se dirigió al hospital y pretendió enrolar a las Hermanas en el número de sus adeptos.
Si se ha de dar fe al Compendio, la tentativa del intruso siguió de cerca su instalación que, vistas las circunstancias de que se vio rodeada, mereció ser llamada una instalación soldadesca. “Apenas Saurine se apoderó a mano armada de la catedral, dice el autor de este manuscrito, cuando se presentó en el hospital, donde se atrevió a enzarzarse en una discusión teológica con la Superiora. Esta le probó con la más valiente firmeza que ella estaba tan preparada contra estas trampas como insensible a las amenazas de su temible misión. El apóstata, confundido, no habría conseguido de esta excursión más que la vergüenza si hubiera sabido enrojecer. Pero su fiero corazón no era capaz de este sentimiento; designó a la víctima; solo faltaba un pretexto para inmolarla”.
Hay en estas últimas palabras una verdadera exageración. Saurine no tenía nada de sanguinario; tenía en mucho la virtud y el carácter de la Hermana Rutan para entregarse por ella a viles actos de venganza. Le veremos, en 1792, convertido en principal administrador del hospital, reclamar enérgicamente el mantenimiento de las Hermanas, cuya expulsión querían conseguir algunos ciudadanos mal intencionados; en 1793, a pesar de los clamores de los Montañeses, tendrá el valor de votar contra la muerte del rey.
Mientras los sacerdotes no juramentados o refractarios, como se los llamaba entonces, conservaron la libertad de habitar en Dax y de prestar su ministerio a los fieles, estos tuvieron también el consuelo de asistir a los oficios y de acercarse a los sacramentos. En el hospital, la dirección espiritual había quedado hasta entonces confiada al abate Lacouturre, uno de esos dignos sacerdotes a los que la perspectiva de un puesto importante no había podido arrancar el juramento constitucional. Los miembros del clero cismático eran poco numerosos y al mismo tiempo demasiado deseosos de atribuirse las parroquias principales de la diócesis para que Saurine pensara en reemplazar al capellán de Saint‐Eutrope. Sin embargo el celo del abate Lacouture por la buena causa y su afecto bien conocido de Mons. de Laneufville le designaban al odio de los revolucionarios, que no tardó en estallar. A finales de mes del año de 1791, el capellán fiel era reemplazado por un tal Larraburu, sacerdote habituado de Dax, uno de los seis que el 23 de enero, habían prestado juramento en la catedral a la constitución civil del clero.
Por los consejos de su Superiora, las Hermanas del hospital se abstuvieron de asistir el domingo 3 de junio, a la misa del nuevo capellán. Su ausencia produjo escándalo y levantó las protestas indignadas de personas a quienes no se veía jamás en la iglesia. Unos energúmenos celebraron enseguida consejo y, celosos por dar al populacho de Dax el espectáculo de las escenas horribles que se que habían tenido lugar en otras localidades, decidieron que se castigara públicamente, el día señalado, en la calle y por la guardia nacional, a las Hijas de San Vicente. El peligro era inminente. ¡De qué espantosas angustias no fue torturado el corazón de la Hermana Rutan ante la noticia de los innobles tratos con que se la amenazaba, a ella y a sus compañeras! Antes que abandonar a los enfermos confiados a sus cuidados, se habría expuesto a los golpes de soldados sin piedad; pero no se trataba más que de golpes. Las medidas de violencia usadas por sus enemigos eran por naturaleza ofensivas del pudor, y la muerte hubiera sido mil veces preferible. En estas condiciones, ¿qué hacer? ¿Implorar la ayuda de las autoridades?
Ay! frente a semejantes desórdenes, en toda Francia, los poderes públicos habían mostrado su complicidad o su impotencia. ¿Serían más fuertes y benévolos en Dax? Era improbable. No había pues más que un partido que tomar: huir en el mayor secreto. Antes de tomar una decisión tan grave, la Hermana Rutan imploró sin duda las luces del cielo; y tal vez creyó comprender que Dios aprobaba su proyecto.
No había tiempo que perder. Para preparar su huida, las Hermanas transportaron a casas de personas amigas, en la noche del 3 al cuatro de junio, los efectos que les pertenecían en propiedad.
A pesar de todas las precauciones tomadas para no despertar sospechas, fueron vistas y denunciadas; al día siguiente, todo el mundo sabía en la ciudad que se habían llevado, a favor de las tinieblas, paquetes fuera del hospital. Gente malévola, más pronta a juzgar que a informarse, acusó a las Hijas de la Caridad de haber robado los bienes destinados a los pobres. Hubo entre los enemigos de las Hermanas gritos de indignación, mezclado de una secreta alegría.
Desde el 4, la municipalidad pidió un informe sobre los desvíos de los que se habían hecho culpables las hermanas, se decía, se apoderó de los objetos llevados por la noche y, después de hacer el inventario, ordenó depositarlos en el ayuntamiento. Al día siguiente, el Directorio del distrito, encargaba a dos de sus miembros, Ramonbordes y Lafitte, proceder a una averiguación inmediata y les permitía, en caso de necesidad, recurrir a la fuerza pública. El 6, el procurador del municipio pronunció contra las Hermanas, ante el consejo general de la ciudad, una violenta requisitoria.
Ya sabéis, dijo, el acontecimiento que pasó en esta ciudad, la noche del 3 al 4 de este mes, relativamente al proyecto de las Hijas del hospital de esta ciudad; sabéis que fueron sorprendidas llevándose varios objetos metidos en sacos y bultos y los sacaban del hospital por una puerta apartada. Sin entregarme a toda la indignación que debe producir semejante conducta en el alma de un ciudadano amigo del orden y de las instituciones consagradas al alivio de los desdichados, no os ocultaré que estos sucesos eran lo previo a una huida, quizá nocturna, de parte de estas Jóvenes, y así se abandonaría una casa donde tal vez, en ese instante existían desdichados muriéndose y otros agonizándose. Los planes que han manifestado estas Jóvenes con esta conducta, sin duda culpable, deben llamar a toda nuestra solicitud sobre la administración exterior e interior de este hospicio dedicado al alivio de la humanidad sufriente. Estas Jóvenes, detenidas en esta casa, están todavía en ella; pero ¿se quedarán mucho tiempo? Es algo que no debemos creer.
Por eso, para evitar todos los inconvenientes y las desgracias de su huida, tal vez próxima, requiero que el Consejo general del municipio encargue a la municipalidad que instruya a los administradores sobre lo que pasa en relación con la detención de estas Jóvenes, que se les pida que provean a su reemplazo en el más corto plazo y se encargue a la municipalidad de Dax de todas las operaciones relativas a este último asunto.
Dócil a los mandatos del procurador del municipio, el Consejo general dispuso que la municipalidad instruiría a los cuerpos administrativos sobre el robo reprochado a las Hermanas del hospital y solicitaría su despido.
Antes de pronunciarse, el Directorio del Departamento esperó prudentemente los resultados de la investigación prescrita por el Directorio del distrito. Esta búsqueda comenzó el 5 de junio y se terminó al día siguiente. Ramonbordes y Lafitte no tuvieron trabajo en convencerse que la honradez de las Hermanas estaba al abrigo de toda sospecha y que su plan de huir en el mayor secreto se explicaba fácilmente por las violencias de las que creían verse amenazadas. El 12, el Directorio del distrito registró sus conclusiones y las hizo suyas. El proceso verbal de la sesión está por citar; él es para las acusadas la mejor justificación:
“Visto el verbal del 5 y 6 de junio, del mes, remitido al Directorio por los señores Ramonbordes y Lafitte, administradores, miembros del Directorio, comisarios nombrados a este efecto por declaración del dicho 5 de junio, y referido por el procurador síndico:
“Considerando que no puede ser acusado sin un cuerpo de delito cierto, que la salida clandestina y nocturna de las ropas y efectos de las hasta ahora Hermanas de la Caridad empleadas útilmente en el servicio de los enfermos del hospital de Dax, sin ninguna sustracción de mueble alguno que no les perteneciera, es la señal solamente del plan de estas Jóvenes de escaparse;
»Que este proyecto de fuga, formado por la conmoción del miedo grave de ser arrastradas al día señalado fuera del hospital, indignamente e injustamente echadas por la guardia nacional, es el primer objeto de un alma asustada y de la debilidad que va a ser entregada a la violencia soldadesca, lejos de presentar la más ligera idea de delito ni de intención de delito.
“Que la circunstancia del tiempo de la salida de dichas ropas y efectos por la noche no mancha de ninguna forma el proceder de estas Jóvenes,
“Que es natural a todo el mundo asustado escapar en el tiempo más secreto, como es la noche,
“Que sería soberanamente injusto llamar crimen a lo que no es más que el efecto de de seguridad de sí mismo y el medio de garantizarla;
“Considerando en una palabra que no hay ningún cuerpo de delito, si se escucha a la razón, en la conducta de dichas Jóvenes;
“El Directorio del distrito de Dax, oído el procurador síndico, estima que no hay lugar de denuncia a la justicia contra dichas Jóvenes de la Caridad del hospital de Dax, que en consecuencia los sellos puestos en su perjuicio deben ser levantados a la diligencia del Directorio y que las ropas y efectos inventariados y depositados en sacos en el hotel común de la ciudad de Dax les serán devueltos sin dilación”.
La investigación de Ramonbordes y de Lafitte tuvo por efecto la revocación de los administradores del hospicio. Pertenecía al Consejo general del municipio dar a estos últimos sucesores y hacer aprobar los nombres por los cuerpos de administración; el Directorio del distrito impuso, sin siquiera consultarlo, a hombres de su elección. El Directorio del departamento que no perdía ninguna ocasión de mortificar al Directorio del distrito, rehusó reconocer a los nuevos elegidos y declarar que la conducta de las Hermanas era digna de excusa. Obligado, a pesar suyo, a abandonar la acusación de robo, reprochó, en términos duros e injustos, a los que atendían el hospicio, en una declaración hecha pública, su proyecto de huida. Ante los rigores con los que se las amenazaba, las Hermanas de la Caridad, en lugar de abandonar una casa donde las retenía su deber, ¿no habrían debido antes implorar la protección de las autoridades constituidas? ¿No es efectivamente un crimen dejar abandonados a enfermos, de los que muchos se encuentran tal vez en la agonía, y solo por una partida precipitada, propia para poner a la administración en dificultades, no pudiendo esta, de la noche a la mañana, hallar enfermeras sociales experimentadas para ocupar las plazas vacantes? ¿No había lugar a temer en el futuro una nueva tentativa de evasión con sus funestas consecuencias? Ante estas consideraciones el Directorio del departamento se preguntó si no concernía reemplazar a las Hermanas.
Se imponía una investigación: delegó ahí mismo a Noël Batbedat, hermano de Louis‐Samson Batbedat, cuyo nombre, sinónimo de intriga, de astucia y de maldad, es tan conocido de todos los que han estudiado la historia de la Revolución en las Landas o leído el tratado de los penosos incidentes que marcaron la larga revuelta de los prebendados, levantados contra el obispo de Dax y el capítulo. Antes de dejar Mont‐de‐Marsan, Noël de Batbedat recibió instrucciones precisas sobre el objeto de su misión. No debía investigar si, sí o no, en la noche del 3 al 4 de junio las Jóvenes se habían hecho culpables de robo; sobre este punto se había hecho la luz y los calumniadores confundidos.
Estaba encargado de hacer una investigación sobre su conducta, con el fin de preparar una decisión sobre su mantenimiento o su despido. Debía dar al Directorio las informaciones más precisas, favorables o desfavorables, sobre su espíritu de orden y de economía, sobre su entrega para con los enfermos y sobre la corrección de sus relaciones con el capellán constitucional. Se le había confiado también el cuidado de redactar un inventario sumario del mobiliario del hospital y la vigilancia para que el nombramiento de los nuevos administradores tuviera lugar conforme a todas las reglas.
Algunos días después, el 2 de Julio, Noël Batbedat llegaba a Dax, seguido de Dubroca, a quien el Directorio del departamento había asignado en calidad de secretario. Se presentó sin tardar en el lugar donde el Directorio del distrito tenía sus reuniones, presentó sus documentos y pidió a la asamblea que le dieran compañía en sus operaciones. Ramonbordes se ofreció y fue aceptado. El comisario tenía la intención de ir pronto a trabajar. A su orden, el Consejo general se dirigió al ayuntamiento a las 3 de la tarde y nombró, en su presencia a los miembros que debían formar el consejo del hospital: Saurine, su vicario general Plantier, Bachelier‐Maupas y Lafitte hijo fueron elegidos. Al día siguiente, a las 8 de la mañana, Noël Batbedat vino al hospital, donde lo esperaban, con los nuevos administradores, Roger Ducos, tesorero, René Destouches, secretario, y la Hermana Rutan. Después de decir a la Superiora qué motivo le traía, después de ponerle a la vista, como prueba de lo que adelantaba, la declaración en la que el Directorio del departamento le trazaba el objeto de su misión, manifestó la intención de comenzar inmediatamente la visita del establecimiento. La Hermana Rutan se prestó de buena gana. Guiado por ella y acompañado de Ramonbordes, de Dubroca, y de los miembros del Despacho, el comisario pasó sucesivamente revista a la farmacia, las salas de los enfermos, de las jóvenes encinta y de los niños abandonados, enfermería y el dormitorio de las Hermanas, la bodega, el ropero, el refectorio, la cocina, la capilla y el granero. Todas las piezas de la casa le fueron abiertas. Contó las camas, la ropa, los muebles y dejó a los administradores el cuidado de preparar un inventario más detallado. Por el camino no cesaba de admirar el orden y la limpieza que reinaban en todas partes y de mostrar qué satisfecho se sentía al ver que nada faltaba a los enfermos y ningún olor desagradable traicionaba su presencia, tan bien ventilados estaban los apartamentos.
Terminada la visita, Batdebat se hizo conducir junto a los enfermos que quería interrogar. Si esperaba escuchar alguna queja, su espera quedó decepcionada. Todo el mundo solo tuvo una voz para alabar el saber hacer, el desvelo y el desinterés de las Hermanas. Los soldados reconocieron que en ningún otro hospital habían recibido los cuidados que se les prestaba en Dax. En la sala de las mujeres fueron los mismos testimonios de estima, de agradecimiento y de afecto. “Todos nos han asegurado, escribe el comisario en el proceso verbal, que ellas estaban muy bien cuidadas, tratadas con mucha dulzura y humanidad y muy bien alimentadas y medicamentadas”. No era suficiente a los ojos de Batbedat; necesitaba además la seguridad que las Hermanas no ponían peros al ministerio del capellán constitucional. Desde la marcha del abate Lacouture, dóciles a las instrucciones dadas por la Superiora general en su circular del 9 de abril de 1792, habían tomado por regla dejar a los enfermos plena y entera libertad para recurrir a los sacerdotes no juramentados, prevenir al nuevo capellán cuando un moribundo necesitara de su ministerio para que no mezclara la conversación sobre los temas religiosos en sus relaciones con los desconocidos, los soldados sobre todo que venían a buscar la curación al hospital. En el tiempo y el medio en que ellas vivían, era prudente y además legítimo. Por eso, las preguntas de Batbedat a los enfermos no provocaron ninguna respuesta que llevara a comprometer a las Hermanas.
