Hace 40 años San Juan Pablo II visitó la Capilla de la Virgen Milagrosa

Hace 40 años San Juan Pablo II visitó la Capilla de la Virgen Milagrosa

Así es, en 1980, el Papa Juan Pablo II, hoy santo, visitó por primera vez la Capilla de las Apariciones de la Virgen Milagrosa, en un viaje apostólico a París y Liseux.

El sábado 31 de Mayo, el Papa se presentó como un peregrino en la casa Madre de las Hijas de la Caridad en París, miles de personas asistieron a ver el Papa y desde este lugar el Santo le dedicó un oración a la Virgen de la Medalla Milagrosa y unas palabras a las Religiosas, que nos permitimos compartir.

Vídeo de la visita del Papa a la Capilla:

Imágenes históricas de la visita:

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PLEGARIA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN LA CAPILLA DE LA MEDALLA MILAGROSA

Oh María sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Vos.

Esta es la oración que tú inspiraste, oh María, a Santa Catalina Labouré en este mismo lugar hace ciento cincuenta años; y esta invocación, grabada en la medalla, la llevan y pronuncian ahora muchos fieles por el mundo entero.

En este día en que la Iglesia celebra la visita que hiciste a Isabel después que el Hijo de Dios se hizo carne en tu seno, nuestra primera oración será para alabarte y bendecirte. ¡Bendita tú entre todas las mujeres! ¡Bienaventurada tú que has creído! ¡El Poderoso ha hecho maravillas en ti! ¡La maravilla de tu maternidad divina! Y con vistas a ésta, ¡la maravilla de tu Inmaculada Concepción! ¡La maravilla de tu Fiat! ¡Has sido asociada tan íntimamente a toda la obra de nuestra redención, has sido asociada a la cruz de nuestro Salvador! Tu corazón fue traspasado junto con su Corazón. Y ahora, en la gloria de tu Hijo, no cesas de interceder por nosotros, pobres pecadores. Velas sobre la Iglesia de la que eres Madre. Velas sobre cada uno de tus hijos. Obtienes de Dios para nosotros todas esas gracias que simbolizan los rayos de luz que irradian de tus manos abiertas. Con la única condición de que nos atrevamos a pedírtelas, de que nos acerquemos a ti con la confianza, osadía y sencillez de un niño. Y precisamente así nos encaminas sin cesar a tu Divino Hijo.

En este lugar bendito yo también quiero expresarte hoy otra vez la confianza, la cercanía profundísima con que me has favorecido siempre. «Totus tuus». Vengo como peregrino después de cuantos han venido a esta capilla desde hace ciento cincuenta años, y como todo el pueblo cristiano que se apiña aquí cada día para comunicarte su alegría, confianza y súplicas. Vengo como el Beato Maximiliano Kolbe; antes de su viaje a Japón, hace cabalmente cincuenta años, vino aquí a buscar tu apoyo particular para propagar lo que luego llamaría «La Milicia de la Inmaculada» y emprender su prodigiosa obra de renovación espiritual bajo tu patrocinio, antes de dar la vida por sus hermanos. Cristo pide hoy a su Iglesia una gran obra de renovación espiritual. Y yo, humilde Sucesor de Pedro, es ésta la gran obra que vengo a confiarte, como lo he hecho en Jasna Góra, en Nuestra Señora de Guadalupe, en Knoch, en Pompeya y en Éfeso, y como lo haré el próximo año en Lourdes.

