La vida de Santa Catalina Labouré (1806-1876), Hija de la Caridad de San Vicente de Paúl. Quien tuvo la gracia de ver a la Santísima Virgen en el año de 1830.
INFANCIA Y JUVENTUD
Catalina nació el 2 de mayo de 1806 en el pueblito de Fain-lès.Moutiers, en Cote-d’Or (Francia) y era la octava de los 17 hijos, de los cuales sobreviveron 10. Sus padres, Pedro Labouré y Luisa Magdalena Gontard, propietarios de la granja que ellos mismos trabajaban, eran profundamente cristianos. Formaron a su numerosa familia en el temor y amor de Dios. La devoción a María era muy estimada.
La señora de Labouré murió en 1815. Catalina no tenía más que nueve años. Huérfana de su madre terrenal, la niña buscó otra madre en la SS. Virgen. En efecto, poco tiempo después, una criada de la granja, la sorprendió subida sobre la mesa con la estatua de María que había tomado de la chimenea y la estrechaba sobre sus brazos.
A los doce años, como consecuencia de la entrada de su hermana mayor en la Compañía de las Hijas de la Caridad, su padre le confió el cuidado de la casa, en cuya tarea fue ayudada por la anciana sirvienta y por su hermana menor Antonieta, llamada familiarmente Tonina. Los testigos en el proceso de beatificación han asegurado que se desempeñó muy bien en su cometido. Tonina reveló que a partir de los catorce años, pese a los trabajos agotadores, Catalina empezó a ayunar el viernes y el sábado, y a concurrir a misa entre semana, en el Hospicio de Moutiers Saint-Jean, distante tres kilómetros. Prácticamente no fue a la escuela y sólo más tarde aprenderá a leer y a escribir aún bastante imperfectamente.
Desde su primera comunión había oído el llamado de Dios y soñaba con la vida religiosa. Rechazó varias veces propuestas de matrimonio. Dudaba sin embargo, en la elección de una comunidad. Un sueño la ayudó a orientarse:
Un venerable sacerdote se le había aparecido y le había dicho estas palabras:
– “Un día serás feliz en venir hacia mí. Dios tiene sus designios sobre ti”.
Algún tiempo después Catalina tuvo la oportunidad de ir a la Casa de las Hijas de la Caridad en Chatillon-sur-Seine. Entrando al locutorio su mirada se detuvo en un cuadro adosado a la pared:
– “Ese, exclamó, es el sacerdote que yo vi en sueño. ¿Cuál es su nombre?”
Se le hizo saber que era San Vicente de Paúl. Desde ese momento no dudó más.
VOCACIÓN
El 21 de abril de 1830 Catalina fue recibida en el noviciado de la calle du Bac. Algunos días después tuvo la dicha de asistir a la traslación solemne de las reliquias de San Vicente de Paúl, desde Nôtre-Dame hasta la Capilla de los Misioneros Lazaritas, en la calle de Sèvres.
Luego en la capilla de la Rue de Bac tendrá las apariciones del corazón de San Vicente y de la Santísima Virgen.
Su noviciado transcurrió ciertamente en el fervor, como lo atestiguan las gracias extraordinarias con que fue favorecida y su alma mariana debió apreciar profundamente la devoción muy particular que las Hijas de San Vicente tenían a la Inmaculada Concepción. Sin embargo nada en ella llamó la atención de los que la rodeaban. He aquí el juicio más bien insignificante que sus superiores emitieron sobre ella cuando terminó el noviciado:
“Catalina Labouré: fuerte, de mediana estatura, sabe leer y escribir para sí misma. Su carácter pareció bueno. Su inteligencia y juicio no son sobresalientes. Es piadosa. Trabaja en adquirir la virtud”.
LAS APARICIONES
Primera aparición
La primera aparición tuvo lugar en la noche del 18 al 19 de julio de 1830, víspera de la fiesta de San Vicente de Paúl. He aquí como la describe ella misma en la relación que hace a su confesor:
“Llegó la víspera de la fiesta de San Vicente. Nuestra buena Madre Marta, nos dio una charla sobre la devoción a los santos, en particular sobre la devoción a la SS. Virgen, charla que me inspiró un deseo tan grande de ver a la SS. Virgen, que me fui a acostar con el pensamiento de que esa noche vería a mi buena Madre. ¡Hacía tanto tiempo que deseaba verla! Al fin me quedé dormida. Como se nos había distribuido un pedazo de género de la sobrepelliz de S. Vicente corté la mitad del mismo, me la comí y me dormí con la idea de que San Vicente me obtendría la gracia de ver a la SS. Virgen.