La encuesta interrumpida a mediodía, se reanudó a las tres de la tarde. A la llamada de su Superiora, las Hijas de la Caridad se reunieron en torno al comisario que les leyó la declaración del 20 de junio y es dio a conocer con qué profundo desagrado había oído hablar de su proyecto de evasión el Directorio del departamento. La Hermana Ruta defendió lo mejor que pudo las circunstancias atenuantes; prometió, en su nombre y en el de sus compañeras, continuar el servicio del hospital, donde una circular reciente de la Superiora general les aconsejó quedarse, incluso después de que se disolviera la Congregación, aceptó el compromiso de dejar a los enfermos toda libertad de practicar la religión como ellos la entendían. Noël Batbedat, satisfecho de sus promesas, pidió a las Hermanas que pusieran su firma al pie de esta declaración, ellas lo ejecutaron y volvieron a su trabajo.
Un último testigo quedaba por oír, el capellán constitucional. Su deposición fue favorable a las Hermanas. Solo tenía, dijo él, alabanzas para su conducta. Lejos de presentar algún obstáculo al ejercicio de sus funciones le proporcionan al contrario todos los medios de realizarlas con facilidad, advirtiéndole cada vez que era necesario confesar a los enfermos y administrar los sacramentos”. Añadió incluso que un día una de ellas le había pedido admitir a la primera comunión a un niño del hospital.
Ante este conjunto de testimonios concordantes, ante el deseo general de los enfermos, tan claramente manifestado, los nuevos administradores comprendieron que su deber era impedir el despido de las Hijas de la Caridad. Llamados a dar su parecer, firmaron todos, Saurine y Plantier, como los otros, la declaración que sigue: “Nosotros, administradores de la oficina del hospital de Dax, a la petición hecha a nosotros por el Señor comisario del departamento para conocer nuestra opinión sobre la conservación o la no conservación de las Hermanas actuales del hospital, domos unánimemente del parecer que las dichas Hermanas sen conservadas, que el interés de los pobres lo necesita…”.
El comisario había terminado su trabajo. Después de devolver a las Hermanas sus efectos que se hallaban todavía bajo sello en el ayuntamiento, se volvió a marchar y dio cuenta de su misión al Directorio del departamento. ¿Defendió la causa de las Hermanas? Es probable; en todo caso el proceso verbal de la investigación era la mejor de las defensas. La asamblea departamental se dejó convencer y decidió, el 11, que las Hermanas se quedarían. “Considerando, dice su declaración, que resulta por los esclarecimientos tomados por dicho comisario, que las Hermanas grises del hospital cumplen sus funciones con todo el celo que se puede esperar de su humanidad, que la conducta que tienen con los enfermos es, en todos los aspectos, digna de elogios, que por otro lado el hospital está en el mejor orden, (el Directorio del departamento) declara, oído el procurador general síndico, que no hay lugar a deliberar sobre el reemplazo de las Hermanas grises del hospital; en consecuencia, las mantiene en sus funciones y las invita a continuar sus cuidados a los enfermos con el mismo celo que han mostrado hasta el presente”.
Se comprende fácilmente cuál fue la angustia de la Hermana Rutan mientras pesó sobre ella y sus compañeras la acusación de robo. La declaración elogiosa del Directorio trajo algún alivio a su pena; pero no salía de un tormento más que para caer en otros, más dolorosos todavía. Los pocos días que siguieron fueron señalados por graves acontecimientos. La prisión del rey, las dispersiones de las Congregaciones religiosas, las masacres de septiembre, la deportación de los sacerdotes no juramentados fueron los peligros de la campaña de descristianización hacia la que pareció orientarse toda la política de la Legislativa y de la Convención.
Si bien fue previsto, el decreto que ordenaba la expulsión de los eclesiásticos no juramentados había arrojado a las personas sinceramente unidas a la religión en la consternación más profunda. Hasta entonces, a pesar de la distancia, las Hermas del hospital podían, de vez en cuando recurrir al ministerio de los sacerdotes fieles, que órdenes severas retenían a unas leguas de la ciudad. Pero, después de su partida, privadas de las prácticas religiosas, desprovistas de todo apoyo moral, expuestas a todos los peligros en un país en el que el ministerio religioso estaba en manos de un clero cismático, sostenido por los poderes públicos, ¿no tenían razón para temerlo todo por su alma y por su fe?
De nuevo el pensamiento del exilio se presentó sin duda en su espíritu como el único remedio eficaz en medio de los males que las amenazaban. En la esperanza de que Dios no las abandonaría, ellas le rechazaron. Su confianza no quedó defraudada; la misericordia divina les concedía de vez en cuando el consuelo de acercarse a los sacramentos, gracias al abate Lacouture, que continuó viviendo en Dax donde los revolucionarios no pudieron descubrir su retiro.
La deposición de Larraburu en el curso de la investigación confiada a Noël Batbedat, demuestra que las Hermanas se habían hecho un deber de nunca solicitar por su propia cuenta el ministerio del capellán juramentado y de facilitarle por el contrario el acercamiento a los moribundos. ¿Han conocido ellas con toda su precisión las reglas teológicas relativas a las relaciones de los fieles con los sacerdotes cismáticos? Si es verdad que una Hermana pidió a Larraburu que acogiera favorablemente la petición de un muchacho enfermo que deseaba hacer su primera comunión; si es verdad, como lo declaró una mujer enferma, Catherine Pommiez, a Noël Batbedat que, a invitación de la Hermana superiora misma Superiora, ella de habría dirigido, el domingo precedente, a la misa del capellán constitucional; si todo ello es verdad, es preciso responder con la negativa. No hay lugar de extrañarse que hermanas, entregadas a sus propias luces, engañadas tal vez por su ambiente, no hayan razonado como teólogos de profesión sobre un asunto muy delicado, dos años antes de la aparición del Breve Solicitudo ómnium ecclesiarum, en el que, para responder a varias dudas, Pío VI expuso con claridad la conducta que había que seguir ante los sacerdotes cismáticos, más en particular en caso de extrema necesidad.
Por lo demás, ¿es cosa segura que Catherine Pommier no haya exagerado a propósito para prestar un servicio a las Hermanas? ¿Se puede afirmar que ella comprendió todo el alcance de la palabra invitar o de otro término sinónimo, que le atribuye, gratuitamente quizás, el proceso verbal de la investigación? La Superiora y sus compañeras se abstenían de aparecer en los oficios de los sacerdotes cismáticos; ¿es verosímil que hayan enviado allá a sus enfermos?
El ascendente que la Hermana Rutan tenía sobre sus dignas colaboradoras le permitió en varias ocasiones levantar sus ánimos abatidos. Su ejemplo, sus exhortaciones, su calma lograron, lo mismo que la reciente circular de la Superiora general, a fijar su resolución de quedarse en el hospital.
Después de suprimirse las órdenes religiosas, se reunieron en confraternidad, dejaron su corneta, cambiaron su nombre por el de Damas de la Caridad y, observando lo mejor posible las reglas de su Instituto, continuaron con la misma dedicación el servicio de los pobres. Son dignos de ser conocidos, los nombres de estas valerosas que, con una abnegación tan heroica, aceptaron trabajar, sufrir y luchar al lado de la Hermana Rutan; son las hermanas Marguerite Nonique (nacida en Vire, diócesis de Bayeux, donde hizo el postulantado bautizada el 13 de febrero de 1744, entró el 30 de marzo de 1765, destinada a la Tremblade, Vineuil, Dax, , donde murió el 18 de octubre de 1808), Jeanne Chânu, Félicité Raux (bautizada el 13 de diciembre de 1760 en Saint‐Venant en Artois, diócesis donde pasó el postulantado, entró el 2 de julio de 1779, destinada a Dax donde murió el 18 de octubre de 1804), Catherine Devienne (bautizada el 15 de septiembre de 1761 en Saintenoble, diócesis de Arras, postulante en Douai, entró el 9 de agoto de 1788, destinada a Dax), Sophie Charpentier (bautizada el 19 de noviembre de 1761 en Metz, parroquia SainteSegolène, donde fue postulante, entró el 7 de julio de 1788, fallecida en Dax el 4 de abril de 1831) y Victoire Bonnette, ces deux (bautizada el 14 de marzo de 1763 en Metz, donde pasó el postulantado, entró el 18 de febrero de 1783, destinada a Toulouse (Saint‐Michel), Dax), las últimas, se dice, sobrinas de la Superiora. Pero la entrega no basta para ejercer la caridad; se necesitan además recursos. Pues bien, desde el comienzo de la Revolución, los recursos faltaban. La inclemencia de las estaciones, la incertidumbre del futuro, la agravación de los impuestos, el despilfarro de las finanzas públicas, la marcha de los eclesiásticos y de los nobles al extranjero, había tenido por contrapartida reducir considerablemente la cifra de las limosnas. En 1790, la hermana Rutan no recogió más que 211 libras; los años siguientes, fue peor aún. Antes de la Revolución, el hospital retiraba una parte de sus rentas entre diezmos y capitales colocados sobre le clero de Francia. Las leyes del 25 de julio y del 10 de agosto de 1791 imponían al Estado la obligación de indemnizar en cierta medida los que la supresión de los diezmos y la confiscación de los bienes eclesiásticos dejaban en sus derechos. El gobierno debía por este capítulo al hospital Saint‐Eutrope una suma de 4.208 libras. Los recursos disminuían cuando las necesidades eran mayores y más urgentes. Los estatutos de 1780 se limitaban a las solas municipalidades de Dax, Narrosse, Candresse, Saint‐Pandelon, Bénesse, Arancou, Pouy, Taller y Gourbera, del derecho de dejar entrar enfermos en el hospital; desde el principio de la Revolución, todos los enfermos del distrito o de otras partes pudieron ser aceptados. Por eso, en junio de 1791, los hospitalizados alcanzaban ya la cantidad de ciento tres, número que fue pronto rebasado. La administración, no sabiendo cómo mantener a toda esa gente, se dirigió al Directorio del distrito, y este pidió al gobierno, el 22 de septiembre de 1791, un adelanto de 4.000 libras. “El Directorio, dice el proceso verbal de la deliberación, observa… que el hospital de Dax es tal vez el mejor tratado del reino, que está perfectamente bien montado y que sería una verdadera desgracia verlo abandonado sin recursos. Está a punto de sucumbir falto de medios. Tiene ciento tres enfermos, y este número ha sido sigue siendo el mismo desde hace tres meses. ¿Se rindió el gobierno ante tan buenas razones? Es poco probable; ¡sus necesidades eran tan grandes y las peticiones tan numerosas! De todas formas, 4.000 libras no podían asegurar el mantenimiento de un hospital, cuyas rentas anuales alcanzaban las 8.183 libras y cuyos gastos se elevaban a cerca de cuatro veces esta suma. El 26 de julio de 1792, no quedaban ya más que 3.000 libras en la caja del tesorero. El Directorio del distrito, presionado por la Junta del hospital, solicitó de la administración superior un socorro de
12.000 libras y, como la demanda seguía sin respuesta, la renovó el 28 de diciembre.
El Directorio del departamento se dignó por fin, el 3 de febrero, ocuparse de la situación de los hospitales. Asignó 8.000 libras al hospital de Dax, 5.100 al de Mont‐de‐Marsan, 1.000 la de Saint‐Sever, y planteó las preguntas siguientes a los Directorios de los tres distritos: “1º
¿Conviene aumentar o disminuir el número de los hospitales situados en la extensión del departamento? ‐2º ¿Cuáles son los lugares más propios para la situación de estos establecimientos? ‐3º Los edificios consagrados a estos establecimientos ¿son suficientemente amplios?… o bien ¿sería necesario realizar aumentos o reparaciones?”.
Los administradores del hospicio de Dax esperaron en vano las 8 000 libras que se les habían prometido. ¿Había pues que dejar morir de hambre a los doscientos veintiún enfermos que cobijaba entonces el establecimiento o Arrojarlos a todos a la calle? El tiempo apremiaba. Los miembros de la Junta se reunieron el 26 de febrero y convocaron a la Hermana Rutan, la única que podía decirles cuánto tiempo podía aún prolongarse esta fastidiosa situación.
Ella declaró que la provisión de granos se agotaría en doce días y que el vino faltaría totalmente antes de fin de mes. El hospital debe a todos los provisores, añadió ella; si no se le ayuda, no hay otra solución que tomar: cerrar sus puertas. Movida por estas palabras que acababa de oír, la Mesa encargó a uno de sus miembros que se dirigiera sin tardar a Mont‐ de‐Marsan y consiguiera las 8.000 libras votadas por el Directorio del departamento. El medio resultó; pero ¿qué era semejante suma para un hospital que absorbía 40.000 libras por año? Los administradores, reunidos de nuevo los 18 y 19 de marzo, resolvieron pedir al ministro del interior un socorro de 20.000 libras. Pierre‐Marie Dousse redactó la memoria sobre las indicaciones de la Hermana Rutan.
Por esta época, estalló la guerra entre Francia y España. El hospital de llenó de heridos y las necesidades aumentaron más aún. Las hermanas se esforzaron en suplir la insuficiencia de los recursos con prodigios de industria y de entrega. Ay, ellas se veían obligadas a dejar cantidad de miserias sin alivio y a muchos pobres sin socorros. La Revolución las había despojado a ellas mismas de todo. A partir del 1º de enero de 1792, su sueldo, sin quedar suprimido, cesó de hecho de ser pagado. Como miembros de una Congregación disuelta, tenían derecho a una pensión, que variaba según la edad de las Hermanas, de 333 a 600 libras; pero el Estado no estaba por pagar sus deudas; tras una espera prolongada, reclamaron, y el Directorio del distrito, en lugar de acoger favorablemente sus legítimas reivindicaciones, exigió de ellas la prueba de que ellas cumplían todas las condiciones requeridas por la ley. La prueba era fácil; pero todo invita a creer que en Dax, como en otras partes, las Hermanas esperaron vanamente su pensión.
Después de su victoria sobre le federalismo, la Convención juzgó útil entrar en contacto con el pueblo en toda la extensión del territorio de la República. Destacó de su seno a varios miembros y los envió, provistos de poderes ilimitados, a las provincias, donde se comportaron como dictadores o, mejor dicho, como déspotas y como tiranos. Cinco regicidas fueron encargados de vigilar sobre el ejército de los Pirineos occidentales y sobre varios departamentos del suroeste. Eran Dartigoeyte, tan odioso por sus excesos como por su crueldad; Jacques Pinet, de quien aprenderemos a conocer la ferocidad sanguinaria; Jean‐ Baptiste, Cavaignac, padre del general del mismo nombre; Monestier, sacerdote renegado; por último, Garreau. Dartigoeyte aterrorizó el Ger, Pinet y Cavaignac las Landas y el país Vasco, Monestier le Béarn; Garreau se ocupó exclusivamente del aprovisionamiento de los soldados retenidos en la frontera.
