Por: Carlos Leonardo Godoy (Seminarista Vicentino, Provincia de Colombia)
En el contexto de la preparación para la celebración del sesquicentenario de la llegada de los Misioneros Vicentinos a Colombia, y previo a la misión que tendremos del 7 al 14 de julio en Guateque – Boyacá, he querido compartir con ustedes esta reflexión en torno a nuestra dimensión misionera. Se trata sencillamente de hacer énfasis en aquello que, como cristianos estamos llamados a ejercer en nuestro tiempo.
La misión nos urge, nos llama, nos interpela. Las peripecias en las que el mundo va y viene no aseguran estabilidad, compromiso, permanencia; todo fluye, cambia, gira de manera súbita y a ritmos acelerados. En la comprensión de la realidad muchos son los ojos, los enfoques y las perspectivas que marcan una hermenéutica que no agota la respuesta del devenir histórico complejo y líquido en el que vivimos. En medio de tantas maneras de ver el mundo el cristianismo pone también su mirada aportando desde la realidad humana, ese proyecto antropológico de Cristo que invita al ser humano a una existencia más plena, a salir de sí mismo para darse al otro. Se trata de un lenguaje contrario a la propuesta de este mundo que insiste en el individualismo agresivo, en la falta de atención y cuidado del bien común y desde luego en la búsqueda afanada del éxito, la adulación y la vanagloria a cualquier precio, incluso pasando por encima de la dignidad de los demás.
Estas situaciones plantean retos, desafíos misioneros en la tarea evangelizadora de la Iglesia. Al abordar la realidad en la que el cristiano está llamado a mostrar el rostro amoroso y cercano de Cristo, la misión cobra sentido existencial y antropológico. Debe su fundamento y su fin a las palabras del evangelio, esas que invitan a llegar a todos los rincones y personas: “El Señor designó otros setenta y dos y los envió por delante, de dos en dos, a todos las ciudades y lugares adonde pensaba ir.” (Lc 10, 1); “Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación.” (Mc 16,15). La tarea misionera de la Iglesia debe ser dinámica, debe responder a las necesidades humanas que, como evidenciamos, cada vez son más fluctuantes e inestables. Los tiempos modernos son tiempos de “ingenuidad existencial” es decir, el hombre asume su vida creyendo ser sujeto de su propia realización sin percatarse muchas veces del gran tramado de necesidades que los sistemas políticos y económicos de la mano con los medios de comunicación y demás sistemas de control general a su alrededor, haciéndolo depender cada vez más de figuras, personajes y estructuras que se presentan como salvadoras.
Una auténtica espiritualidad misionera debe identificar estas realidades maquilladas, está llamada a generar conciencia. La Iglesia, como ente universal debe sembrar en los hombres y mujeres de todo tiempo y lugar la semilla de la responsabilidad por el otro. En el rostro desfigurado de la opresión en que viven muchos hijos de Dios el cristiano debe presentarse como heraldo del evangelio, esa buena nueva que no se disuelve en las páginas de las diversas ediciones de la Biblia, sino que trasciende todo contexto. Ese evangelio que se concreta en las realidades de los pueblos y naciones en donde todavía se habla de Cristo con fuerza, y aunque ese lenguaje sea incómodo o cause malestar debe anunciarse sin temor al desprecio y a la burla. Bien sabemos que el mundo suele despreciar y burlarse de aquello que en esencia le puede causar bien: “La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo… y el mundo no la conoció. Vino a los suyos y los suyos no la recibieron.” (Jn 1, 9-11).
El discípulo misionero no debe escatimar esfuerzos en su tarea de parecerse más al maestro, en pedir que su obra se haga en él. Esto conlleva exigencias, entrega radical, disposición permanente y deseos profundos de entablar una relación personal con Jesús de tal manera que nos impulse a llevarlo a cada una de las realidades humanas tanto de riqueza como de pobreza.
El cristiano, como misionero, no se predica a sí mismo, no se lucra de las palabras del evangelio, pero puede vivir de ellas “…también ordenó el Señor que los que proclaman el Evangelio, vivan del Evangelio” (1 Cor 9,14); “Permanezcan en la misma casa, comiendo y bebiendo lo que tengan, porque el obrero merece su salario.” (Lc 10, 7). Su tarea es la de hablar, decirlo todo como mandato, pero también como convicción: “Nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído.” (Hch 4,20); “Él nos ordenó predicar al pueblo y dar testimonio de que Dios lo ha constituido Juez de vivos y muertos.” (Hch 10,42). Si los discípulos de Cristo nos callamos “las piedras gritarán” (Lc 19, 40).
Que sería entonces de la misión si nuestra espiritualidad estuviera más marcada por la fuerza de la convicción, por la radicalidad del seguimiento, por el apartarnos de la comodidad que subyuga y de las apariencias que nos juzgan. Debemos ser auténticamente libres de realizar aquello para lo cual hemos sido invitados por Dios. En épocas de ausencias en los compromisos estables no cabe duda que el anuncio es menester difundirlo. Pero más anuncio no implica necesariamente más acciones, se trata de mejores acciones; no es cuestión de cantidad sino de calidad.
La misión no se equipara a una actividad meramente de hechos sin sentido, en los que creemos que estamos haciendo mucho bien y que a fin de cuentas generan más dependencia e ignorancia que cercanía y fe en Dios. Espiritualidad misionera es asumir con la plenitud de nuestro ser, en contacto con Dios la tarea de ser testigos de Cristo en todos los escenarios de la vida, es ser testimonio para los demás, es mostrar lo que Jesús ha hecho en nosotros y puede hacer en ellos, es expresar con hechos que el proyecto de Jesús es posible en un mundo sin Dios y sin ley, en una sociedad que cada vez más pierde su orientación cobijándose con la manta de una falsa e ilusoria “libertad de ser”.
Evangelizar es llevar vida a los demás, incluso donarla de ser preciso. También es disfrutar la vida ofreciéndose en el servicio, en la entrega desinteresada, tal como lo recuerda el papa Francisco citando el documento de Aparecida: “De hecho, los que más disfrutan la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás” (EG No. 10). Evangelizar es innovar, es ser creativos, es caminar alegres ofreciendo sonrisa y esperanza al decaído, al que sufre, al que goza y tiene éxito: “… la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina.” (EG No. 11).
Convencidos de la riqueza de nuestra fe y de todo lo que aún nos falta por descubrir en ella sintámonos más que enviados, dejemos que la fuerza de la palabra, siempre actual para los hombres de todos los tiempos, sea la que movilice nuestro andar. Todavía falta mucho por hacer y cumplir. Jesús nos demostró que la coherencia entre las palabras y las acciones es posible en un mundo de hipocresías y doble moral.
¡Ánimo, ten fe! Se puede. Señor, tú te entregaste por nosotros, enséñanos a entregarnos por ti.