En fin a las once y media de la noche, oí que alguien me llamaba por mi propio nombre:
– Hermana, Hermana.
Despertándome, miré hacia el costado de donde escuchaba la voz, que era del lado del pasillo. Corro la cortina y veo un niño vestido de blanco, de 4 o 5 años de edad, que me dice:
– Ven a la Capilla, allí te espera la SS. Virgen.
Inmediatamente me asaltó la idea:
– Me van a oír.
El niño me respondió:
– Quédate tranquila, son las once y media, todo el mundo duerme profundamente. Ven, te espero.
Me vestí rápidamente y me dirigí adonde estaba el niño que había permanecido de pie, sin adelantarse más allá de la cabecera de mi cama. El me siguió o más bien, yo le seguí, siempre a mi izquierda, por donde pasaba. Las luces estaban prendidas en todas partes, lo que me sorprendió mucho; pero mayor fue mi asombro cuando al entrar a la Capilla, la puerta se abrió, apenas el niño la hubo tocado con la punta del dedo. Mi sorpresa creció todavía más, cuando vi todos los cirios y antorchas encendidos, lo que me recordó la misa de Nochebuena. Sin embargo no veía a la SS. Virgen.
El niño me condujo al presbiterio, al lado del sillón del P. Director, me puse de rodillas y el niño quedó de pie todo el tiempo. Como me parecía larga la espera, yo miraba si las centinelas (las hermanas designadas para vigilar durante la noche) no andaban por las tribunas. Al fin llegó la hora. El niño me alerta y me dice:
– ¡He aquí a la SS. Virgen, hela aquí!
Escucho un ruido, como el roce de un vestido de seda que venía del lado de la tribuna, del lado del cuadro de San José. Ella vino a detenerse sobre las gradas del altar del lado del Evangelio, en un sillón parecido al de Santa Ana; sólo que no tenía el mismo aspecto que el de Santa Ana.
Yo dudaba si sería la SS. Virgen. Sin embargo, el niño que estaba allí me dijo: ¡He aquí a la SS. Virgen! Me sería imposible expresar lo que experimenté en ese momento, lo que sucedía dentro de mí; me parecía que no veía a la SS. Virgen. Entonces el niño me habló no como un niño sino como un hombre, ¡con voz muy enérgica! Mirando entonces a la SS. Virgen, no hice más que dar un salto hasta Ella, me puse de rodillas en las gradas del altar, las manos apoyadas sobre las rodillas de la SS. Virgen.
Allí, transcurrió un momento, el más dulce de mi vida; me sería imposible decir todo lo que experimenté. Ella me dijo:
– ¡Hija mía! Dios quiere confiarte una misión. Tendrás que sufrir, pero sobrellevarás esto pensando en que lo haces por la gloria de Dios; serás atormentada hasta que lo hayas comunicado al que está encargado de dirigirte. Se te contradecirá, pero tendrás la gracia, no temas. Háblale con confianza y sencillez; ten confianza y no tengas miedo. Verás algunas cosas, da cuenta de ellas. Te sentirás inspirada durante tu oración.
La SS. Virgen me enseñó como debía comportarme con mi Director y agregó muchas cosas más que no debo decir.
Respecto al modo de proceder en mis penas, me señaló con su mano izquierda, el pie del altar y me recomendó acudir allí y desahogar mi corazón, asegurándome que en ese lugar recibiría todos los consuelos de que tuviera necesidad.
– Los tiempos son muy malos. Calamidades van a caer sobre Francia, el trono será derribado; el mundo entero se verá trastornado por desgracias de toda clase (la SS. Virgen tenía aspecto muy apenado al decir esto). Pero venid al pie de este altar: ahí las gracias serán derramadas sobre todas las personas que las pidan con confianza y fervor, serán derramadas sobre grandes y chicos. ¡Hija mía! me complazco en derramar mis gracias, sobre la Comunidad en particular, a la que amo mucho…
Respecto a otras Comunidades, habrá víctimas (la SS. Virgen tenía lágrimas en los ojos al decir esto). El Clero de París tendrá sus víctimas, el Arzobispo morirá (a esta palabra de nuevo las lágrimas) ¡Hija mía! La cruz será despreciada, correrá la sangre en la calle (aquí la SS. Virgen no podía hablar más, el dolor se pinta en su rostro). ¡Hija mía!, me dijo, todo el mundo estará triste.