Por todas partes, en las municipalidades como en la magistratura del ejército, la Convención quería revolucionarios experimentados; llegó incluso hasta poner la adopción de las ideas nuevas en el número de las condiciones requeridas para cuidar a los enfermos. La ley del 18 de agosto exceptuaba a las mujeres funcionarias de la obligación de prestar el juramento. A partir del 3 de octubre de 1793, las antiguas religiosas, todavía empleadas en los hospitales y en las escuelas, tuvieron que escoger entre el juramento y la revocación. La Hermana Rutan y sus compañeras no lo dudaron; fueran las que fuesen las consecuencias de su conducta, se negaron a someterse a un acto que su conciencia reprobaba.
Cuando apareció, el 9 de nivoso año II (29 de diciembre de 1793) la ley que prescribía a todas las religiosas secularizadas, sin excepción y sin condición, suscribirse en la fórmula del juramento, la Hermana Rutan llevaba encerrada en la prisión de los Carmelitas cuatro días. No se quiso aplicar inmediatamente a las Hermanas del hospital la ley del 3 de octubre de 1793. Los servicios que prestaban a los pobres y a los enfermos de la ciudad y alrededores eran demasiado apreciados para pensar en pedir su despido. Ellas siguieron; no por mucho tiempo; el club de los Barnabitas, creado en Dax a ejemplo del club de los Jacobinos de París, urdía en secreto su pérdida. Desde los primeros días de la Revolución la Hermana Rutan sufría un martirio moral bien doloroso; el martirio corporal iba a comenzar.
CAPÍTULO IV: LA PRISIÓN.
RIGORES DEL COMITÉ DE VIGILANCIA. ENCARCELAMIENTO DE SOR RUTAN. REGLAMENTO DE LA PRISIÓN. OCUPACIONES DE LOS PRISIONEROS. EMBARGO DE LOS PAPELES DE SOR RUTAN. DENUNCIA DE BOUNIOL. INTERROGATORIO DE SOR RUTAN. CONSTRUCCIÓN DE LA GUILLOTINA. TRASLADO DE LOS PRISIONEROS A PAU. ENCARCELAMIENTO DE LAS HIJAS DE LA CARIDAD. REEMPLAZANTES DE LAS HERMANAS EN EL HOSPITAL.
(OCTUBRE DE 1793‐MARZO 1794).
Uno de los primeros cuidados de los dictadores del suroeste fue crearse auxiliares dignos de ellos, estableciendo en las ciudades y grandes burgos comités de vigilancia, provistos de poderes muy extensos, el comité de Dax, instituido el 26 de octubre de 1793, comprendía doce miembros, la mayor parte iletrados y extranjeros a la localidad, todos conocidos por la ferocidad de su carácter‐1. El decreto que le daba la existencia le trazaba al mismo tiempo su misión.
“ART. 1º Será establecido en la ciudad de Dax un comité de vigilancia compuesto de doce miembros.
“ART. 2º La guardia saldada de la ciudad de Dax obedecerá a todas las requisitorias del comité de vigilancia.
“ ART. 3º Se indicará en la ciudad de Dax una casa de reclusión, en la que , a partir de mañana, todas las reparaciones necesarias se harán por el comité de vigilancia.
“ART. 4º Si, a los ocho días, no hay trescientos ciudadanos y ciudadanas de la ciudad de Dax en reclusión, los representantes del pueblo vendrán con la fuerza armada a ejercer la justicia y la venganza nacional en esta ciudad.
“ART. 5º Si, a las veinticuatro horas, los ricos de la ciudad de Dax no han depositado 150.000 libras en las manos de la municipalidad para el mantenimiento y alivio de los pobres durante el invierno, el comité de vigilancia, con la fuerza armada, si la tranquilidad está comprometida, establecerán un impuesto forzado para cumplir esta indicación”.
Los miembros del comité de vigilancia se mostrarán dignos de la confianza que los representantes del pueblo habían puesto en ellos. Multiplicarán las declaraciones con la intención de hace desaparecer todo lo que podía oler a aristocracia y el fanatismo. La calle de los Carmelitas se llamó calle Çaira, el burgo Saint‐Vincent se llamó suburbio Lepelletier, el barrio Saint‐Pierre barrio Marat, el municipio Saint‐Paul fue desbautizado y nombrado
Bonnet‐Rouge.
El 5 brumario (26 de octubre), las casas de los Capuchinos y de los Carmelitas eran transformadas en prisiones y destinadas, la primera a los hombres, la segunda a las mujeres. Siete días después aparecía una larga lista de sospechosos; las personas cuyo nombre figuraba en ella tenían orden de dirigirse por sí mismas al lugar de su detención en las veinticuatro horas que siguieran a la publicación del anuncio. Pronto, las visitas domiciliarias, las listas de sospechosos, las encarcelaciones se sucedieron sin interrupción. La gente honrada vivían en continuas inquietudes; los emisarios del comité de vigilancia penetraban, de día y de noche, en los domicilios privados y conducían a sus pacíficos habitantes a prisión. Las lágrimas de un padre, de una madre, de una esposa, los lloros de los hijos no actuaban en los corazones empedernidos de estos seres feroces, inaccesibles al menor sentimiento de piedad.
El comité de vigilancia se había ganado, incluso entre los feroces revolucionarios, una reputación de crueldad, que la lectura de sus publicaciones y de su correspondencia conforma plenamente. El Directorio del departamento, Roger Ducos y Dartigoeyte, le dieron consejos de moderación. El comité encontraba a Pinet demasiado indulgente, admiraba en Marat el modelo de los revolucionarios y, a su ejemplo, no admitía para propagar los principios revolucionarios más que un solo medio: el régimen del terror.
El 4 nivoso año II, escribía a los representantes del pueblo: “Daos prisa en pegar grandes golpes; tomad grandes medidas revolucionarias“. Los comités de los alrededores recibían sus consejos y sus ánimos, que eran todos de esta calaña: “La seguridad pública está más que nunca a la orden del día, y no la moderación y la piedad. Leña a los intrigantes, aristócratas y moderados, y juremos no tener ningún descanso hasta que la República esté bien segura, la paz bien consolidada y el reino de los revolucionarios fundado sobre bases inquebrantables” o también: “Continuad, vigorosos revolucionarios, golpead sin miedo a los enemigos de nuestra santa regeneración”.
Estos enemigos eran ante todo los sacerdotes y los nobles. Aplastar, aniquilar todo lo que, de cerca o de lejos, recordaba el atril y el altar, tal era el fin proseguido por los miembros del comité. Sus esfuerzos contra la religión no fueron en vano; a las ruinas materiales añadían ruinas espirituales. Se regocijaban por una carta dirigida a Pinet:
“El terror es general en nuestro distrito, en particular en la casta sacerdotal; todos los sacerdotes, estos pretendidos hombres de Dios, abdican su infame oficio; comienzan a sentir que el imperio de la razón, de la verdad y de la filosofía debe triunfar sobre el charlatanismo, la picardía y la impostura, y que hay que correr la cortina por fin sobre las farsas que han jugado”.
Vigilada, sospechosa por tales hombres, ¿qué no debía temer la Hermana Rutan? El vacío de hacía en su entorno. Contaba entre las personas encarceladas numerosos amigos y bienhechores. El 8 frimario año II (28 de noviembre 1793), dieciséis religiosas fueron declaradas sospechosas de incivismo y de fanatismo y enviadas a prisión. El turno de la Superiora del hospital iba a llegar. A finales de diciembre 1793, de todas las personalidades de cierto rango reconocidas hostiles a las ideas reinantes, ella era la única, o poco le faltaba, que el comité de vigilancia y los representantes del pueblo hubieran perdonado. La aureola de gloria de la que sus servicios habían, por decirlo así, rodeado su nombre, la estima que le tenían habrían debido, al parecer, atraer sobre ella los rigores del partido revolucionario.
Su rara prudencia, unida a la posición que había sabido crearse en el hospital, la había salvado hasta esta hora. Un hecho bien fútil, ya antiguo por cuatro o cinco meses, proporcionó a sus perseguidores el pretexto deseado para golpearla.
Un soldado del ejército de los Pirineos, Raoux, hábil músico, había contraído en la frontera una grave enfermedad; fue conducido al hospital de Bayona, luego al de Dax, donde halló, gracias a los cuidados dedicados de las Hermanas, una pronta y completa curación. Este buen hombre no quiso regresar a su regimiento sin dejar a las que le acababan de dar la salud un testimonio de su agradecimiento. Pero ¿de qué manera? Hecha la reflexión, pensó que la audición de uno de sus más bellos fragmentos de su repertorio sería de su gusto.
Un día, tal vez la víspera de su partida, se presentó ante la puerta o en el patio del hospital, en compañía de algunos amigos, músicos como él, y tocó una serenata que puso en movimiento de militares en convalecencia. Impresionada por esta delicada atención, la Hermana Rutan dejó por un momento sus ocupaciones, dio la pieza a los artistas y, para relajarlos un poco de sus fatigas, les ofreció unos refrescos. No había en ello más que un acto de la más elemental educación; se vio en ello un crimen. Los demagogos de Dax no perdonaban a la Hermana la veneración común con la que la rodeaban.
La indignación fue grande en el club de los Barnabitas cuando se refirió la conducta incalificable de la superiora, culpable, se decía, de “haberse abandonado al placer y abandonado a los hermanos de armas mutilados por defender la patria”. Se imponía un castigo ejemplar. El club envió delegados ante el comité de vigilancia para acusar a la Hermana Rutan de haber, “por su incivismo tratado de corromper y retardar el espíritu revolucionario y republicano, de los militares en tratamiento en el hospital, de actuar como aristócrata desde el principio de la Revolución, por fin de ser sospechosa a los revolucionarios de la ciudad. Incívica y sospechosa, ¿cómo no lo habría sido a los ojos de sectarios rencorosos que veían en el movimiento revolucionario un movimiento esencialmente antirreligioso y hacían de las personas dedicadas a los intereses de la Iglesia otros tantos enemigos de la Revolución? En cuanto a la acusación de aristocracia, es extraño que se hayan atrevido a dirigirla contra la hija de un trabajador de la piedra, contra una mujer que devorada por la noble llama de la dedicación, se había consagrado al servicio de los pobres toda su vida y todas sus fuerzas. ¿Qué tenían que reprocharle? ¿Sus relaciones con los aristócratas? Pero si no lo ignoraban, sus relaciones no tenían otro sentido que el deseo de recoger las limosnas para dos necesitados. Por lo demás, ¿qué importaba la verosimilitud a unos acusadores instruidos de antemano que no se les pediría la prueba de sus acusaciones?
Dócil a los mandatos del club de los Barnabitas, el comité de vigilancia envió a la Hermana Rutan a prisión y mandó precintar sus papeles.
Esta es su declaración, con fecha del 24 de diciembre de 1793: “El año II de la República una e indivisible y el 4º de nivoso, el comité de vigilancia del municipio de Dax, reunido en asamblea en el lugar ordinarios de sus sesiones, se ha admitido una diputación de la sociedad popular y montañesa del municipio de Dax, la cual diputación ha llegado a denunciar a la señora Rutan, superiora del hospicio de beneficencia de esta comuna de Dax, como habiendo, por su incivismo, tratado de corromper y retardar el espíritu revolucionario y republicano de los militares que iban a este hospital para ser cuidados, como siendo notoriamente reconocida aristócrata desde los comienzos de la Revolución, como siendo, en una palabra indigna de desempeñar las funciones humanas y beneficiosas que se deben a los hombres libres, dignos bajo todos los aspectos de la gratitud pública, vista la escasa confianza de que disfruta entre los revolucionarios de la ciudad, común.
“El comité, teniendo en cuenta la denuncia justamente fundada contra la Hermana Rutan, reconocida desde hacía tiempo como incivil y contraria a los principios de la Revolución y denunciada además por la voz del pueblo:
El comité decreta que la Hermana Rutan será transferida inmediatamente a la causa de reclusión de los Carmelitas a la espera de que dicho comité ordene otra cosa, que dos de sus miembros se trasladarán de inmediato a la celda de la Superiora Rutan y allí firmarán los papeles, efectos y demás correspondencia, y delegado a este efecto a los ciudadanos Laniscart y Latour;
“Decreta que la Hermana Marguerite, más antigua de edad, siga encargada y responsable de la dirección del hospital, de los cuidados y socorros necesarios a los enfermos, y en general de todos los efectos, ropas, etc., pertenecientes a la casa, y esto provisionalmente;
“Decreta también que conocimiento del presente decreto y de los motivos que han dado lugar será comunicado mañana a los representantes del pueblo, en el departamento, al Directorio del distrito y a la municipalidad, como a la sociedad popular, a fin de que, de acuerdo con dicho comité de vigilancia, se proceda a continuación a reemplazar a dicha Hermana Rutan”.
La conducta que tuvo la Hermana Rutan con Raoux y sus amigos no podría justificar la indignación que demostraron contra ella los miembros del club de los Barnabitas y las medidas tomadas por el comité de vigilancia. La superiora abandona momentáneamente su trabajo para escuchar, agradecer y felicitar a músicos venidos a cumplir con una deuda de gratitud; ella les distribuye refrescos y, antes de dejarlos partir, les da unas monedas. Le habían correspondido con una gracia; y ella respondía educadamente y con generosidad.
Toda persona bien educada habría obrado igualmente; y sin embargo, se denuncia a la Hermana Rutan y, antes de todo examen de los hechos, la encarcelan. Ah, si la serenata hubiera sido para un patriota de republicanismo iluminado, nada mejor, para saciar este, en un momento de entusiasmo, a los artistas y poner en sus manos una gran suma de de dinero. Pero se trataba de una Hija de la Caridad, fiel en la práctica de la religión en la que ella habían nacido, rodeada de la estima y de la veneración comunes, de una inteligencia y de una entrega que engrandecían cada día su influencia, capaz en fin de no haber dado un solo paso hacia delante hacia la Revolución y de retrasar con sus ejemplos y sus consejos la ruina de la religión, que los revolucionarios habrían querido consumar sin tardar.
¿Esperarían, desde entonces, que el robo de sus papeles traería el descubrimiento de escritos bastante comprometedores para atraer sobre su cabeza los peores castigos? Es posible. Ellos se regocijaban ante la idea de que los rebuscadores pondrían quizá la mano en libros de piedad, de hojas de oraciones, medallas, cartas íntimas, donde la Hermana habría manifestado libremente los sentimientos de horror que le inspiraban los hombres del día y las medidas revolucionarias.
La Hermana Rutan recibió sin sorpresa la noticia de su arresto; después de decir a sus queridos enfermos y a sus dignas colaboradoras un adiós que sin duda ella creía el último, ella se dirigió a la prisión de los Carmelitas, feliz de sufrir por la causa de Jesucristo. Su partida sumió a toda la población de Saint‐Eutrope en un triste espanto; la pérdida de una madre hubiera hecho derramar menos lágrimas. En el uso de la libertad, la Hermana Rutan apreciaba ante todo el ejercicio de la dedicación, la facultad de hallarse en la cabecera de la cama de los enfermos, servirlos, llevar a su dolor algún alivio. Otras sufrían espionaje odioso que, en estos tiempos de terror los miembros de los clubes y de los comités organizaban en torno a personas sospechosas; poco le importaba, a ella, ser vigilada por sus enemigos, mientras la dejaran en su puesto, de caridad. Condenándola a la ociosidad, el comité de vigilancia quitaba a esta naturaleza, ávida de gastarse, uno de sus mayores consuelos. Es verdad, ella podía rezar todavía y nadie era bastante poderoso para impedírselo. Sigamos a la Hermana Rutan en la prisión de los Carmelitas. Las precauciones más severas se habían tomado contra toda tentativa de evasión. Un cierto número de carceleros tenían bajo su responsabilidad personal la custodia de los prisioneros, cuyos apellidos, nombres y sobrenombres estaban inscritos en un registro numerado y rubricado por el presidente del comité de vigilancia. Un piquete de diez guardas nacionales vigilaban permanente las puertas, que estaban cuidadosamente cerradas.