Te consagramos nuestras fuerzas y disponibilidad para estar al servicio del designio de salvación actuado por tu Hijo. Te pedimos que por medio del Espíritu Santo la fe se arraigue y consolide en todo el pueblo cristiano, que la comunión supere todos los gérmenes de división, que la esperanza cobre nueva vida en los que están desalentados. Te pedimos en especial por este pueblo de Francia, por la Iglesia que está en Francia, por sus Pastores, por las almas consagradas, por los padres y madres de familia, por los niños y los jóvenes, por los hombres y mujeres de la tercera edad. Te pedimos por los que padecen pruebas particulares, físicas o morales, por los que están tentados de infidelidad, por los que son zarandeados por la duda en un clima de incredulidad, y también por los que padecen persecución a causa de su fe. Te confiamos el apostolado de los laicos, el ministerio de los sacerdotes, el testimonio de las religiosas. Te pedimos que el llamamiento a la vocación sacerdotal y religiosa sea ampliamente escuchado y secundado para gloria de Dios y vitalidad de la Iglesia en este país y en los países que siguen esperando ayuda mutua misionera.

Te encomendamos especialmente a la multitud de Hijas de la Caridad, cuya casa madre está enclavada en este lugar y aquí, siguiendo el espíritu de su fundador San Vicente de Paúl y de Santa Luisa de Marillac, están tan dispuestas a servir a la Iglesia y a los pobres en todos los ambientes y en todos los países. Te pedimos por las que viven en esta casa y, en el corazón de esta ciudad febril, acogen a todos los peregrinos que conocen el precio del silencio y la oración.

Dios te salve, María,
llena eres de gracia,
el Señor es contigo,
bendita tú eres entre todas las mujeres
y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
Santa María, Madre de Dios,
ruega por nosotros pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte.
Amén.

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS RELIGIOSAS

Antes de pronunciar el discurso el Papa comentó:

«Como veo que no llevamos retraso, puedo deciros una cosa: cuando he entrado aquí, la primera impresión ha sido positiva, y me he dicho a mí mismo: se presentan bien. La segunda no ha sido impresión, sino asociación de ideas: ¿Cuándo he visto a las religiosas reunidas como hoy? Fue en Kinshasa, cuando se reunieron las religiosas en el Carmelo, y al empezar a hablar cayó una lluvia torrencial. Y he pensado: a lo mejor las religiosas de hoy cambian de método y consiguen que no llueva; tenemos hoy algunos programas pastorales, y para éstos sería más adecuado tener buen tiempo y sol, o al menos sin lluvia. Estas son mis primeras impresiones, y me parecía que podía compartirlas con vosotras. Este es mi primer pensamiento y, si el tiempo lo permite, a lo mejor hay algo más al final.

Queridas hermanas: En mis viajes apostólicos experimento un gozo profundo y siempre nuevo al encontrarme con las religiosas, cuya existencia consagrada por los tres votos evangélicos, pertenece indisolublemente a la santidad de la Iglesia. Juntos demos gracias al Señor que nos ha concedido este encuentro, bendigámosle por los frutos que se seguirán en vuestra vida personal y también en la mía, en vuestra congregación y en el Pueblo de Dios».

Mis queridas hermanas:

1. En mis viajes apostólicos experimento una felicidad muy honda y siempre nueva al reunirme con las religiosas, cuya existencia consagrada por los tres votos evangélicos «pertenece de manera indiscutible a la vida y santidad de la Iglesia» (Lumen gentium, 44). ¡Bendigamos juntos al Señor que ha permitido este encuentro! ¡Bendigámosle por los frutos que van a brotar en vuestra vida personal, en vuestras congregaciones, en el Pueblo de Dios! ¡Gracias por haber venido en tan gran número de todos los barrios de París y de la región parisiense, e incluso de provincias! Me complazco en expresaros, a las que estáis presentes y a todas las religiosas de Francia, mi estima, afecto y aliento.

Esta reunión, casi campestre, me hace pensar en esos momentos de pausa y respiro que Cristo mismo reservaba a sus primeros discípulos a la vuelta de algunas correrías apostólicas. También vosotras, queridas hermanas, venís de vuestros lugares y tareas de evangelización: dispensarios o centros sanitarios, escuelas o colegios, centros de catequesis o capellanías de jóvenes, servicios parroquiales o apostolados en ambientes pobres. Me gusta repetiros las palabras del Señor: «Venid aparte… descansad un poco» (cf. Mc 6, 31). Juntos meditaremos sobre el misterio y el tesoro evangélico de vuestra vocación.

