El 16 de Junio de 1737 fue canonizado San Vicente de Paúl, por el Papa Clemente XII en Roma.
Es demasiado curioso saber que pasaron 77 años para que la Iglesia Católica reconociera la santidad del gran padre de la Caridad. Pues bien los procesos de canonización eran muchos más dispendiosos que hoy. Gracias a Juan Pablo II, los procesos se «aceleraron», por eso muchos procesos, incluyendo el del mismo Papa Wojtyla duró apenas 9 años.
El proceso de canonización de San Vicente se hizo, como decimos coloquialmente, a la «antigüita». Desde su muerte en 1660, muchos reconocieron las virtudes heroicas del Señor de Paúl, una imagen muy popular entre los vicentinos dan fe de todos los milagros que se fueron documentando luego de su muerte.
Desde los años 1700-1709 se empezaron a recoger algunos testimonios que pedían a Roma interesarse por el santo que había transformado el Reino de Francia y que con sus tres fundaciones habían llegado a muchos lugares del mundo.
El Ayuntamiento de París, escribió la siguiente carta, como testimonio de las virtudes heroicas de San Vicente:
«¿Hay alguna clase de miserables, Santísimo Padre, a cuyos males no haya puesto remedio Vicente de Paúl? Las Hijas de la Caridad, instituidas por él, que tienen más de treinta y cinco casas en París y cerca de trescientas fuera del reino, instruyen a los hijos de los pobres, les prestan los más humillantes servicios en sus propias chozas o en los hospitales, con una caridad, modestia y destreza que tanto edifica a los ricos como instruye y alivia a los pobres. Las familias indigentes encuentran un recurso seguro en las Cofradías fundadas por él y establecidas en casi todas las parroquias de esta ciudad, y no solo en la mayor parte de las ciudades, sino también en casi todos los pueblos del reino. Si un incendio hace algún estrago grande, si la esterilidad o la inundacion causan la ruina de una provincia, una junta de señoras distinguidas por su nacimiento, y todavía más por su piedad, formada por la piadosa industria de este caritativo sacerdote, y dirigida por sus sucesores los superiores generales de las misiones, consagra un día cada semana al examen y remedio de estas necesidades. Él sigue sirviendo de padre a una infinidad de niños expósitos (cuyo número es prodigioso en esta ciudad) por la compasión que de ellos tuvo e inspiró a otros. También los infelices condenados a las galeras experimentan todos los días los efectos de esta compasión. No decimos, Santísimo Padre, sino una parte de lo que vemos, etc.»
El clero de París, con júbilo pedía a Roma:
«Dignaos, pues, Santísimo Padre, dar oídos a nuestros votos y a los de estos pueblos, decretando los honores tan bien merecidos por Vicente. Los altares que le sean consagrados serán un triunfo para la Religión.»
En 1704 se empezaron a recoger testimonios y 45 años después de la muerte de San Vicente, surgieron 180 testigos que dieron fe de la vida del futuro santo.
En 1708 se enviaba a Francia una comisión para comprobar que a San Vicente no se le tributará ningún tipo de culto que pudiera frenar el proceso.
El 18 de febrero de 1712 se abría por primera vez el sepulcro de san Vicente de Paúl, a dicho evento asistió el arzobispo de Viena y 54 testigos, en los que se encontraban perítos y cirujanos del Rey. Y pasó lo sorprendente: ¡El cuerpo del gran santo estaba incorrupto! completo y sin ningún mal olor: «En fin, podemos atestiguar, y lo hacemos, que hemos hallado un cuerpo entero y sin ningún mal olor.»
Después de tan gran suceso, muchos obispos, arzobispos escribieron al Papa para confirmar que dicho cura francés era digno del reconocimiento de la Iglesia.
Era ahora necesario escoger de los numerosos prodigios obrados por intercesión de San Vicente, unos que probarán que Dios lo tenía entre sus hijos más amados, por eso de los innumerables milagros se escogieron 64 de los más notables, pero para evitar problemas solo pasaron 8 de los cuales la Santa Sede aprobó 4.
Los cuatro milagros nos lo relata un autor anónimo de 1884:
- «El primero se habla obrado en Claudio José Compoin que, habiendo perdido completamente la vista a la edad de diez años, la recibió, en un instante, luego que comenzó la novena sobre el sepulcro del siervo de Dios.