Los miembros del comité de vigilancia sometían a los prisioneros a la estrechez de un reglamento minucioso, que las personas de la alta aristocracia o de la burguesía debieron encontrar muy penoso. La Hermana Rutan pudo dar satisfacción, como en comunidad, a sus gustos por la pobreza, la obediencia y la mortificación. Un lecho, una mesa, dos sillas de gabinete y algunos objetos de uso diario constituían el mobiliario de cada prisionero. La platería, la porcelana todo lo que sonaba a lujo estaba formalmente prohibido. Salvo el caso de enfermedad bien constatada, el acceso de la prisión estaba negado a los criados y a las doncellas.
Las comunicaciones con el exterior llamaron sobre todo la atención de los rígidos legisladores. Los parientes, los aliados, aquellos a quienes llamaba un asunto de interés, los únicos que podían visitar a los detenidos; y entonces se necesitaba el permiso escrito de tres miembros del comité. Las cartas mismas estaban sometidas a la censura; debían pasar el examen del comité antes de entregarlas al destinatario.
La alimentación fue, como la correspondencia, el objeto de prescripciones rigurosas. Durante los trece días que siguieron a las encarcelaciones del 5 brumario, se había permitido a los criados llevar víveres a la celda de sus amos; pero estas entrevistas privadas podían presentar inconvenientes se determinó, el 18, que en adelante los prisioneros irían ellos mismos a buscar en la conserjería las provisiones que les eran destinadas. Hasta el mes de marzo de 1794 no se había tenido en cuenta la calidad y la cantidad de los alimentos que les preparaban en el exterior. Los platos delicados que algunos detenidos se hacían servir, constituían, a los ojos del austero Pinet, un ataque grave al principio de la igualdad republicana. Estos escándalos pedían una represión; el representante del pueblo no se perdió esta nueva ocasión de ser desagradable con los aristócratas y los fanáticos. Para poner un término a lo que llamaba los gastos escandalosos y lujo de hombres perversos, justamente alcanzados por el rayo nacional, mandó que el menú de cada comida estaría compuesto de esta manera: media libra de carne de buey o de cordero, tres cuartos de libra de pan y las legumbres estrictamente requeridas para el potaje.
Pinet, siempre atento a explotar la bolsa de los aristócratas, decidió que el sueldo de los guardas y de los carceleros sería pagado por los detenidos; esta medida ingeniosa le permitía multiplicar el número de los detenidos sin tener que preocuparse por la insuficiencia de los fondos públicos.
Mientras que la Hermana Rutan encontraba en sus momentos libres de la prisión unirse con Dios durante oraciones más largas y más fervientes, el comité buscaba con ardor pruebas de su culpabilidad. Recogieron de su despacho todos los papeles que había, escritos o no de su mano. Había allí, si hemos de dar fe a las actas de acusación, panfletos aristocráticos, fanáticos y más contrarrevolucionarios unos que los otros, y cartas infames que mostraban en ella a una persona animada de principios desorganizadores de los ejércitos. Los reglamentos hacían a la Superiora del hospital depositaria de los escritos dejados por los enfermos, que morían en el hospital, con el deber de transmitirlos a las familias‐28; ella no era pues responsable de su contenido; poco importa, todo se le imputó.
A los dos días, un individuo de nombre Bouniol se presentaba ante el comité y le informaba en su lenguaje incorrecto que, “hablando con un soldado nacional que estaba en el hospital, este le dijo que todas las Hermanas eran unas granujas aristócratas, corrompiendo a los soldados, que les predican para que vayan a la Vendée (contrarrevolucionarios), les hacen bailar y cantar canciones diabólicas y les dan dinero”. Y vemos cómo, bajo el imperio de la pasión antirreligiosa, un soldado cuidado por las Hermanas, sino a él mismo, disfraza el incidente tan sencillo al que había dado lugar la serenata de Raoux. Una palabra de agradecimiento se convierte en un compromiso con la deserción, la audición de un concierto una excitación a la danza y a cantos infames, la oferta de una moneda una tentativa de corrupción. Los términos mismos en los que la acusación estaba formulada habrían debido mostrar a los jueces improvisados del comité de vigilancia qué poca confianza merecían las palabras del acusador. Pero su juego estaba hecho. Creen en la palabra de Bouniol, o al menos obran como si tuvieran plena confianza en él. Bouniol no había sido personalmente testigo de los hechos que denunciaba; refería las palabras de un soldado. Bueno pues, nunca fue interrogado el soldado; en ninguna parte, en efecto, se cita su testimonio; en ninguna parte, en la lista de las piezas que los miembros del comité tuvieron en sus manos, se trata del proceso verbal del interrogatorio que hubiera tenido. ¿Se comprendería este silencio, si el interrogatorio hubiese tenido lugar? Se lo comprendería en particular por parte de la gente que juzgan útil dar palabra por palabra lo dicho por Bouniol?
Si para una causa cualquiera, la veracidad del acusador no pudiera ser controlada, hubiera sido justo no añadir ninguna fe a la afirmación, de por sí inverosímil, de un exaltado como Bouniol, una vez que se apoyara en un testimonio que no se podía verificar.
Inútil de insistir aquí en lo que tiene de pueril la acusación relativa a las danzas y a los cantos diabólicos.
Los pretendidos actos de soborno no deben tomarse más en serio: “Si estas prácticas de seducción por dinero hubieran tenido carta de sistema en el hospital de Dax, escribe Dompnier de Sauviac, parece que se habría encontrado al menos un soldado que hubiera llegado a deponer que se habían realizado con él mismo”. ¿Es acaso verosímil que las Hijas de la Caridad, ya sospechosas como tales, hayan llevado la imprudencia hasta el punto de aconsejar a soldados, que no conocían, abandonar el ejército de los Pirineos y emprender, al precio de mil peligros, el camino de la Vendée, y eso en una época en la que había que sopesar los actos y las palabras para no ser enviado a prisión o al cadalso? Esta historia de deserción, nacida de la gratitud que Raoux había demostrado a las Hermanas, consolidada tal vez por descubrimiento de objetos de piedad en uso en el ejército vandeano, se debe rechazar en el dominio de las leyendas. El comité de vigilancia escribía a los representantes del pueblo, el 4 nivoso año II (24 de diciembre de 1793), día en que la Hermana Rutan fue conducida a prisión:
“Un hombre Hourquillot, protegido por un miembro de la administración de las Landas, que ha merecido cien veces la guillotina, ha sido sorprendido y arrestado ayer. ¿Qué creéis que hemos encontrado sobre este bandido? Un Sagrado Corazón de Jesús, parecido a los de la Vendée, reunión contrarrevolucionaria. Veamos, ciudadano representante, hechos que hablan”. Los hechos hablaron tan alto que, por este motivo, Hourquillot fue condenado a muerte. En las investigaciones operadas en casa de la Hermana Rutan, ¿se habría descubierto algún emblema de estos? Es posible. Sea como fuere, si Bouniol dijera la verdad, ¿por qué no castigar a todas las Hermanas ya que todas las Hermanas estaban acusadas del mismo crimen? Si mentía, ¿por qué castigar a la Superiora? El día en que él encarcele a las compañeras de la Hermana Rutan, Pinet se imaginará acusaciones groseramente fantasiosas; ¿por qué haber recordado el testimonio de Bouniol si hubiera creído que Bouniol no se equivocaba? En el fondo, en razón del bien que hacía alrededor suyo, la Hermana Rutan se había creado enemigos, envidiosos de la estima en que la tenían y celosos por las señales de veneración que se le rendían. Tal fue la verdadera causa de su condena.
El 26 nivoso (15 de enero de 1794), el comité de vigilancia le hizo sufrir un interrogatorio‐34, sobre cuyo tenor nos vemos lamentablemente reducidos a meras conjeturas. Resultaba fácil a la acusada probar su inocencia; pero cuando se le reprochó su apego a las creencias y a las prácticas religiosas, ella no pudo hacer otra cosa que defender la causa de la religión ultrajada y, de ahí, dar a sus jefes un arma para perderla.
El interrogatorio terminado, fue reconducida a la casa de los Carmelitas y de nuevo se cerraron sobre ella las puertas de la prisión. Fuerte por el testimonio de su conciencia, como los Apóstoles, se estimaba feliz por ser llamada a sufrir persecución por su divino Maestro. Sobre esta alma magnánima la debilidad no tuvo nunca presa; más fuerte por la desgracia, supo hallar siempre en su fe esta fuerza sobrehumana que hace los mártires. No dudando ya de la suerte que le estaba reservada, esperaba en una serena y muda resignación, las disposiciones del Cielo. Para elevar las largas horas de su cautividad, continuaba entre sus compañeras de cárcel su misión de caridad, consolándolas en sus penas, levantando sus pensamientos hacia Dios, prodigándoles, con una ternura de madre, todos los cuidados capaces de suavizar los rigores de su cautiverio.
El comité de vigilancia dirigió los documentos del los procedimientos al Directorio del distrito, que tras leerlos se los devolvieron el 18 pluvioso (6 de febrero), con estas cuatro palabras: “La ejecución de las leyes revolucionarias, ciudadanos, que se os ha confiado, no siendo más que los vigilantes, os devolvemos los documentos contra la señora Rutan para que pongáis la continuación necesaria a este procedimiento; vuestro celo y vuestro amor por la cosa pública aseguran a la administración que os conformaréis en todos los puntos a las leyes cuya ejecución se os ha confiado. Salud y fraternidad”.
Se trataba ya, como se ve, de infligir a la Superiora de Saint‐Eutrope penas especiales, más temibles que la prisión. El Directorio del distrito dejaba toda libertad de acción al comité de vigilancia; y por su parte, Pinet, ávido de sangre, estaba listo para favorecer el asesinato de la inocente víctima. Iba pronto a presentarse en Dax, pues la conducta de los detenidos, que parecían resignarse demasiado fácilmente a su suerte, pedía una represión.
Los presos de los Capuchinos hacían contra a mala fortuna buen corazón y soportaban estoicamente las privaciones inherentes al régimen de la prisión. Habían tenido el buen espíritu de comprender que, en la penosa situación en que se hallaban, lo más prudente era dejar pasar el tiempo y buscar en diversiones variadas un remedio al aburrimiento y al desánimo, que es con frecuencia su funesta consecuencia. Se asomaban a las ventanas que daban a la calle y, dirigiéndose a los transeúntes, exclamaban con un tono burlón: “Fuera de los Capuchinos, no hay salvación!”. Los miembros del comité de vigilancia no eran hombres a quienes gustaran estas chanzas inocentes, pero al pueblo, sí. Tenían, por lo demás, otras muchas contrariedades. La lista de los sospechosos recibía todos los días nuevos nombres y las prisiones, ya llenas, no podían recibir a un mayor número de cautivos.
¿Qué hacer? Se tuvo la idea de internar a las personas sospechosas de aristocracia o fanatismo en sus propias moradas, prohibiéndoles, bajo penas graves, salir de sus casas, pero esta medida no las aislaba suficientemente según los revolucionarios.
En estas perplejidades, el comité apeló a Pinet, que se presentó sin tardar en Dax el 27 o 28 de febrero de 1794. Al oír hablar de las diversiones de los prisioneros, no pudo contener la cólera. Su mente, siempre fecunda en expedientes contra los manejos de los que él llamaba los aristócratas o los fanáticos pronto encontró un remedio al mal. Hirió a unos en su bolsillo con impuesto forzado, a los otros en su alimentación, reglamentando el menú de cada comida; la construcción de una guillotina hizo comprender a todos que debían temer por su vida.
La última de estas declaraciones merece ser conocida.
“En nombre del pueblo francés, Los representantes del pueblo cerca del ejército de los pirineos occidentales y los departamentos circundantes, Considerando que uno de los medios más poderosos de hacer triunfar al pequeño número de los patriotas de la ciudad de Dax que, hasta hoy, han sido tan violentamente reprimidos por la aristocracia y el realismo de los malos ciudadanos, que son un número tan grande en esta comuna, es de mantener siempre pendiente sobre la cabeza de estos hombres perversos la venganza nacional y mostrársela pronta a caer sobre su cabeza culpable;
Considerando que, cuando las vías de dulzura se han empleado se han empleado sin éxito para mantener en la línea de la sumisión y de la obediencia a las leyes los malos sujetos, la salud de la cosa pública exige que se recurra a los medios de terror, que nada es más propio para congelar con espanto los corazones de estos hombres culpables, tan cobardes como perversos, como poner a sus ojos el instrumento terrible listo para golpear a los que la ley entregue a la justicia y a la venganza nacional,
Declaran:
“ART. 1. –Será construida en la comuna de Dax una guillotina; deberá estar perfectamente acabada en el espacio de dos décadas y será colocada permanentemente en el lugar más frecuentado por los aristócratas.
ART. 2. –Los fondos necesarios para la construcción de esta guillotina serán sacados de la caja del receptor del distrito, con mandatos dados por el Directorio, según el examen y la verificación hecha por él de las cuentas de los obreros proveedores.
ART. 3. –La administración del distrito se encarga de la ejecución del presente comunicado, que será impreso, publicado, fijado, enviado a los departamentos y a los ejércitos.
En Dax, el 11 ventoso, año II de la República francesa, una e indivisible. “Firmado: PINET mayor”.
Cuando la guillotina estuvo lista, Pinet la mandó instalar en la plaza Poyanne, delante del antiguo castillo fuerte, hoy demolido y reemplazado por un establecimiento termal y un casino.
“Esta antigua plaza de armas, escribe Dompnier de Sauviac, estaba entonces plantada de olmos y servía de cita a la alta sociedad de la ciudad, a los aristócratas, según Pinet. Se la puede imaginar en esta época, tal como era antes de rebajar el suelo y levantar tres escalones. A pesar de la presencia del instrumento de muerte, se paseaba Allí todas las tardes; no hacerlo hubiera parecido sospechoso. Un día, un miembro del comité de vigilancia forzó a una señora a pasar abajo por gentileza. Aunque se fingiera indiferencia, la vista de este gran objeto pintado en rojo, parecía siniestro de día; pero, de noche cuando los rayos pálidos de la luna se proyectaban, rotos por las ramas de los olmos, en sus grandes brazos, que se alargaban como sangrientos, su aspecto era horrible. Había en toda la plaza una especie de verberación de un rojo lívido, que invadía el alma y la congelaba. La gente retrasada huía cerrando los ojos; la mayor parte se desviaban para evitar ese deslumbramiento fúnebre”.