2. La vida religiosa no es propiedad vuestra, como no es propiedad de ningún instituto. Es «un don divino que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre» (Lumen gentium, 43). En pocas palabras, la vida religiosa es un legado, una realidad vivida en la Iglesia desde hace siglos por una multitud de hombres y mujeres. La profunda experiencia de la misma, hecha por ellos, trasciende las diferencias socio-culturales que pueden darse de un país a otro, rebasa también las descripciones que nos han dejado y se sitúa más allá de la variedad de realizaciones e intentos de hoy. Importa respetar y amar este rico patrimonio espiritual. Importa escuchar e imitar a aquellos y aquellas que han encarnado mejor el ideal de la perfección evangélica, y santificaron y honraron en tan gran número la tierra de Francia.

Hasta la tarde de vuestra vida seguid maravillándoos y dando gracias por la misteriosa llamada que resonó un día en lo profundo de vuestro corazón: «Sígueme» (cf. Mt 9, 9; Jn 1, 43), «Vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos; y ven y sígueme» (Mt 19, 21). Primero guardasteis en secreto este llamamiento, luego lo sometisteis al discernimiento de la Iglesia. Porque ciertamente es un riesgo muy grande dejarlo todo por seguir a Cristo. Pero sentíais ya entonces —y lo habéis experimentado después— que El era capaz de saciar vuestro corazón. La vida religiosa es una amistad, una intimidad de orden místico con Cristo. Vuestro itinerario personal debe ser como una nueva edición original del célebre poema del Cantar de los Cantares. Queridas religiosas: En el corazón a corazón de la oración, absolutamente vital para cada una de vosotras, como en vuestros diversos compromisos apostólicos, escucháis la voz del Señor que os susurra la misma llamada: «Sígueme». La fuerza de vuestra respuesta os mantendrá con la misma lozanía de vuestra oblación primera. ¡Así caminaréis de fidelidad en fidelidad!

3. Seguir a Cristo es algo muy distinto de admirar un modelo, aun en el caso de que tengáis buen conocimiento de las Escrituras y de la teología. Seguir a Cristo es algo existencial. Es querer imitarlo hasta el extremo de dejarse configurar con El, asimilarse a El, hasta el punto de ser «como otra humanidad suya», según las palabras de sor Isabel de la Trinidad. Y ello en su misterio de castidad, pobreza y obediencia. ¡Tal ideal rebasa el entendimiento y extralimita las fuerzas humanas! Sólo es realizable gracias a tiempos fuertes de contemplación silenciosa y ardiente en el Señor Jesús. Las religiosas llamadas «activas», a ciertas horas deben ser «contemplativas» siguiendo el ejemplo de las monjas de clausura a las que hablaré en Lisieux.

La castidad religiosa, hermanas mías, es querer ser de verdad como Cristo; todas las razones que se pueden argüir se desvanecen ante esta razón esencial: Jesús era casto. Este estado de Cristo no sólo era superación de la sexualidad humana, prefigurando el mundo futuro, sino igualmente una manifestación, una «epifanía» de la universalidad de su oblación redentora. El Evangelio no cesa de indicar cómo vivió Jesús la castidad. En sus relaciones humanas, singularmente ampliadas en comparación con las tradiciones de su ambiente y de su época, llegó perfectamente hasta lo profundo de la personalidad del otro. Su sencillez, respeto y bondad, y su arte de suscitar lo mejor en el corazón de las personas con quienes se encontraba, sobrecogieron a la samaritana, a la mujer adúltera y a tantas otras personas. ¡Ojalá que vuestro voto de virginidad consagrada —profundizado y vivido en el misterio de la castidad de Cristo—, y que transfigura ya vuestras personas, os empuje a llegar de verdad a vuestros hermanos y hermanas en humanidad, en sus situaciones concretas! ¡Hay tantas personas en nuestro mundo que están como extraviadas, abrumadas, desesperadas! Con fidelidad a las reglas de la prudencia, hacedles sentir que las amáis a la manera de Cristo, depositando en su corazón la ternura humana y divina que El les trae.