- El segundo se hizo en Ana Huillier, muchacha de ocho años, muda de nacimiento y tan paralítica de las dos piernas que, hasta entonces, no había podido dar un paso. Su madre, que bien o mal no había querido hacerle ningún remedio, hizo por ella dos novenas; el fruto de su perseverancia fue un doble milagro: la chiquita logró andar con firmeza y hablar con claridad.
- No menos resplandeció la Omnipotencia Divina en el tercer milagro, Maturina Guerin, Hija de la Caridad y de verdadero mérito, atacada de una úlcera en la pierna que daba horror; pensó al fin, después de tres años de padecer, que si tantos extraños encontraban alivio todos los días en el sepulcro del santo sacerdote, era preciso que ella, hija suya, lo hallara también. Su confianza no fue vana: al noveno día de sus oraciones se vio la pierna tan sana como si no hubiera tenido nada, y no fue porque aquellos humores se retiraran de una parte para dañar otra, pues su restablecimiento fue completo y, en seis años que vivió todavía, continuó en el servicio de los pobres con entera libertad.
- En fin, el último milagro fue el de Alejandro Felipe Legrand. Este joven que, desde su nacimiento, estaba en el hospicio de expósitos, quedó tullido a la edad de siete años, de manera que no podía andar ni acercar la mano a la boca. El cirujano de la casa, que era uno de los más hábiles de París, viendo que no conseguía nada con todos sus remedios, declaró que el muchacho no podía sanar y que era menester llevarlo al hospital general, donde había una sala para los incurables de su edad. Una Hija de la Caridad quiso, antes de hacerlo, probar los remedios de otra clase, e hizo comenzar una novena sobre el sepulcro de Vicente de Paúl, que aun no estaba concluida, cuando Alejandro recobró el movimiento que no había podido lograr con cuatro años de medicinas, y a pie y sin apoyo anduvo media legua para volver a su antiguo domicilio. Este suceso hizo la misma impresión en Roma que en París, y el milagro se sostuvo contra los ataques del promotor de la fe quien, en una corte donde frecuentemente de noventa milagros no pasa uno, tiene un protocolo de dificultades que hacer valer. En sus réplicas no se encuentran vanas declamaciones, ni palabras amontonadas y confusas que no significan nada; tiene por principios lo que han dicho los más sabios médicos, desde Hipócrates hasta nuestros días, sobre todas las enfermedades imaginables; invoca en su apoyo todo lo que ha obrado la naturaleza sola en casos semejantes, ya sea a juicio de los maestros del arte, ya por las relaciones de los historiadores. Se pregunta a un perito de consumada ciencia y basta que dude para decidir contra lo sobrenatural de la operación; pero, si se ve precisado a reconocer en ella la mano del Todopoderoso, todavía puede ser y es con frecuencia combatida su aserción. Se encarga otro perito de un nuevo examen; presenta su dictamen, como el primero, ante una asamblea inteligente; y, de tantas personas respetables por su virtud y probidad, no hay una que, como el Apóstol, no ponga a Dios por testigo, con peligro de su eterna salvación, de que no ha consultado más reglas que las de la verdad y justicia. Añádanse a eso las oraciones, comuniones y sacrificios que se ofrecen para atraerse las luces del Espíritu Santo, y se convendrá en que la Iglesia Romana toma todas las precauciones posibles para evitar el error.»
Por eso el 13 de agosto de 1729, unos años después de la exhumación, fue proclamado beato por Benedicto XIII.
Para la canonización se presentaron siete milagros. Uno de ellos también lo cuenta el autor anónimo mencionado anteriormente:
Luisa Isabel Sackville, doncella inglesa y de muy buena casa, perdió absolutamente el uso de la pierna derecha después de tres o cuatro meses de calenturas. Por poco que la apoyase en el suelo sentía en la cadera dolores tan agudos que solían hacerla desmayar. No pudieron aliviar su mal los remedios que prescribieron los más sabios médicos de París, ni unos baños medicinales que tomó; al contrario, se encontró tan desfallecida después de su viaje que el mismo año recibió dos veces los sacramentos. No se podía ver, sin compasión, a una persona tan joven reducida al uso de las muletas, y arrastrando una pierna que pendía de su cuerpo como una rama quebrada, que ya no recibe del árbol vida ni movimiento.
El 24 de junio de 1736 Clemente XII aprobó los dos milagros y el 16 de junio dio la bula de la canonización. Hubo grandes festejos por todo París y los países donde la misión del gran Santo se había extendido.
Esperamos que te guste la historia. Feliz semana.