(Todos estos detalles se cumplirán al pie de la letra en 1870-1871).
Yo pensaba cuando sucedería esto. Entendí muy bien: cuarenta años.
No sé cuanto tiempo quedé a los pies de la SS. Virgen; lo único que sé es que cuando hubo partido, sólo percibí algo que se desvanecía, como una sombra que se dirigía hacia el costado de la tribuna, por el mismo camino por donde había llegado.
Me levanté de las gradas del altar y vi al niño en el mismo lugar donde lo había dejado; me dijo:
– ¡Se ha ido!
Volvimos por el mismo camino, siempre iluminado y ese niño estaba siempre a mi izquierda. Creo que ese niño era mi ángel de la guarda que se había vuelto visible para hacerme ver a la SS. Virgen, porque yo le había rogado mucho que me obtuviese este favor.
Estaba vestido de blanco, llevando una luz milagrosa delante de él, es decir estaba resplandeciente de luz, poco más o menos de cuatro a cinco años de edad. Escuché sonar la hora; no me dormí más”.
Segunda aparición
Esta es la gran aparición en la que María comunica a la vidente el mensaje que debía transmitir. Nada mejor que dejar también aquí, la palabra a la misma Sor Catalina. La aparición tuvo lugar el 27 de noviembre de 1830, mientras las novicias se encontraban reunidas en la Capilla para la meditación de la tarde, víspera del primer domingo de Adviento. La escena se desarrolla en cuadros sucesivos y progresivos que introducen a la vidente cada vez más profundamente en la inteligencia del mensaje y de todo el misterio mariano.
“Era el 27 de noviembre de 1830, que caía el sábado anterior el primer domingo de Adviento. Yo tenía la convicción de que vería de nuevo a la SS. Virgen y que la vería «más hermosa que nunca»; yo vivía con esta esperanza. A las cinco y media de la tarde, algunos minutos después del primer punto de la meditación, durante el gran silencio, me pareció escuchar ruido del lado de la tribuna, cerca del cuadro de San José, como el roce de un vestido de seda.
La Virgen con el globo.
Habiendo mirado hacia ese costado, vi a la SS. Virgen a la altura del cuadro de San José. La SS. Virgen estaba de pie, era de estatura mediana; tenía un vestido cerrado de seda aurora, hecho según se dice «a la virgen», mangas lisas; un velo blanco le cubría la cabeza y le caía por ambos lados hasta sus pies; debajo del velo vi sus cabellos lisos, divididos por la mitad, ligeramente apoyado sobre sus cabellos tenía un encaje de tres centímetros, sin fruncido, su cara estaba bastante descubierta. Sus pies se apoyaban sobre la mitad de un globo blanco o al menos no me pareció sino la mitad, tenía también bajo sus pies una serpiente de color verdoso con manchas amarillentas. Con sus manos sostenía un globo de oro, con una pequeña cruz encima, que representaba al mundo; sus manos estaban a la altura del pecho, de manera elegante; sus ojos miraban hacia el cielo. Su aspecto era extraordinariamente hermoso, no lo podría describir.
De pronto vi anillos en sus dedos, tres en cada dedo; el más grande cerca de la mano, uno de mediano tamaño en el medio y uno más pequeño en la extremidad y cada uno estaba recubierto de piedras preciosas de tamaño proporcionado. Rayos de luz, unos más hermosos que otros salían de las piedras preciosas; las piedras más grandes emitían rayos más amplios, las pequeñas, más pequeños; los rayos iban siempre prologándose de tal forma que toda la parte baja estaba cubierta por ellos y yo no veía más sus pies.
Esta fase fue silenciosa; preparaba la siguiente. El globo desapareció, la Virgen va a cambiar de actitud, a bajar la mirada y teniendo los dedos siempre guarnecidos de anillos con piedras preciosas destellantes, va a hablar a Sor Catalina.
Tercera aparición
El anverso de la Medalla.
En ese momento en que yo la contemplaba, la SS. Virgen bajó sus ojos mirándome. Una voz se hizo escuchar y me dijo estas palabras:
– Este globo representa al mundo entero, especialmente a Francia… y a cada persona en particular.
Aquí yo no sé expresar lo que experimenté lo que vi.