El mismo día en que se dio la orden de construir la guillotina, Pinet, que no podía perdonar a los prisioneros de los Capuchinos el inocente placer que encontraban en gritar desde las ventanas Fuera de los Capuchinos no hay salvación, decidió trasladarlos a Pau, donde reinaba un antiguo canónigo, el feroz Monestier del Puy‐de‐Dôme, cuyo recuerdo sangriento conservará por largo tiempo el pueblo bearnés. Esta medida tenía la doble ventaja de quitar a los todo contacto con la población de Dax y permitir la encarcelación de nuevos sospechosos.
Los prisioneros fueron dirigidos a Pau al día siguiente, 2 de marzo. Todos, sin excepción, debían hacer el camino a pie; les dejaban por todo bagaje una camisa y un pedazo de méture, pan de maíz, con que se alimentaban aún los campesinos landeses. Los parientes y los amigos siguieron un buen rato el lúgubre cortejo, con lágrimas en los ojos, maldiciendo en lo secreto de su corazón, el régimen tiránico que pesaba sobre Francia. En el número de los que debían hacer a pie el trayecto de Dax a Pau había ancianos y enfermos. A pesar de sus 78 años, serias debilidades que le hacían la marcha difícil, y las apremiantes solicitaciones de varios amigos, Jean‐Louis de Borda, antiguo alcalde de la ciudad y primo del sabio matemático de este nombre, no pudo obtener la autorización viajar en vehículo. “Si no puede andar, respondió brutalmente Pinet a los que le apremiaban, le ataremos a la cola de un caballo”.
La Hermana Rutan no dejó la prisión de los Carmelitas. “Víctima designada de antemano para el sacrificio, escribe, Dompnier, el silencio y el aislamiento que se produjeron en torno a ella después de la partida de sus compañeras no le arrancaron más que estas palabras: Veo que me han dejado para condenarme a muerte”. Tranquilamente resignada a su suerte, confiando en las promesas de su Maestro, sacó de su fe y el testimonio de su conciencia la fuerza que consuela y sostiene frente a las más duras pruebas.
Apenas evacuadas por los prisioneros enviados a Pau, las casas de los Carmelitas y de los capuchinos no iban a tardar en recibir a nuevos huéspedes; ese mismo día, Pinet les envió a ochenta.
Como se ve, el terrible procónsul no perdía el tiempo. Ante la energía republicana que desplegaba, el comité de vigilancia no cabía en sí de gozo. No pudo resistir al placer de dar a Roger Ducos, miembro de la Convención, noticias de lo que pasaba en Dax. “La aristocracia había asomado la cabeza en el municipio de Dax y municipios circundantes; el agiotaje había vuelto según sus cálculos infames, el fanatismo sacudía sus antorchas ardientes; y varios intrigantes coaligados con gorro rojo y portadores de medallas de los de los revolucionarios, habían sembrado la división en los espíritus, el desorden en nuestra sociedad; y las autoridades constituidas, porque estaban compuestas de lo que los agiotistas llamaban extranjeros, eran calumniadas en sus operaciones. Los que trabajaban en buscar nuevas disensiones en el municipio de Dax se enorgullecían por la impunidad. Sus parientes, sus amigos, sus partidarios, que hemos hecho recluir, debían salir, tener su libertad y ocupar el lugar de los republicanos que los habían golpeado en nombre de la ley y según sus disposiciones.
“Los representantes del pueblo, Pinet y Cavaignac, han sido instruidos de las nuevas revueltas que amenazaban al municipio de Dax; se han puesto de acuerdo en los medios que tomar; y el montaraz Pinet, firme pero sensible, el severo pero justo Pinet llegó; y todo volvió al orden.
“La sociedad popular, donde se habían instruido muchos aristócratas de gorro rojo, muchos ambiciosos que se decían patriotas, ha sido suprimida; un núcleo de doce revolucionarios ha ocupado su sitio; y este núcleo no recibirá en su seno más que a ciudadanos probados y en quienes no se ha descubierto ninguna mancha política.
Los reclusos y reclusas en las casas hasta ahora Capuchinos y Carmelitas, que maquinaban en estos retiros el arrepentimiento con los malévolos del exterior, que decían Fuera de los Capuchinos, no hay salvación! han sido transferidos al municipio de Pau. Cerca de ochenta de sus cómplices en aristocracia, en malevolencia, en agiotaje han ocupado su lugar; todo lo que era marqués o marquesa, barón o baronesa, noble, acaparador, agiotista, fanático, peligroso, intrigante, ambicioso ha sido encerrado y todos estos individuos a silbar a la vía.
Y esa es la justicia nacional satisfecha con respecto a sus personas, y esto es lo que da satisfacción también, rebuscar en las bolsas de los aristócratas ricos; una tasa de guerra ha sido impuesta por una disposición del ciudadano Pinet, representante, y esta tasa es de
1.030.000 libras; esta tasa alcanza a todas las clases de enemigos de la patria en proporción de su fortuna. Esta medida ha ido precedida de una visita domiciliaria para descubrir los acaparamientos de oro y de plata, de moneda de billón y de vajilla de plata; estas visitas se han hecho de noche con la fuerza armada y al mismo tiempo. Los resultados de estas otras medidas están bajo sello, y sin duda, irán a incrementar el tesoro público.
El representante del pueblo, Pinet, no se ha quedado en Dax más que tres días y ha trabajado día y noche; ha arrestado a más de veinte y todos ha sido cubiertos de los aplausos del pueblo…”.
Uno de estos detenidos arrancaba del hospital a las Hijas de la Caridad que se entregaban al servicio de los enfermos y las enviaba a la prisión de los Carmelitas. ¿Quién podía prometerse hallar gracia delante del rencoroso y salvaje Pinet? Hay que leer las elucubraciones de este sectario impío contra pobres mujeres sin defensa; es, sin duda, una de las páginas más odiosas de la literatura revolucionaria; veámosla por completo:
“En el nombre de la República francesa,
Los representantes del pueblo cerca del ejército de los Pirineos occidentales y departamentos circundantes,
Según las quejas multiplicadas que los ciudadanos hacen estallar por todas partes contra las hasta ahora Hermanas de la Caridad, actualmente agregadas al hospital de la ciudad de Dax, que manifiestan en su conducta, sus palabras y sus acciones la aristocracia más pestilente, el fanatismo más peligroso, la superstición más vergonzosa,
Considerando que estas mujeres culpables, unidas a principios espantosos, se permiten las más crueles vejaciones sobre los ciudadanos patriotas que llevan al hospital, que es sobre todo contra los bravos defensores de la patria contra quienes tienen la audacia de ejercitar su rabia aristocrática, que llevan por su parte los malos tratos hasta el punto que nuestros valientes guerreros heridos o enfermos no ven sino con terror su destino fijado para el hospital de Dax, donde se les asegura encontrar, en lugar de los cuidados que les son debidos, la despreocupación y hasta el desprecio de unas arpías que, de esa manera, conducen a la muerte a republicanos preciosos cuya enfermedad o las heridas habrían sido curadas perfectamente,
Considerando que el interés público, la humanidad y el agradecimiento debidos a los defensores de la patria reclaman a voz en cuello a favor de estos soldados valientes cuya sangre ha corrido combatiendo por la libertad y la igualdad, que es necesario quitarles a estas mujeres culpables, vengarlos golpeándolas y sustituyéndolas por ciudadanas, cuyo civismo, los principios de humanidad y de fraternidad, el celo, la vigilancia y actividad pueden prometer a nuestros intrépidos guerreros las intenciones y los cuidados paternales que vierten sobre las llagas un bálsamo saludable y que devuelven con mayor seguridad la vida que los remedios más eficaces.
“Disponen:
“Las Hermanas de la Caridad encargadas actualmente del hospital de Dax, con excepción de la ciudadana Marguerite, quedan destituidas; serán inmediatamente puestas en estado de arresto. Comisarios nombrados por el comité de vigilancia examinarán sus papeles y efectos y pondrán aparte todo lo que les parezca sospechoso.
» ART. 2. ‐ Las hasta hoy Hermanas destituidas por el presente decreto serán reemplazadas por las ciudadanas cuyos nombres van a continuación: Colly, de Dax; Poulette Lareillet, de Habas; Lareillet menor, de Habas ; Castaignet, de Dax ; Jeanne Giron, de Dax.
» ART. 3.‐ estas ciudadanas estarán bajo la inspección de la administración del distrito, que velará con su solicitud ordinaria para que cumplan con exactitud y vigilancia las funciones que les son confiadas.
“ART. 4. –La presente disposición será impresa, publicada, fijada, enviada a los departamentos y al ejército.
“En Dax, el 11º de ventoso, el año II de la República francesa, una e indivisible”.
» Signé: PINET aîné47 ».
El decreto en que Pinet acusa tan impúdicamente a las Hermanas lleva por fecha el 1º de marzo de 1794. Volvamos al mes de junio de 1792. Las Hijas de la Caridad acusadas de robo son amenazadas con expulsión. El Directorio del departamento prescribe una investigación y envía al lugar a Noel¨ Batbedat. El comisario examina, interroga y redacta un informe lleno de elogios hacia ellas a quienes había calumniado; los soldados heridos, las mujeres enfermas se glorían por igual de la dulzura y humanidad de sus caritativas enfermeras; los administradores, en el número de los cuales se hallaban el obispo constitucional y su vicario general piden, por unanimidad, la continuación de las Hermanas, cuya ausencia, dicen, comprometería los intereses de los pobres. El Directorio del departamento aprueba las conclusiones de su delegado y deja a las Hermanas con los enfermos. Estas mismas Hijas de la Caridad, tan entregadas en 1792, ¿merecerían pues los reproches que Pinet les dirigía en 1794? No; una transformación tan extraña no es solamente inverosímil; es desmentida por los propios revolucionarios. Menos de una año después del decreto de encarcelamiento de las hermanas, se buscaba para el hospital a personas capaces, por su celo y su conducta conocido, de dar sus cuidados a los enfermos: Marie Chânu, Félicité Raux et Sophie Charpentier, apenas salidas de la prisión, ofrecen sus servicios; se hace una encuesta y, vistos los informes, Monestier de la Lozère, representante del pueblo, el Directorio del Distrito, los administradores y el agente nacional los aceptan con agradecimiento. Este es el caso que se hacía, en enero 1795, de los motivos que había adelantado Pinet en 1794, para legitimar el encarcelamiento de las Hermanas! Tales son esas que Pinet trata de arpías. En el mandato de arresto lanzado contra las seis Hijas de la Caridad del hospital, el representante del pueblo se muestra lo que él es: pérfido, hipócrita, mentiroso impío, capaz de arrojar a la cara de las personas cuyas ideas políticas o religiosas no comparte las acusaciones más inverosímiles y grotescas para motivar las penas las penas arbitrarias que quiere infligirles.
La Hermana Marguerite Nonique se quedó sola en el hospital. ¿Por qué este favor?¿Había tenido la debilidad de pagar tributo a la Revolución? De ninguna forma. Habría sido soberanamente torpe cambiar de un solo golpe el personal entero de las enfermeras y reemplazarlas por mujeres novicias en el oficio. El mantenimiento de la Hermana Nonique, que dirigía el hospital desde la condena de la Hermana Rutan, se imponía en este título. Quizá también se le perdonara la estancia en la prisión a causa de sus debilidades que, en menos de dos años, debían conducirla a la muerte.
Las cinco personas llamadas, el 11 ventoso, al puesto de enfermeras, no podían hacer por sí solas el trabajo de seis Hermanas encarceladas. Pinet les añadió, el mismo día, la ciudadana Duboucher‐Destouche, por un nuevo decreto en que las Hijas de la Caridad son tratadas todavía de mujeres fanáticas. La ciudadana Duboucer‐Destouche, ya de edad, no estaba en situación de llevar la vida penosa de enfermera; enferma también, necesitaba cuidados; era incapaz de darlos. Se excusó, y el Directorio del distrito supo comprender y aprobó estas razones. Las damas patriotas, tal era el nombre dado a las reemplazantes de las Hermanas, no pudieron olvidar a las Religiosas desaparecidas; no tenían ni su habilidad, ni su experiencia, ni su dedicación, ni su espíritu de orden y de economía. La ciudadana Colly, su directora lograba difícilmente hacerse obedecer; necesitaba infinitamente tacto para no herir a sus subordinadas, que denunciaron más de una vez su proceder a la administración del distrito, y a los representantes del pueblo.
Durante ese tiempo, Sor Rutan esperaba en su prisión la hora del martirio; había hecho cristianamente el sacrificio de su libertad; Dios quería que hiciera también el sacrificio de su vida; lo hará sin dolor, con le misma resignación y el mismo valor.
CAPÍTULO V: EL PATÍBULO
INSTITUCIÓN DE UNA COMISIÓN EXTRAORDINARIA. SUS OPERACIONES EN LAS LANDAS. RIGORES PEDIDOS POR EL COMITÉ DE VIGILANCIA CONTRA LA HERMANA RUTAN. LLEGADA DE LOS REPRESENTANTES DEL PUEBLO Y DE LA COMISIÓN EXTRAORDINARIA A DAX. JUICIO Y EJECUCIÓN DE SOR RUTAN. INVESTIGACIÓN SOBRE LA DESAPARICIÓN DE SUS EFECTOS. HOMENAJE DE LA ADMINISTRACIÓN DEL HOSPITAL A SOR RUTAN.
(3 MARZO 1794 ‐ 9 ABRIL 1794).
PINET se marchó de la ciudad de Dax con la intención bien decidida de volver pronto y poner en funcionamiento la guillotina, cuya construcción acaba de decretar. Apenas de regreso de Bayonne, estableció, a imitación de lo que se hacía en otras partes, una Comisión extraordinaria, especie de tribunal militar, al que confió el poder de juzgar las causas relativas a la deserción , a la traición y a la emigración, y dio como contraseña a los que la componían actuar enérgica y rápidamente. En la práctica, Pinet se olvidó que había limitado las atribuciones de la Comisión, de la que deseaba servirse para suavizar sus odios y difundir arbitrariamente el terror.
En la noche del 19 al 2º de febrero de 1794, cuarenta y siete Vascos cruzaron la frontera y no volvieron a aparecer. Pinet multiplicó las medidas de rigor; devastó varios pueblos, encerró a sus habitantes en espantosos calabozos o los dispersó por los departamentos vecinos. Su cólera no estaba aún apagada cuando recibió una carta, obra de un falsario, que le brindaba la ocasión de venir a ejercer de nuevo su venganza en las Landas. El 27 ventoso (17 de marzo), escribió al comité de la salud pública: “La medida del internamiento de los Vascos continúa en vigor y esperamos llegar al fin a purgar a este desdichado país, adquirido en España por el oro y los sacerdotes y que le proporcionan un semillero de espías, que la hacían poseedor de nuestros planes de operación mucho antes que nosotros, las misiones que ejecutar. Os enviamos, ciudadanos colegas, la copia de una carta que os va a hacer rechinar de horror; es un plan de contrarrevolución bien urdido, bien concertado en un departamento que bordea nuestras fronteras, en el departamento de las Landas. Esta carta está escrita a un abate emigrado, llamado Juncarot, por un funcionario del distrito de Saint‐ Sever; en el primero se refugian nuestros desertores, que son tolerados por la municipalidad, sostenidos, animados y dispersados por los nobles y los sacerdotes…La guillotina va a funcionar; solo purgando la tierra de los nobles, de los sacerdotes y de los fanáticos, nuestros enemigos sempiternos, gozaremos de la paz y de la felicidad”.
