Por: P. Marlio Nasayó Liévano, CM
MÁRTIRES DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA: 2 DE SEPTIEMBRE
San Vicente meció la cuna de la Congregación de la Misión en el Colegio de Bons Enfants en París. Pasado más de un siglo ya tenía otra denominación: Seminario de San Fermín. Y aquel caserón regado con los esfuerzos y sudores del Fundador y de los misioneros de primera hora, vio derramar la sangre de muchos sacerdotes, religiosos y 4 de nuestros misioneros, en la oscura noche del 2 de septiembre de 1792. Murieron de manera violenta por no jurar la constitución civil del clero, que ellos consideraban contraria a su fe en Cristo y en fidelidad a la Iglesia. 191 fueron beatificados en 1926.
Nuestros hermanos son: Luis José François, C.M., Juan Carlos Caron., C.M. Juan Enrique Gruyer, C.M. y Nicolás Colin. C.M.
El primero de ellos, el B. Francois era el superior de este Seminario. Escribió contra la Constitución civil del clero (que era cismática, hereje y sacrílega), varios folletos, entre ellos el titulado Apología, que tuvo varias ediciones y que ayudaron a muchos sacerdotes a permanecer fieles a las enseñanzas de la Iglesia. Pero resaltemos, que formado en la escuela de San Vicente, tenía claro que nuestras casas siempre han de estar abiertas a la hospitalidad, a los sacerdotes diocesanos y a los religiosos como él lo hizo, acogiendo a unos y otros.
El B. Gruyer nombrado vicario de Ntra. Sra. de Versailles pasó a la parroquia de san Luis, en París donde le sorprendió la Revolución. Regresó a su tierra chica al no acceder al juramento, pero añorando la Congregación, y con el deseo de vivir la vida de comunidad, volvió a Paris. El B. Colin con el permiso de los superiores fue a trabajar a la diócesis de Langres, y el B. Caron de la misma manera en la Diócesis de Arrás; como el P. Gruyer y el P. Colin buscó de nuevo el hogar materno de la Compañía en la casa de San Fermín. Allí los unió la vocación común misionera, y la palma del martirio.
A aquellas voces defensoras de la libertad de la Iglesia se ha unido en una sola celebración litúrgica el día 2 de septiembre, otra voz también defensora y valiente, la del joven de 38 años B. Pedro Renato Rogue, C.M., que se dedicó en su Bretaña natal, a ayudar los católicos. Fue guillotinado el 3 de marzo de 1796, a la vista de su anciana y santa madre. El Papa Pio XI le beatificó el 10 de mayo de 1934.
Estos mártires, son los menos conocidos de nuestros beatos, ya por la lejanía histórica, como por la poca literatura que tenemos de su vida y misión. Pero en medio de la oscuridad de la historia, alcanzamos a ver la luminosidad de sus vidas:
1. El pastor que cuida el rebaño: El B. Francois como Jesús fue un buen pastor (Juan 10, 11-16) cuidó la casa que se le había confiado, atendió a sus hermanos y abrió con sentido de Iglesia las puertas del Seminario a muchos sacerdotes y religiosos. Como el piloto del barco, no abandonó la nave, y con sus hermanos prefirió la muerte antes que dejar el campo misionero.
Pensemos y oremos por nuestros hermanos, que siguen en obras misioneras, pese a las persecuciones religiosas, sociales o políticas como los misioneros de Argelia, Siria, Irán o Venezuela: siempre junto al cañón en el campo de batalla.
2. El amor a la Comunidad y a la vocación: De los Beatos Caron y Colin no sabemos el por qué no vivían en una casa canónica. ¿Por qué se fueron a trabajar en dos diócesis? ¿Problemas comunitarios? ¿Dificultades en la familia? Pero sea cual sea el motivo, continuaban siendo y firmándose “Sacerdotes de la Misión”. Y de tal manera se consideraban hijos de San Vicente, que al llegar la persecución no buscaron ni la familia, ni los amigos sino la Congregación. En medio de las luchas pudieron recordar la conferencia del Fundador del 29 de octubre de 1658 (SVP. XI, 3. 33-34): “ Es Dios el que nos ha llamado y el que desde toda la eternidad nos ha destinado para ser misioneros… no hemos de buscar ni esperar descanso, contentamiento ni bendiciones más que en la Misión, ya que es allí donde Dios nos quiere, dejando desde luego por sentado que nuestra vocación es buena, que no está basada en el interés ni en el deseo de evitar las incomodidades de la vida, ni en cualquier clase de respeto humano…Si Dios nos ha llamado a esta vida, no será él seguramente el que nos quiera separar de la misma. Dios no se contradice.”
La Congregación es siempre madre solícita que cuida de sus hijos, quienes estamos dentro, como de aquellos que quieren tomar otro rumbo. Estos hermanos, a unos y otros nos hacen reflexionar en la vocación, y sobre manera en la emisión de los votos que un día lejano o cercano le hicimos al Señor, particularmente el primero, el de la estabilidad: “…hago voto a Dios…de dedicarme con fidelidad…todo el tiempo de mi vida… Fórmula declarativa. (Const.58) que en expresión de san Pablo podemos decir también: “…los dones y el llamamiento de Dios son irrevocables.” (Rom.11,29).
3. La Eucaristía diaria fuerza en las fatigas de la vida: El B. Rogue fue aprehendido cuando llevaba el Viático a un enfermo. Sin duda, tenía fresca en su memoria la Bula de erección de la C. M. que en uno de sus apartes dice: …” los sacerdotes celebrarán todos los días la santa misa…”(12 de enero de 1632. SVP. X. 303-320) Precisamente, se quedó en su patria chica no para acompañar a su anciana madre de quien era hijo único, sino para nutrir a las gentes que en la clandestinidad asistían a la misa, llevar al Señor a los enfermos y cómo no, como alimento para sí. ¿Sería posible llegar al cadalso sin la fuerza del Señor que él le dio, al celebrarla y al participar de ella?
¿Y entre las causas de las deserciones, una de ellas no será la celebración rutinaria y sin fe de la Eucaristía, o el omitirla sin causas justas? ¿Es innegable, que, si somos fieles y caminamos entre luchas y trabajos, una de las bases que nos sostienen en la vocación, es la celebración diaria y fervorosa de la Eucaristía?
“¡Oh Salvador! Si hubiera varios paraísos, ¿a quién se los darías sino a un misionero que se haya mantenido con reverencia en todas las obras que le has encomendado y que no ha rebajado las obligaciones de su estado? Esto es lo que esperamos, hermanos míos, y lo que le pediremos a su divina Majestad; y todos, en este momento, le daremos gracias infinitas por habernos llamado y escogido para unas funciones tan santas y santificadas por el mismo nuestro Señor, que fue el primero en practicarlas. ¡Oh! ¡Cuántas gracias tenemos motivos para esperar, si las practicamos con su mismo espíritu, por la gloria de su Padre y por la salvación de las almas! Amen” (SVP. XI,398).