También habéis prometido a Cristo ser pobres con El y como El. No hay duda de que la sociedad de producción y consumo plantea problemas complejos a la práctica de la pobreza evangélica. No es éste el lugar ni el momento de discutir este tema. Me parece que toda congregación debe ver en este fenómeno económico una invitación providencial a dar una respuesta tradicional y al mismo tiempo enteramente nueva, a Cristo pobre. Contemplándole con frecuencia y largamente en su vida radicalmente pobre, y tratando con asiduidad a los humildes y los pobres que son también su rostro, llegaréis a ser capaces de dar cuanto sois y tenéis. La Iglesia necesita ser como arrastrada por vuestro testimonio. Calculad vuestra responsabilidad.

En cuanto a la obediencia de Jesús, ésta ocupa un lugar central en su obra redentora. Habéis meditado muchas veces las páginas en que San Pablo habla de la desobediencia inicial, que fue como la puerta de entrada del pecado y de la muerte en el mundo, y habla del misterio de la obediencia de Cristo que obtiene la vuelta de la humanidad a Dios. El desposeimiento de sí mismo y la humildad son más difíciles para nuestra generación apasionada por la autonomía y hasta por el capricho. Sin embargo, no se puede imaginar una vida religiosa sin obediencia a los superiores, que son los custodios de la fidelidad al ideal del instituto. San Pablo subraya el vínculo de causa a efecto entre la obediencia de Cristo hasta la muerte de cruz (cf. Ef 2, 6-11) y su gloria de Resucitado y de Señor del universo. Del mismo modo, la obediencia de toda religiosa —que es siempre un sacrificio de la voluntad, por amor— produce abundantes frutos de salvación para el mundo entero.

4. Habéis aceptado, pues, seguir a Cristo e imitarlo más de cerca para mostrar su rostro verdadero a los que ya lo conocen y a cuantos no lo conocen. Y ello, a través de esas actividades apostólicas a que he hecho alusión al principio de nuestro encuentro. En este plan de la dedicación, y salvando la espiritualidad particular de vuestros institutos, os exhorto vivamente a integraros en el inmenso engranaje de las tareas pastorales de la Iglesia universal y de las diócesis (cf. Perfectae caritatis, 20). Sé que algunas congregaciones no pueden responder —por falta de personal— a todas las llamadas que les llegan de los obispos y de sus sacerdotes. Sin embargó, haced lo imposible por garantizar los servicios vitales de las parroquias y las diócesis. Que religiosas debidamente preparadas colaboren en la pastoral de las nuevas realidades, que son muchas. En una palabra, invertid al máximo todos vuestros talentos naturales y sobrenaturales en la evangelización contemporánea. Estad presentes siempre y en todos los sitios en el mundo sin ser del mundo (cf. Jn 17, 15-16). No tengáis miedo de dejar reconocer claramente vuestra identidad de mujeres consagradas al Señor. Los cristianos y quienes no lo son tienen derecho de saber quiénes sois. Cristo, Maestro de todos nosotros, ha hecho de su vida una revelación valiente de su identidad (cf. Lc 9, 26).

¡Animo y confianza, mis queridas hermanas! Sé que lleváis años reflexionando mucho sobre la vida religiosa y sobre vuestras constituciones. Ha llegado el momento de vivir en la fidelidad al Señor y a vuestras tareas apostólicas. Oro de todo corazón para que el testimonio de vuestras vidas consagradas y el rostro de vuestras congregaciones religiosas despierten en el corazón de muchos jóvenes el proyecto de seguir a Cristo como vosotras. Os bendigo y bendigo a todas las religiosas de Francia que actúan en el suelo de la patria o en otros continentes. Y bendigo a cuantos lleváis en vuestro corazón y en vuestra oración.

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