La guillotina funcionó, según la expresión cínica de Binet(¿). Funcionó primero en Saint‐ Sever: donde los jefes supuestos del complot denunciado por la carta del 27 ventoso fueron castigados con la muerte, luego en Tartas, donde dos sacerdotes derramaron su sangre por la fe, por fin en Dax. El comité de vigilancia, advertido de la próxima llegada de la Comisión extraordinaria, escogió de antemano a sus víctimas. Las selecciono de entre todas las clases de la sociedad, entre los nobles, los sacerdotes juramentados y no juramentados, los religiosos, y el pueblo llano. Se necesitaban ejemplos; se necesitaba que los refractarios y los tibios aprendiesen por medio de hechos propios a impresionar fuertemente la imaginación qué peligroso era preferir el fanatismo y la aristocracia a la Revolución.
El 8 germinal, la conducta de la Hermana Rutan fue sometida a una investigación o más bien a una especie de investigación, que no reveló ningún cargo nuevo, seis días después, el comité de vigilancia disponía que su nombre se colocaría en la lista de las personas propuestas para la guillotina.
“El 14 germinal, el año II de la República, una e indivisible,
“Los miembros que componían el comité de vigilancia, reunidos de la forma ordinaria,
“Vista la denuncia hecha por la Sociedad popular de la comuna de Dax contra la Hermana Rutan hasta el momento superiora del hospital de beneficencia de esta comuna, del 4 nivoso último, que declara que la Hermana Rutan emplea todos los medios para corromper a los bravos defensores de la patria que están enfermos en el hospital y que ella es además incívica,
“Visto el decreto del presente comité de dicho día 4 nivoso, informando que la dicha Hermana Rutan será a continuación llevada a la casa de reclusión y se estamparán los sellos en sus papeles,
“Visto el verbal del levantamiento de los sellos y verificación de los papeles de dicha Hermana Rutan, del 6 del mismo mes,
“Visto la declaración, en forma de denuncia dada por el ciudadano Bouniol contra dicha Hermana Rutan, del 8 del mismo mes, declarando que, en conversación con un soldado nacional que estaba en el hospital, este le dijo que todas las Hermanas eran unas granujas de aristócratas, corrompiendo a los soldados, que ellas les predican para que vayan a la Vendée, que los hacen bailar y cantar canciones diabólicas y les dan plata,
“Visto el verbal de la visita de los apartamentos que ocupaba la dicha Hermana Rutan en dicho hospital, constatando las sumas que tenía en bolsa, dicho verbal con fecha del 13 del mismo mes,
“Visto el interrogatorio, realizado por el comité, de dicha Hermana Ruta, el 26 del mismo mes
“Visto la investigación hecha por dicho comité contra dicha Hermana Rutan, 8 de germinal,
”Vistas por último las cartas y panfletos infames y de verdad contrarrevolucionarios hallados en los papeles de dicha Hermana Rutan, que hacen justamente presumir que está animada de los principios desorganizadores de los ejércitos;
“Considerando que dicha Hermana Rutan está avisada de haber empleado medios de seducción, sea en palabras sea dando dinero a los bravos defensores de la patria a quienes han traído al hospital unas heridas honrosas, a fin de comprometerlos a unirse a los bandidos de la Vendée y volver las armas contra la patria,
“Considerando que dicha Hermana Rutan ha sido avisada de haber mantenido correspondencia y relaciones criminales con parientes del tirano de Austria, que incluso ha favorecido el paso a esta comuna de un personaje que se tenía por príncipe de Alemania, aliado con el emperador,
“Considerando que los delitos imputados a dicha Rutan merecen, no solo la pena de reclusión, sino también penas infamantes y aflictivas decretadas por las leyes,
“Dispone que se enviará copia del presente decreto al agente nacional en el Directorio del distrito de Dax, así como el proceder instruido contra dicha Rutan, con declaración que dicha Rutan está en la casa de reclusión de los Carmelitas de esta comuna a vuestra disposición”.
El comité de vigilancia destaca dos quejas: consejos dados a los soldados de pasar del ejército de la República al de la Vendée y relaciones ilegales con príncipes de la casa de Austria. Produce sorpresa ver sobre qué débil fundamento se apoya la primera de estas acusaciones, sugerida por la sola deposición de Bouniol. Si los miembros del comité se hubieran tomado la pena de interrogar al soldado cuyas palabras pretendía referir Bouniol, mención del proceso verbal de este interrogatorio constaría en la lista de los documentos que dicen tener a la vista, Existe la encuesta del 8 de germinal; pero en esta fecha, los registros de entrada y de salida dan fe de los noventa y cinco soldados que estaban en el hospital el 8 nivoso, día en que Bauniol vino a denunciar a las Hermanas, no quedaban más que dos; los demás habían regresado al regimiento, se habían muerto, o habían obtenido la autorización de volver a casa. Si el comité de vigilancia hubiera trazado realmente el plan de recoger el testimonio tan importante del soldado que había informado a Bauniol, no habría esperado al momento en que, según toda probabilidad, este individuo no estaría ya en Dax. Inútil insistir más en las pretendidas invitaciones a la deserción; llegamos a la segunda queja.
El comité de vigilancia acusa a la Hermana Rutan de haber intercambiado cartas con parientes del emperador de Austria y favorecido del paso a Dax de un personaje tenido por príncipe de Alemania, aliado con el emperador. Según el acta de condena a muerte, que se reproducirá más tarde, estos parientes del emperador de Austria y este príncipe de Alemania serían uno solo y mismo personaje, Louis Géris de Lorraine, pariente del emperador de los Romanos, con el cual la Hermana Rutan habría hecho una comida en Pouillon.
¿Qué pensar de informaciones tan precisas? ¿Estaríamos todavía frente a una invención, nacida de la malevolencia? No se podría dudar. Las genealogías más completas y más serias de la casa de Lorraine, no presentan, en ninguna época, el nombre de Louis‐Géris. La primera casa de Lorraine, representada únicamente por mujeres, se convirtió en casa de Lorraine‐ Anjou. En la época de Carlos el Temerario, no había ya, por el mismo motivo, más que la casa de Lorraine‐Vaudémont, a la que pertenecía François de Lorraine, esposo de María Teresa y emperador de Austria. La rama principal de los Lorraine‐Vaudémont cesó desde entonces de ser francesa. François de Lorraine tenía cinco hermanos y siete hermanas. De los cinco hermanos ninguno dejó posteridad; todos, excepto tal vez el sexto, Charles, murieron jóvenes. Pasemos a las ramas laterales.
De los Lorraine‐Vaudémont salieron los Mercaoeur y los Guise, de los Guise los Mayenne, los Aumale y los Elboeuf, de los Elboeuf los Harcourt, los Lillebonne y los Armagnac‐Brienne. En 1789, una sola rama, la de los Armagnac‐Brienne, tenía representantes. A ella se unen los príncipes de Marsan, que se extinguieron en 1782 con Camille‐Louis de Lorraine, príncipe de Marsan, marqués de Puyguilhem, conde de Pontgibau y barón de Saint‐Barthélemy, nacido en París el 19 de diciembre de 1725. Charles‐Louis de Lorraine, príncipe de Lambesc y conde de Brienne, que pertenecía a la rama principal de los Armagnac‐Brienne, se casó tres veces; la tercera unión fue la única fecunda. De Louise‐Julie‐Constance de Rohan‐Montauban, tuvo hijas e hijos, Charles‐Eugène y Joseph‐Marie, los únicos representantes masculinos de la casa de Lorraine en Francia al principio de la Revolución.
Charles‐Eugène de Lorraine, príncipe de Lambesc, conde de Brienne y duque de Elboeuf, nacido en París el 25 de septiembre de 1751, era gran escudero de Francia en 1761, coronel del regimiento de Lorraine en 1773 y mariscal de campo 1778.
El 12 de julio de 1789, fue encargado de disipar los grupos tumultuosos que invadían el jardín de las Tuileries. Le defección de los guardias franceses que pactaron con la multitud le puso en la obligación de dar marcha atrás y volver al campo. Sus tropas mataron a un anciano e hirieron a un joven. El comité de averiguaciones le hizo responsable y le citó ante los tribunales.
Como medida de prudencia, antes de esperar la sentencia de los jueces, que fue una sentencia de absolución, Charles‐Eugène se fugó a Alemania, donde su regimiento vino a unirse a él a principios de 1792. Sirvió en el ejército de los hermanos de Luis XVI, entró en Champagne con el ejército prusiano, la evacuó con é y entró en servicio en Austria, donde obtuvo grados de general mayor y de feld‐maréchal. Murió en Viena el 21 de noviembre de 1825.
Su hermano, Joseph‐Marie de Lorraine, príncipe de Vaudémont, nació el 23 de junio de 1759, llegó a maestre de campo de los dragones de Lorraine, partió al exilio antes del mes de julio de 1792 y fue, durante su emigración, general mayos al servicio de Austria. Como su hermano él no dejó posteridad.
¿Qué concluir de todos estos datos? Primero que Louis Géris de Lorraine no ha existido; luego que la presencia de un príncipe de Lorraine en Dax o en Pouillon durante el periodo revolucionario es absolutamente inverosímil. Charles‐Eugène y su hermano habitaban en París; se alistaron el servicio de Austria; ¿por qué ir para emigrar a las fronteras de España, donde no debían encontrar más seguridad que en las fronteras de países más vecinos de su domicilio y de la región a donde querían retirarse?
Los representantes del pueblo en misión en el suroeste cuentan al detalle, en su correspondencia oficial con la Convención o el Comité de salud pública, los sucesos de orden diplomático o demás relativos a España; en ninguna parte se habla de este pretendido viaje de un príncipe de Lorraine.
Ningún documento manuscrito, salvo el proceso verbal de las acusaciones contra la Hermana Rutan, ningún libro impreso, exceptuado uno, menciona este hecho. El autor que nos habla de ello y lo da por cierto es el abate Légé. Esto escribía en 1875: “Cossaune, en el proceso Rutan, había hablado de una comida aristocrática en Pouillon. Esta comida, como la de los Bascos en Itsassou, fue una grave imprudencia. Los amigos en Pouillon se permitieron palabras bastante ligeras contra los revolucionarios; juzgaron libremente los asuntos del tiempo olvidando que las paredes oyen y que la efervescencia de sus sentimientos no lograría en aquel momento nada contra los excesos del Terror. Un miserable, llamado la Bondad, vino a decir al distrito que los aristócratas se habían gloriado, en Popuillon, de beber en los cráneos de los patriotas al aniquilamiento de la República. La Superiora del hospital de Dax y el médico Grateloup estaban allí. Citaron a Grateloup y a su criada, Daudine Darjo”.
El abate Légé no dice de dónde ha sacado este relato: queda fuera de duda que no lo ha inventado. Todo nos induce a creer que ha consignado en confianza, sin verificar su exactitud, una tradición oral, nacida también de las imputaciones calumniosas lanzadas contra la Hermana Rutan y, durante un periodo de ochenta años, aumentada por la imaginación popular con detalles tan falsos como el fondo primitivo. Francia estaba en guerra con Austria y España desde el año 1792; y desde junio de 1793, gemía bajo el yugo intolerable de los terroristas. ¿Es verosímil que un príncipe aliado con la causa de Austria haya, en tales circunstancias, atravesado nuestro país y banqueteado en Pouillon en tan numerosa compañía? Si los hechos, suponiéndolos verdaderos, hubieran tenido el carácter de gravedad que les presta el abate Légéy, durante un periodo de ochenta años, aumentado por la imaginación popular con detalles tan falsos como el fondo primitivo.
La Comisión extraordinaria habría culpado a Margarita Rutan de encontrase en un banquete organizado en honor de un príncipe, sin acentuar, al menos con una palabra, los imprudentes apartes de lenguaje de los incitados? ¿Se habría contentado el comité de vigilancia con declarar, sin siquiera hacer alusión a la comida y a los discursos de Pouillon, que la Superiora de Saint‐Eutrope había favorecido el paso del príncipe a Dax?
Esto es lo que parece un poco extraño! Hay algo mejor. En ningún documento del dossier de Grateloup, cuya sangre enrojecerá el cadalso todavía húmedo por la de la Hermana, se hace mención de la pretendida comida. El acta de denuncia, el decreto de encarcelamiento, la declaración según la cual fue condenado a muerte, un relato contemporáneo de su ejecución y de las causas que le llevaron, el proceso verbal de la deposición de un anciano interrogado en 1862 por el alcalde de Dax, por último la historia de la Revolución en esta ciudad por Dompnier de Sauviac, que no es sobrio en detalles sobre Grateloup, se callan completamente sobre un hecho que constituiría por sí solo, contra el acusado de un cargo cien veces más apabullante que todas las demás quejas reunidas. Se le acusa de fanatismo, se le reprocha haber conspirado contra la libertad de la igualdad; se indignan de que se ha atrevido a conservar en su casa los retratos de Bailly, de Bergasse, de Lafayette, de Polignac y de Le Chapelier; y no se soplaría una palabra de la comida de Pouillon, donde, en compañía de varios aristócratas, reunidos alrededor de un príncipe sobre el asunto de emigrar, habría expresado él, o sus cómplices el pesar de no poder todavía beber el aniquilamiento de la República en el cráneo de los patriotas!
Esto es suficiente para arruinar por completo el extraño relato que el abate Légé ha cometido la torpeza de hacerlo suyo. Supongamos por un instante que un príncipe de Lorraine y la Hermana Rutan hayan cenado juntos en Pouillon. Esta comida no tuvo lugar ni antes de 1790, ya que no se comprendería de otra forma el reproche dirigido por el comité de vigilancia a la Hermana Rutan por haber favorecido el paso del augusto viajero a Dax, ni después de 1792, ya que a primeros de 1793, los príncipes de la casa de Lorraine, estaban, sin ninguna duda, en el extranjero. Di el hecho incriminado ocurrió entre 1790 y 1793, no se podía hacer con él la base de una condena; las leyes penales contra los cómplices de los emigrados no fueron, en efecto, votadas hasta el mes de marzo de 1793.
De todo lo que acabamos de decir, resulta, ‐¿se podría poner en duda? ‐ que la existencia de Louis‐Géris de Lorraine, el paso de un príncipe de esta ilustre casa en Dax durante el periodo revolucionario, la comida de Pouillon y las relaciones de la Hermana Rutan con el príncipe viajero, son otras tantas falsedades. Pues bien, a pesar de la brillante evidencia de las pruebas acumuladas, cuando se vio a los jueces de la Hermana Rutan declarar que ella ha confesado francamente su presencia en la comida de Pouillon, en compañía de Louis‐Géris de Lorraine, pariente del emperador de Austria, cuando se oye afirmar por aquellos que han saqueado sus papeles que estaba en correspondencia con ese príncipe, si no se está al corriente de las maniobras familiares en los comités de vigilancia y en las sociedades populares, que ponían cada día las mentiras y las falsedades al servicio del odio, le sorprende a uno tanto semejante descaro, que se pregunta, cómo a pesar suyo, si no habría algo de verdad en las alegaciones de los acusadores. Dompnier de Sauviac, un contemporáneo de la Revolución y una víctima de los revolucionarios que le tuvieron mucho tiempo encerrado en las prisiones de Mont‐de‐Marsan. Ha recibido igualmente en confianza las calumnias del comité de vigilancia.