– La hermosura y el brillo de los rayos tan bellos… son el símbolo de las gracias que yo derramo sobre los que me las piden, haciéndome comprender cuán generosa se mostraba hacia las personas que se las pedían, cuánta alegría experimenta concediéndoselas… Estos diamantes de los que no salen rayos, son las gracias que dejan de pedirme.
En este momento o yo estaba o no estaba, no sé… yo gozaba. Se formó un cuadro alrededor de la SS. Virgen, algo ovalado, en el que se leían estas palabras escritas en semicírculo, comenzando a la altura de la mano derecha, pasando por encima de la cabeza de la SS. Virgen y terminando a la altura de la mano izquierda: ¡Oh María sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Ti!, escritas en caracteres de oro. Entonces oí una voz que me dijo:
– Haz acuñar una medalla según este modelo, las personas que la llevaren en el cuello recibirán grandes gracias; las gracias serán abundantes para las personas que la llevaren con confianza.
El reverso de la Medalla.
En aquel instante me pareció que el cuadro se daba vuelta. Vi sobre el reverso de la Medalla la letra M, coronada con una cruz, apoyada sobre una barra y, debajo de la letra M los sagrados Corazones de Jesús y de María, que yo distinguí, porque uno estaba rodeado de una corona de espinas y el otro, traspasado por una espada.
Inquieta por saber que sería necesario poner en el reverso de la Medalla, después de mucha oración, un día, en la meditación, me pareció escuchar una voz que me decía:
– La letra M y los dos corazones dicen lo suficiente”.
ÚLTIMOS AÑOS
El P. Aladel, confesor de Sor Catalina, recibió con indiferencia, hasta se puede decir con severidad, las comunicaciones de su penitente. Le prohibió aún darles fe. Pero la obediencia de la Santa, atestiguada por su mismo Director, no tenía el poder de borrar de su mente el recuerdo de lo que ella había visto. El pensamiento de María y lo que Ella pedía no la dejaban, ni tampoco una íntima convicción de que la volvería a ver.
En efecto, en el curso del mes de diciembre de 1830, Catalina fue favorecida con una nueva aparición, exactamente parecida a la del 27 de noviembre, y en el mismo momento, durante la oración de la tarde. Hubo sin embargo una diferencia notable. La SS. Virgen se apareció no a la altura del cuadro de San José, como la vez anterior, sino cerca y detrás del Tabernáculo.
Sor Catalina debía tener la certeza de que no se había equivocado en el momento de la visión del 27 de noviembre. Recibió nuevamente la orden de hacer acuñar una medalla según el modelo que veía. Termina el relato de esta aparición con estas palabras:
Decirle lo que sentí en el momento en que la SS. Virgen ofrecía el globo a Nuestro Señor, es imposible expresarlo, como también lo que experimenté mientras la contemplaba. Una voz se hizo escuchar en el fondo de mi corazón y me dijo: Estos rayos son el símbolo de las gracias que la SS. Virgen consigue para quienes se las piden.
María insistió de una manera muy especial sobre el simbolismo del globo que Ella tenía en sus manos:
– Hija mía, este globo representa el mundo entero, particularmente a Francia y a cada persona en particular. Fíjese bien (dirigiéndose a su confesor): el mundo entero, particularmente Francia y a cada persona en particular.
Por eso, Sor Catalina acaba su relato con esta exclamación:
¡Oh que hermoso será escuchar decir: María es la Reina del Universo y particularmente de Francia! Los niños gritarán: María es la Reina de cada persona en particular.
El 5 de febrero de 1831, Catalina Labouré llega al Asilo de Enghien. Este establecimiento debe su fundación a la Duquesa de Borbón, en recuerdo de su hijo el duque de Enghien, fusilado en 1804 por orden de Napoleón I. Estuvo situado primero en la calle de Varennes y, en 1828, el establecimiento se trasladó a la calle de Picpus, en el barrio de Reuilly. A aquel Asilo se enviaba a los servidores ancianos de la familia de Orléans.
A Sor Catalina se la destinó a la cocina para que ayudase a Sor Vicenta; cada día había que preparar unas sesenta raciones, porque a los cincuenta ancianos del Asilo se añadían: el Capellán, el cochero, el guarda, las siete Hermanas… La competencia adquirida en el restaurante de su hermano le fue de gran utilidad. Pero muy pronto empezó a sufrir por la tacañería de su compañera: ¡a ella que le hubiera gustado tanto festejar a sus ancianos, prepararles platos agradables! Fueron años difíciles en los que su temperamento vivo fue puesto a prueba.