No hubo, en realidad, ni confesiones arrancadas, ni cartas halladas. Lo sabemos por el Directorio del distrito que, según recordamos, había recibido el año II comunicación del procedimiento instruido contra Marguerite Rutan. Se lee, en efecto, con la fecha del 15 prairial (3 de junio 1795), en el proceso verbal de una deliberación firmada por varios miembros que se vuelven a ver al pie de los documentos del año II: “El municipio de Dax sentirá por mucho tiempo a una mujer virtuosa, una mujer a una mujer creadora del más bello establecimiento de hospitalidad que existiera en varios departamentos que, por carácter firme en una opinión religiosa, ha sido inhumanamente sacrificada por motivos cuya prueba está aún sin conseguir”. Lo sabemos también por el autor del Compendio, que escribía en 1796:
“No faltaba más que un pretexto para inmolarla; el pretexto mismo no se presentaba; se lo imaginaron; la acusaron de haber comido con una persona que emigraba”. ¿Será una sorpresa ahora que la Comisión extraordinaria se haya contentado con consignar en un registro el acta de condena a muerte de la Hermana Rutan y no haya creído deber, como lo ha hecho para otras víctimas, transcribir en todo el tiempo al menos una de las pretendidas cartas criminales que justificaban, se decía, la sentencia rigurosa dictada contre la acusada?
La declaración por la que el comité de vigilancia juzgaba a la Hermana Rutan digna de penas infamantes más duras que la reclusión, databa del 14 germinal (3 abril). ¿Es acaso pura coincidencia o consecuencia de esta medida? Ese mismo día, una Ursulina prestaba el juramento; era la primera religiosa que decaía. Al día siguiente, dos Clarisas y una Ursulina seguían su ejemplo. Del 19 al 26, la lista fue en aumento hasta cuatro nombres, que eran los de dos Ursulinas y de dos Clarisas.
Después de las sangrientas ejecuciones de Saint‐Sever y de Tartas, la Comisión extraordinaria emprendió el camino de Dax, adonde llegó el 19 germinal (8 de abril). Desde el día siguiente, mandó comparecer a Jean‐Eutrope de Lannelongue, párroco de Gaube, y a la Hermana Rutan. A la seguridad en el exilio del párroco de Gaube había preferido los peligros del apostolado en la patria. Compareció el primero y fue condenado a muerte en virtud de la ley que castigaba con la pena capital a los sacerdotes refractarios hallados en el territorio de la República. Después del sacerdote, la Hija de la Caridad. “Margarita Rutan compareció ante el tribunal, escribe Dompnier. Tras la lectura del proceder dirigido contra ella, la admitieron a defenderse. Ella respondió sin apurarse, sin titubeos, que los reglamentos del hospicio exigían que los papeles dejados por los militares fallecidos fueran guardados religiosamente para ser devueltos a sus familias, que ella no era entonces más que una sencilla depositaria de todos los que habían encontrado en su despacho. Estas palabras nos han llegado por un testigo digno de fe… Marguerite Rutan habó hasta el momento en que Cossaune la interrumpió con estas palabras: Nosotros estamos convencidos.
Los jueces desaparecieron para deliberar. El tiempo de redactar los motivos y dispositivos siguientes, ya habían vuelto a su sede. El presidente, con una voz gangosa, y diciendo siempre Routan por Rutan, pronunció el juicio siguiente:
“En el nombre de la República,
La Comisión extraordinaria, de sesión en Dax, ha emitido el juicio siguiente, al que han asistido los ciudadanos Cossaune, présidente, Dalbarade, Maury, Martin y Toussaint, miembros de dicha Comisión.
»Ha sido traída a la audiencia una mujer, la cual, a una interpelación del presidente, ha respondido llamarse Marguerite Rutan, de cincuenta y siete años de edad, nativa de Metz, en Lorraine, hasta ahora Superiora del hospital de la presente comuna.
“El presidente le ha dicho que estaba acusada de haber empleado medios de seducción bien con palabras, bien dando dinero a los valientes defensores de la patria, a los que las heridas honrosas han traído al hospital para comprometerles a unirse a los bandidos de la Vendée y volver las armas contra la patria, de haber mantenido correspondencias y relaciones criminales con parientes del tirano de Austria, y que se han encontrado en su despacho panfletos infames y contrarrevolucionarios.
“La Comisión extraordinaria, vista la denuncia hecha por la sociedad popular de Dax contra dicha Rutan, la investigación hecha por el comité de vigilancia y las respuestas de la acusada;
“Considerando que dicha Hermana Rutan, hasta ahora superiora del hospital de Dax, está convencida que en lugar de propagar los principios patrióticos a los voluntarios enfermos detenidos en dicho hospital, como debía según su puesto, solo les ha comprometido a la deserción ofreciéndoles dinero, dándoles incluso, según su propia confesión como mencionan los documentos entregados a la Comisión por el comité de vigilancia;
“Considerando además que se ha hallado en su despacho un gran número de panfletos aristocráticos, fanáticos y más revolucionarios, y más contrarrevolucionarios unos que otros, que ella no ha negado haber transcrito algunos con su propia mano y que ella estaba también en correspondencia con Louis‐Géris de Lorraine, pariente del emperador de los Romanos, con quien ella se ha arreglado para celebrar una comida en Pouillon;
“Dicha Comisión, conforme con la ley, que condena a la pena de muerte a todos aquellos que sean convencidos de haber atentado contra la seguridad general de la República, condena a dicha Hermana Rutan a la pena de muerte, confisca sus bienes a favor de la República, ordena que el presente juicio será al instante ejecutado en la plaza de la libertad de esta comuna, impreso y fijado en todos los sitios en que convenga.
“Juzgado los dichos día, año y mes ya citados.
“Cossaune, presidente ; H. Martin, juez ; P. DaIbarade, juez ; Toussaint, juez ; Maury, juez».
Los delitos que la Comisión extraordinaria sostiene contra la Hermana Rutan son los mismos que el comité de vigilancia le había reprochado: llamadas a la deserción, correspondencia y relaciones con un príncipe de Lorraine. Ella añade un tercero, los panfletos aristocráticos y fanáticos hallados en su despacho. En el estilo de la época, ‐los que han estudiado la historia de la Revolución lo saben bien‐ fanático significaba lo que significa en nuestros días clerical. Mientras duró la existencia oficial de la Iglesia constitucional, este epíteto se reservó a los partidarios de los no juramentados. Cuando todo culto fue abolido, fanatismo fue sinónimo de religión. Los panfletos fanáticos hallados entre los papeles de Marguerite Rutan serían unos libros de piedad, hojas de oraciones, en el número de las cuales habría que poner, según la tradición particular, conservada en varias familias, las letanías del Sagrado Corazón, que ella habría guardado en sus hábitos.
Hasta aquí, el motivo de orden religioso, aunque fuera en realidad el único estimulante del club de los Barnabitas y del comité de vigilancia, no había sido formalmente invocado, se lo había callado, a propósito, sin duda, porque, legalmente, todo ciudadano era libre de tener opiniones religiosas a su elección. El código penal preveía y defendía el ejercicio del santo ministerio en el territorio de la República: era mudo en las creencias. Por ello, se había juzgado preferible denunciar los hechos que la ley castigaba con muerte.
Esta táctica no era especial en el comité de vigilancia de Dax; la mayor parte de los tribunales tendían a cubrirse de las apariencias de de la legalidad. Si se examinan los fallos de sus jueces, las víctimas del Terror inmoladas en odio de la fe tienen casi todas en su activo motivos de orden político; se sabía que, sola, la acusación de fanatismo no era de naturaleza que justificara la pena de muerte. Las Carmelitas de Compiègne, recientemente beatificadas, fueron tratadas de regalistas y de fanáticas; los registros operados en sus casas habían traído el descubrimiento del retrato de Luis XVI y de cartas comprometedoras, en las que se trataba de la maldad de los tiempos, de resistencia a las leyes criminales, y en las que se hallaban expresados los deseos por el triunfo de las armas de los aliados y de los dolores por la muerte de Luis XVI. La Hermana Fontaine, Superiora de las Hijas de la Caridad de Arras, fue condenada como “piadosa contrarrevolucionaria, que habiendo conservado piadosamente y hasta guardado bajo un montón de paja esbozos y diarios que encerraban el más desenfrenado regalismo, y negado el juramento, insultado incluso a los comisarios del distrito, diciéndoles que aquello no resultaría, que ya no había diablos en el infierno, que estaban en la tierra”. El delito de emigración solo se les reprochó a las Ursulinas de Valenciennes, que se habían ido de la ciudad para instalarse en Mons. Los enemigos de la Hermana Rutan, como los de las religiosas de Compiègne, de Arras y de Valenciennes, quisieron, ellas también, llevar delante de sus jueces acusaciones de orden no religioso; solamente, como no se presentaban, ellos de las imaginaron.
La Superiora de Saint‐Eutrope acogió a sentencia de la Comisión extraordinaria con la calma y la serenidad de un alma que ha hecho, hace largo tiempo, el sacrificio de su vida. Ella había acabado su carrera; había combatido el buen combate; su mirada llena de esperanza entreveía ya la felicidad prometida por Aqulel que se ha comprometido a recompensar hasta un vaso de qua que se dé a los pobres en su nombre.
Desde que se pronunció la sentencia a muerte, la condenada, siempre dueña de sí misma, quiso tomar la palabra; mas, por orden del presidente, un redoble de tambor ahogó su voz. Enseguida, se levantaron los miembros de la Comisión.
La noticia de la condena que alcanzó a la venerable Superiora de Saint‐Eutrope franqueó bien pronto las puertas del pretorio. Aunque previsto por todo el mundo esta desgracia sumergió a la ciudad entera en una consternación profunda y corrieron las lágrimas de muchos ojos. Indignados por una injusticia tan clamorosa, los soldados que estaban en tratamiento en el hospital concibieron la el proyecto de tomar las armas para arrancar a le Hermana Rutan de las manos de sus cobardes enemigos; el pensamiento de que su empresa estaba fatalmente condenada al fracaso les hizo cambiar de resolución.
Los jueces habían terminado su obra; el verdugo iba a comenzar la suya. El interrogatorio y la proclamación de la sentencia eran los dos primeros actos del terrible drama; el tercero, la ejecución debía seguir sin retraso. El párroco de Gaube y la Hermana Rutan no abandonaron el pretorio más que para dirigirse al cadalso. Los ataron espalda contra espalda y les hicieron subirse a una carreta que rodeaba un pelotón de gendarmes y de dragones; el verdugo cerraba la marcha. El cortejo avanzaba a paso de carga y al ruido del tambor. “Parecía, dice Dompnier, que corriera al asalto de la guillotina”. Siguió primero por la calle del Obispado, luego la calle Cazada.
De todas las avenidas desembocaba la gente en grupos numerosos, curiosos a quienes atraía el deseo de ver a los condenados y de ser testigos de su suplicio.
Intrigado por el ruido extraordinario que se elevaba en la calle, un niño puso su cabecita en una ventana. Sus ojos se encontraron con los de la mártir, quien le reconoció y le sonrió con ternura; era un habituado del hospicio, donde la Hermana Rutan le había visto más de una vez jugar con toda la diversión de su edad. Su madre, impresionada por el doloroso y lúgubre espectáculo que se ofrecía a sus miradas, cerró bruscamente la ventana y le dijo: Ponte de rodillas y reza por la Hermana; unos desgraciados la van a matar”. El pobre pequeño no supo más que dar curso a sus lágrimas; el dolor le ahogaba.
Otros lloraban también; los soldados de la escolta compartían a su vez la emoción común. El dolor de los dos dragones colocados a los lados de los condenados producía pena verlo; ella tocó a la Hermana Rutan, quien les dio como recuerdo lo poco que le quedaba, su reloj y su pañuelo.
Ya se había formado una multitud compacta en la plaza Poyanne, donde debía tener lugar la ejecución. Para asegurarse del buen funcionamiento de la guillotina, el verdugo había decapitado, por la mañana, una oveja. A la llegada del lúgubre cortejo, un estremecimiento de horror sacudió a toda la asistencia; los ojos se llenaron de lágrimas; esta consternación general manifestaba con una punzante elocuencia el dolor que oprimía los corazones. Sola, en medio de la emoción general, la Hermana Rutan conservaba su alma en la paz; de pie, al pie del cadalso, asistió, sin traicionar el menor espanto, a los preparativos del suplicio.
Jean‐Eutrope de Lannelongue, párroco de Gaube, debía ser ejecutado el primero. En el momento en que el digno sacerdote se inclinaba para recibir el golpe fatal, un dragón, movido de piedad, movido de piedad, pidió dulcemente a la Hermana Rutan que volviera la cabeza. “¡Cómo! ciudadano, le respondió ella con un noble sentimiento de orgullo, ¿creéis entonces que la muerte valerosa de un inocente sea un triste espectáculo?”.
Para esta alma valiente, en efecto, una muerte así era el mayor honor que pudiera apetecer. El valor de la heroína Hija de la Caridad parecía aumentarse conforme se acercaba el suplicio. Después de subir las gradas del cadalso, ella misma se quitó la pelliza y la pañoleta que cubría sus espaldas; y, como el verdugo quería quitarle la segunda pañoleta, ella se irguió vivamente con toda su estatura y le dijo con un tono de dignidad:
“Dejadme, jamás la mano de un hombre me ha tenido que ayudar”. Un instante después, el alma de la mártir, purificada por el bautismo de la sangre, emprendía su vuelo hacia el cielo y comenzaba a gustar, en medio de los santos y de los ángeles, los gozos inefables prometidos a la virtud. La tradición refiere que tras la ejecución el verdugo, para vengarse de haber sido rechazado por la Hermana, golpeó indignamente a su víctima delante de la gente reunida.
¿No se ve, en esta hermosa muerte, la resignación y el valor de una mártir? Sí, la Hermana Rutan se lleva al cielo la corona que Dios reserva a a aquellos cuya sangre ha corrido por Él.
Aunque la pasión antirreligiosa fuera tan solo la causa incial de su muerte, no se necesitaría más para que nos sea permitido afirmar su martirio. Pera hay mucho más. Después de llevársela de la cabecera de los pobres enfermos a la prisión, la impiedad de sus jueces la condujo de la prisión al lugar del tormento. Si los revolucionarios de Dax han perseguido con su odio a la valiente Hija de san Vicente de Paúl y han reclamado su cabeza, no fue, no lo dudemos, ni porque ella había animado a unos soldados a la deserción, ni porque había cenado o correspondido con Louis‐Géris de Lorraine, estos hechos son falsos de verdad, sino a causa de su afecto a la religión de sus padres. ¿No es acaso lo que han querido expresar los jueces decidiendo que la Superiora del hospital Saint‐Eutrope y el párroco de Gaube irían juntos al suplicio? No es lo que atestiguó públicamente, un año después de la muerte de las dos víctimas, el Directorio del distrito, declarando que “la comuna de Dax llorará por mucho tiempo a una mujer virtuosa, quien, por carácter entregado a una opinión religiosa, ha sido inhumanamente sacrificada por motivos cuya prueba está aún por adquirir”.
Como las bienaventuradas Carmelitas de Compiègne, como las venerables Hijas de la Caridad inmoladas en Cambrai y las venerables Ursulinas de Valenciennes, la Hermana Rutan ha tomado lugar en el cielo en la gloriosa falange de los mártires. Tal es el testimonio de sus contemporáneos, cuyo veredicto se ha hecho el de la posteridad. “Entre las víctimas inmoladas en la diócesis de Acqs, escribe el autor del Compendio, queda bien poco que sea digno de elogios. Con todo, solo hay dos que se puedan inscribir, hablando con propiedad, en el catálogo de los mártires y que merezcan, a juicio de los hombres, esta gloriosa denominación. La primera es del señor Dambourgès, joven sacerdote de treinta a treinta y cinco años… La segunda víctima es la Hermana Rutan, Hija de la Caridad”. Este testimonio es tanto más precioso recoger por que el autor del Compendio escribías estas líneas dos años después de los acontecimientos y se muestra severo por exceso no dando el título de mártir a Jean‐Eutrope de Lannelongue, párroco de Gaube, condenado a muerte como “sacerdote refractario, errante y vagabundo por el departamento de las Landas, donde mantenía, dice el comunicado de los jueces, el fanatismo y el espíritu contrarrevolucionario”.
El primer biógrafo de la Hermana, un contemporáneo también, reconoce también que fue víctima de las opiniones antirreligiosas de sus acusadores. “Para castigar su celo y su entrega en una época en que la virtud era un crimen, ha escrito, monstruos sedientos de sangre la denunciaron a los procónsules convencionales”. Dompnier de Sauviac es más categórico. Leemos en sus Crónicas‐45: “Así murió esta santa joven, eminentemente privilegiada de Dios que había dispuesto en ella todas las virtudes al servicio del Evangelio de la caridad. Después de sembrar tantas obras brillantes en las diferentes en las diferentes ciudades por donde había pasado, había venido a buscar el martirio en la cuna de San Vicente de Paúl, donde sus obras brillaron con una gloria incomparable. En lugar de una estatua de la que era digna, se encontró con la picota; pero, para las vidas superiores, la picota se cambia por apoteosis”. En el texto manuscrito de su historia de la Revolución en las diócesis de Aire y de Dax, el abate Légé juzga a la Hermana Rutan digna del título virgen‐mártir. Tal es asimismo el sentimiento de Mons. Cirot de la Ville. “Entre esta santa hermana y el obispo de Dax (Mons. Lequien de Laneufville), dice, no hay más que una vida confundida en la misma obra de caridad, una muerte dos veces compartida en el martirio del exilio o el martirio del cadalso”.
Por eso, veamos sin sorprendernos las dos familias de san Vicente de Paúl inscribir el nombre de Sor Rutan en su martirologio y recorrer los últimos momentos de esta heroica cristiana en su Pequeño Prado espiritual, al final de capítulos que llevan por título Tres bonitas perlas más en nuestra corona de mártires, o, Algunas Hijas de la Caridad a las que decoró la púrpura de su propia sangre, y se terminan cin estas palabras: Oh gloriosas mártires, rogad por nosotras!
La Comisión extraordinaria se quedó cuatro días en Dax y, durante ese tiempo, pronunció varias condenas. El día en que la Hermana Rutan fue ejecutada, los prisioneros encerrados en la casa de los Capuchinos, podían ver, a través de los barrotes de sus ventanas, las tres fosas recientemente excavadas en el cementerio de la ciudad; estaban destinadas a las víctimas del día siguiente.
Del 9 al 13 de abril, diez cabezas cayeron bajo la cuchilla de la guillotina. La ciudad de Dax pagaba bien caro su tributo a la Revolución.
Las desdichadas compañeras de la Hermana Rutan sintieron, más vivamente que nadie, la pérdida que acababan de sufrir. La presencia de su venerada superiora, sus exhortaciones, sus ejemplos les habían servido de ayuda en las horas de desánimo, durante los tristes momentos en la prisión sobretodo; la muerte que había puesto fin a sus sufrimientos, les abría tal vez una serie de nuevas pruebas. Tras cinco meses de duro cautiverio, las Hermanas Victoire Bonnette, Félicité Raux y Sophie Charpentier, confiadas en la moderación de Monestier de la Lozère, representante del pueblo, con mucho más humano que Pinet, pidieron su libertad; ellas no fueron escuchadas. El mes de octubre, el consejo general del municipio de de Dax, el comité de vigilancia, el Directorio del distrito y el Directorio del epartamento estuvieron de acuerdo que las Hermanas debían ser puestas en libertad. Monestier de la Lozère acabó por ceder a deseos tan legítimos‐55. El cautiverio de las cinco Hermanas de la Caridad, comenzado el 1º de marzo, se terminó el tres de noviembre; había durado ocho largos meses.
Devueltas a la libertad, Sophie Charpentier, Marie Chânu y Félicité Raux pensaron en recuperar sin ruido, junto a sus queridos enfermos, sus funciones de enfermeras, interrumpidas durante tanto tiempo, en la compañía de Marguerite Nonique que la muerte se llevó en el curso del año. Rose Biarotte, Ursulina del convento de Tartas, pidió unirse a ellas y fue aceptada. Ay, pero Sor Rutan no estaba allí para llevarlas con sus consejos y apoyarlas con sus ejemplos; pero su recuerdo sobrevivía en su memoria, rodeado de un piadoso respeto y se convertía en todo lugar en el mejor de los entusiasmos. Planeaba siempre, como un genio tutelar, sobre ese hospital, en el que ella había dado lo mejor de su actividad y de su abnegación. ¿No fue acaso efecto de su protección que el establecimiento haya podido tener al frente, al día siguiente de los sombríos días del Terror y guardar durante varios años a una Hermana del valor de Judith Mousteyro, antigua sueriora del hospital de Clermont, en Auvergne, que debía ser llamada más tarde en circunstancias particularmente difíciles, al puesto más elevado que una Hija de la Caridad pueda ocupar en la Compañía? Lamentablemente, las circunstancias no le permitieron venir a orar y llorar en la tumba de la que ya no estaba y, de todas las privaciones ninguna les era ya penosa. El lugar elegido para la sepultura de las víctimas de la Comisión extraordinaria estaba situado al este del antiguo convento de los Capuchinos, y tan cerca de los muros del edificio que, desde sus ventanas, los prisioneros podían hablar con el enterrador y adivinar contando cada día el número de tumbas, cuántas cabezas caerían al día siguiente en la guillotina. Antes de la Revolución, este emplazamiento formaba parte de una pradera, pequeña y muy húmeda por la que atravesaba un riachuelo. Confiscada a los Capuchinos por el Estado, la pradera fue, en 1791, transformada provisionalmente en cementerio de la ciudad después de la supresión de los cementerios de la catedral, de los Carmelitas y de los Franciscanos. Todo pasó bien hasta el invierno. Se vio entonces que las infiltraciones subterráneas llevaban agua en abundancia, y fue imposible bajar los féretros a más de un metro de profundidad. Se levantaron del suelo olores fétidos y dieron lugar a temer por la salud pública. Las autoridades locales, movidas por las quejas reiteradas de los vecinos, pidieron al Directorio del departamento, luego a los representantes del pueblo, otro emplazamiento. En 1795, siguiendo sin respuesta las reclamaciones o al menos sin resultado, el Directorio del distrito se permitió autorizar el traslado del cementerio al extremo del jardín, muy cerca del punto donde, hoy en día, la calle Chanzy llega al boulevard Carnot.
Para detener la emanación de los miasmas malsanos, Monestier de la Lozère ordenó que el cementerio abandonado se cubriera con dos metros de tierra. Los trabajos, en los que se empleó primeo a los prisioneros españoles, después probablemente a obreros asalariados, requirieron al menos un mes.
La hierba salió libremente sobre este suelo removido, cuya adquisición hizo Lassalle el 28 del pluvioso año X (17 de febrero de 1801). Hasta entonces, el Estado había sido su propietario, y no tenía el humor de tolerar emblemas en el lugar donde habían sido inhumados las diez víctimas de la Revolución o dejar circular allí al público.
Lassalle no fue más fácil; no pensaba en hacer de ese terreno un lugar de devoción, sino más bien un agradable jardín.
Las Hermanas del hospital ¿conocieron, al salir de prisión, el lugar preciso donde reposaban los restos de la Hermana Rutan? Es muy dudoso: la colocación en tierra no había tenido otros testigos que al enterrador y a un pequeño número de personas y todo indicio exterior estaba formalmente prohibido. En todo caso, si lo hubieran conocido, las transformaciones profundas por las que pasó sucesivamente el suelo del cementerio habrían arrojado confusión en sus recuerdos.
Como se ha dicho anteriormente, los efectos de la Hermana Rutan, que eran legalmente propiedad de la Nación, fueron puestos bajo sello en el hospital, donde se hallaban todavía el día de su ejecución. Acaso era el deseo de utilizar, en un hospital despojado de toda ropa, ropas que quedaban din empleo, o más bien veneración por la víctima, los capellanes del hospicio rompieron los sellos y se llevaron una gran parte del precioso depósito. En cuanto a las Hermanas, salidas de la prisión, volvieron a su servicio con los enfermos, quedaba muy poca cosa: qué importa, lo poco que quedaba animó su piadoso afán. No se atrevieron sin embargo a disponer de ello sin llevar las autorizaciones requeridas. Los administradores del hospital consintieron en llevar la petición de las Hijas de la Caridad ante el Drectorio del distrito. “Ciudadanos, escribían el 23 pluvioso año III (11 de febrero de 1795), las necesidades presentes del hospicio civil han determinado a los capellanes de este hospicio a servirse de una parte de la ropa de la hasta ahora Hermana Rutan. Reducida a escoger entre dos deberes imperiosos, uno de no tocar el vestuario de dicha Sor Rutan, y el otro servirse de ello para aliviar a la humanidad sufriente, su caridad las ha llevado a disponer, por la necesidad del hospicio, de una parte de los efectos de dicha Rutan; y, como lo que queda es poco, pedimos que tenga a bien la administración permitir que no tenga otro destino que el de servir a las necesidades del hospicio civil. Salud y fraternidad”. La petición estaba muy mal presentada.
El Directorio del distrito, extrañado de que unos particulares se hayan atrevido a disponer a su gusto de los bienes de la Nación, quiso conocer el nombre de las culpables así como la naturaleza y la cantidad de los efectos llevados. El 24 pluvioso (12 de febrero), encargó a Lavielle de la investigación y le dio orden de poner a la venta, de acuerdo con las disposiciones del Comité de salud pública, los miebles y los efectos de los emigrados, de los deportados y de los condenados. El comisario no había acabado aún su búsqueda el 4 thermidor (22 de julio). La falta de informes no permite decir cuál fue el resultado.
Estos robos eran, según toda probabilidad, el efecto de la veneración que inspiraba en Saint‐ Eutrope el nombre de Marguerite Rutan. Cuando los habitantes de Dax pudieron, con toda libertad y sin miedo a la prisión o al cadalso, enviar su saludo respetuoso a las víctimas de la
Revolución en medio de ellos, no se olvidaban de la Hermana Rutan. En 1805 o 1806, Joseph Grateloup, tesorero del hospital, escribía a Dompnier:
“Tengo el honor de remitiros, a través de mi sobrino, una inscripción que se me ocurrió, en 1803, en el relato que oí hacer de las eminentes cualidades del corazón caritativo de la virtuosa Hermana Rutan. Deseo que ella responda a la intención que tenéis de honrar su memoria…: “En memoria de Marguerite Rutan, superiora de las Hijas de la Caridad del hospicio de Dax. “Felizmente nacida para el consuelo de los desdichados, ella encontró en su alivio, la verdadera felicidad que, en efecto, no reside más que allí en la tierra. “Ella nació en Metz, en la región Messin, el 24 de abril de 1739. El 23 de abril de 1757 se consagró al servicio de los pobres y murió el 23 de abril de 1795, víctima de los errores del tiempo. “El concurso de la épocas de los principales sucesos de su vida con la de su muerte es tan notable como el de sus actos en el ejerciio de la caridad cristiana.
“La administración del hospicio, unida a las respetables Hermanas que lo gobiernan, testimonia públicamente sus dolor por la pérdida de esta virtuosa Hermana”.
Grateloup, se habrá advertido, se equivoca sobre la fecha del fallecimiento. Habría deseado colocar esta inscripción en las paredes o al menos en los registros del hospital. Los administradores del establecimiento no se prestaron a sus deseos. El crimen cometido contra la Hermana Rutan era un crimen público; el 11 ventoso año XIII (1º de marzo de 1805), juzgaron que una reparación pública era necesaria. Leemos en el proceso verbal de la sesión:
«La Commission administrative,
»Considerando que, sin pagar de la más negra ingratitud los beneficios inapreciables que la respetable Hermana Rutan, superiora, ha prodigado al hospicio, no puede dispensarse de venerar en público la memoria de esta digna Hija de la Caridad, objeto del dolor universal.
“Declara:
“Se tendrá un servicio solemne para celebrar el aniversario de la Hermana Rutan, superiora de las Hijas de la Caridad afectas al hospicio.
“Este servicio tendrá lugar en la capilla y con toda la pompa que las facultades de la casa lo permitan; todas las persona distinguidas de la ciudad serán llamadas allí”.
La Hermana Rutan había muerto el 9 de abril; el 9 de abril parecía el día naturalmente designado para la ceremonia fúnebre. Circunstancias importunas trajeron un retraso. El 1º de mayo fue elegido. Todas la autoridades de la ciudad, todos los funcionarios públicos recibieron una carta de invitación. “La memoria de la respetable Hermana Rutan, Superiora de las Hijas de la Caridad afectas al hospicio, decían los administradores impone una veneración pública: Permitid, Señor, que os pidamos tengáis a bien asistir a un servicio fúnebre, que debe tener lugar el jueves próximo, 12 del corriente, a las diez de la mañana, en la capilla del hospicio, por el alma de esta madre compadecida del pobre. Las virtudes y los talentos que adornaban a esta hermosa alma animaron vuestra admiración .Vos compartís el dolor universal que ella nos ha traído; vos seréis celoso de concurrir a las plegarias públicas».
A pesar de sus estrechas dimensiones, la capilla del hospicio era el santuario en el que convenía honrar y rogar a Marguerite Rutan. Tal vez no esté lejos el día en que sus hermanas en religión y los admiradores de su vida de caridad, coronada por el martirio, tengan la dicha de glorificarla allí y allí celebrar, con la aprobación del Soberano Pontífice, el heroísmo de sus virtudes y la constancia de su fe. Su nombre merece en efecto ocupar lugar en los dípticos de los santos. ¿Quién no admiraría su dedicación al servicio de los pobres, si inquebrantable firmeza frente al cisma, su prudencia en medio de los peligros, su resignación en medio de las pruebas, su valerosa actitud ante sus acusadores, sus jueces y su verdugo? Ella ha conocido la calumnia, la persecución, la prisión y el cadalso; pero, si los hombres han respondido a sus beneficios con la más negra ingratitud, Dios no la ha olvidado: ha depositado en su cabeza la corona de las vírgenes y puesto en sus manos la palma de los mártires.