En 1832, una epidemia de cólera hizo estragos en París por espacio de largos meses: las muertes se contaban por millares. En el Asilo de Enghien, Sor Roland, de 25 años de edad, fue una de las víctimas. En el mes de julio, el Padre Aladel entregó a las Hermanas reunidas la Medalla que acaba de ser acuñada por el joyero Vachette. Catalina la recibió en silencio, ¡no sabía nada!… Las Hijas de la Caridad propagaban la Medalla a su alrededor. Sabían que la Virgen la ha pedido, pero no sabían quién ha sido la mensajera. Dadas las numerosas curaciones y conversiones que se producen, el pueblo de Parías empieza a llamar a esta medalla “la Medalla Milagrosa”.
En junio de 1835, se habían acuñado un millón y medio de medallas, en Francia, Bélgica, Italia, etc.
Llegamos a la época en que Sor Catalina es la responsable de la sala de ancianos. Los testimonios de las hermanas que convivieron con ella son unánimes: Sor Catalina amaba a aquellos ancianos, sin dejar por ello de ser firme cuando era necesario. Sor Josefina Combes, que vivió quince años con sor Catalina daba fe de su gran servicio.
Cuando sor Catalina, ya mayor; pasa mayor parte de la jornada en la “garita” de la portería, recibiendo a los que acudían al asilo o a los pobres que pedían una limosna, sor Ana María Levacher gustaba ir a rezar al rosario con ella.
Durante los años siguientes, tres acontecimientos iban a alegrar el corazón de Catalina. El 21 de noviembre de 1851, se establece en Reuilly la Asociación de Hijos de María, asociación que la Virgen le había pedido en la noche del 18 al 19 de julio de 1830. Su sobrina, hija de Tonina, habría de ser recibida en esta Asociación en 1857.
El segundo acontecimiento se verá preparado por la amplia difusión de la Medalla Milagrosa. El Papa Pío IX, después de amplias consultas, define el dogma de la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre de 1854.
Cuatro años después, una pastorcita Bernardette Suburous recibe, en Lourdes, la visita de una “hermosa Señora”, quien, al preguntarle su nombre, le responde: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.
La revelación del secreto… y hacia los altares
Catalina guardará secreto absoluto acerca de las apariciones de la Virgen María. Solamente su confesor, el Padre Aladel, fue el confidente. María lo quiso así y solamente cuando el confesor murió, pocos meses antes que ella, creyó Catalina que debía hablar a su superiora, porque la estatua que la Virgen había pedido aún no había sido hecha.
Catalina Labouré expiró el 31 de diciembre de 1876. Su cuerpo fue encontrado intacto con ocasión de su beatificación en 1933, y reposa en la Capilla de las Apariciones bajo el altar mismo en el que María se le apareció. Fue canonizada el 27 de julio de 1947 por Pío XII.
“Tal fue, dice el P. Gasnier O.P., aquella que la Santísima Virgen se eligió como mensajera cuando se dignó revelar al mundo su «Medalla Milagrosa» ¡Estaríamos tentados de sorprendernos de esta elección! Nuestro espíritu superficial, tan poco apto para juzgar las cosas sobrenaturales, esperaría encontrar en semejante vidente un carácter más definido, sucesos extraordinarios, éxtasis repetidos, una santidad deslumbrante y no hay nada de esto. Estamos en la presencia de un alma recta, sencilla, sin nerviosismo ni exaltación, dueña de sí misma, perfectamente equilibrada”.
Dios hace bien lo que hace: el carácter de la vidente basta, en efecto, para autenticar su testimonio. Catalina dirá un día de sí misma a su Superiora que le felicitaba por haber sido favorecida con gracias extraordinarias:
“¿Yo favorecida? Solo he sido un instrumento. No fue debido a mis méritos el que la SS. Virgen se me hubiere aparecido. Yo no sabía nada ni siquiera escribir; en la Comunidad aprendí cuanto sé y por este motivo la SS. Virgen me eligió, a fin de que no se pueda dudar”.
No se podría hablar mejor. Dios tiene sus razones al elegir los instrumentos más humildes para sus obras más hermosas, y las apariciones de la calle du Bac no son una excepción a esta regla.
Esta es grosso modo, una visión a grandes brochazos, de la que el mundo conoce como “la Santa del Silencio”.