San Juan G. Perboyre (1802-1840)

San Juan G. Perboyre (1802-1840)

BIOGRAFÍA

Autor: Anónimo (Anales Españoles. Tomo VI. • 1898)

Pedro Perboyre y María Rigal, su esposa, eran labrado­res acomodados, de la Parroquia de Montgesty, Diócesis de Cahors, a la vez que cristianos modelos en un país verdaderamente religioso, bendiciéndolos Dios en sus nueve hi­jos. Cinco de ellos se consagraron a Dios en la familia es­piritual de San Vicente de Paúl: Juan Gabriel es venerado hoy sobre los altares; Luis murió santamente en el navío que le conducía a las misiones de China; Santiago, Subse­cretario del Superior General, y sus dos hermanas, Hijas de la Caridad, vivían todavía en 1890, cuando se celebraban las fiestas de la Beatificación. Una de ellas estaba en China; la otra y Santiago asistieron en Roma a las fiestas triunfales del bienaventurado Juan Gabriel.

El niño predestinado que había de manifestar la divinidad de Jesucristo en medio de las poblaciones de la China, vino al mundo el 6 de Enero de 1802, día de la Epifanía; y treinta y ocho años después, el 11 de Septiembre de 1840, fue martirizado en China, y el lo de Noviembre de 1889 fue beatificado por el Papa León XIII, siendo el primero del siglo decimonono a quien la Iglesia ha concedido tal honor.

INFANCIA Y PRESAGIO DE APOSTOLADO

Desde la más tierna edad su alma se volvió hacia Dios, y balbucía con ternura los dulcísimos nombres de Jesús y de María. Al par que crecía en él la piedad, se aumenta­ban las luces de la razón. Tenía gran amor a los pobres; su vista le enternecía, y con mucha frecuencia los socorría con las pequeñas provisiones que le daban para ir a la escuela o al campo.

Se distinguía, sobre todo, por su sencillez, humildad, obediencia y aplicación al trabajo.

En la instrucción del Catecismo dió tales pruebas de in­teligencia y piedad, que el Sr. Cura le encargaba enseñar a sus compañeros durante su ausencia, y ellos escuchaban con gusto las lecciones de su joven maestro.

Juan Gabriel llevaba el celo de la verdad religiosa hasta el seno de su familia, y sus buenos padres se complacían en hacerle repetir los sermones que había oído, lo cual veri­ficaba con tal fervor, que un día le dijo su padre: «Puesto que predicas tan bien, es necesario que seas Sacerdote». El niño bajó los ojos y dejó escapar algunas lágrimas.

Sus padres, sin embargo, le dedicaron al trabajo del campo, en que le ocuparon hasta los quince años. El padre, admirado de la actividad y destreza de su hijo, solía decir: «La muerte puede venir y sorprenderme cuando Dios quiera; pues mis hijos ya no quedarán huérfanos, porque Juan Gabriel les podrá servir de padre».

Este gracioso y santo niño hizo su primera Comunión a los once años. Su alma estaba preparada, como se notaba por su singular piedad; desde este día fue mucho mayor su unión con Dios.

El hermano de Juan Gabriel, Luis, que era más joven, mostraba igualmente las mejores disposiciones para la pie­dad y el estudio. Se determinó, pues, su padre a entregarlo al Sr. Perboyre su tío, que era Misionero Lazarista y Supe­rior del Seminario menor de Montaubán.

El pequeño Luis era muy tímido y de salud bastante de­licada; se resolvió, pues, que Juan Gabriel le acompañase al Seminario Menor y permaneciese con él algunos meses, ya para acostumbrar a su querido Luis, ya también para que completase sus primeros estudios. Tenía entonces la edad de quince años.

Tuvo por profesor al Sr. Thyeís. Véase lo que este buen Sacerdote escribía más tarde al tío de su alumno en estos términos: «Me parece verle todavía blanco, fresco y encar­nado, de talante vivo e inteligente. Este joven nos encan­taba a todos; le comprometíamos a seguir todos los cursos que se estudiaban en el Establecimiento; usted se opuso al principio, diciendo que era necesario dejar algún hijo a sus padres para que les ayudara a cultivar sus viñas. Ignorabais, señor, que estaba determinado que uno y otro no cultivasen otras viñas que las del Señor».

Al cabo de dos años de estudio, Juan Gabriel empezó la. Filosofía, después de haber obtenido los más felices resul­tados y los aplausos de sus condiscípulos. « ¡Le amaban tanto! — Continúa el mismo testigo, — mejor diré, le pro­fesaban tierna veneración y le llamaban el pequeño Jesús. Alguna vez, estando en clase, el vecino de la derecha o de, la izquierda le inquietaba un poco, más el pequeño Jesús no respondía sino con una media sonrisa y una dulce y suplicante mirada. 2 Y ¿por qué sonreír y suplicar, en vez de zaherir a su inconsiderado vecino? Era porque quería desar­mar al travieso y no herirle. Hay en estas almas unidas íntimamente con Dios, y como si estuvieran fundidas en Él, misteriosas delicadezas de caridad…»
Al siguiente año su profesor de Filosofía cesó de expli­car antes de terminar el curso, sustituyéndole este joven de diez y siete años; y no se puede decir el contento con que fue recibido por sus condiscípulos el improvisado profesor.

Dotado de las más brillantes y sólidas cualidades, hu­biera podido Juan Gabriel pretender algún puesto distin­guido en el mundo; pero su corazón hacía ya mucho tiempo que tenía muy distintas aspiraciones: deseaba llegar a ser un apóstol.

Cierto día, viniendo de oír un sermón, dijo a su tío: «Yo quiero ser Misionero.» Al terminar la Retórica, en un ejer­cicio público leyó en un trozo de su composición: La cruz es la más hermosa insignia; en las cuales palabras se ma­nifestaba todo el interior de su alma. También escribía: «¡Ah, qué hermosa es la cruz plantada en medio de tierras de infieles y frecuentemente regada con la sangre de los apóstoles de Jesucristo!».

SACERDOTE DE LA CONGREGACIÓN DE LA MISIÓN

Juan Gabriel, admitido en la Congregación de la Misión en Diciembre de 1818, hizo su noviciado en Montaubán, y emitió los santos votos el 28 de Diciembre de 1820. Sus superiores le llamaron inmediatamente a París para que continuase los estudios eclesiásticos; después fue enviado a enseñar la Filosofía en el Colegio de Montdidier. Final­mente, el 23 de Septiembre de 1825, fue ordenado Sacer­dote en París en la capilla de las Hijas de la Caridad.

Todas las virtudes del joven Misionero estaban singular­mente embellecidas por el candor, la bondad y la sencillez. Su fisonomía era del corto número de aquellas que jamás se cansa uno de mirar: era como un reflejo de las gracias divinas, una expresión de su bondad interior.

¡Qué bien celebraba la Misa! ¡Qué fervor tenía en el al­tar! En el púlpito, su espíritu y corazón hablaban a la vez; pero su espíritu era el de la santidad, y su corazón estaba abrasado del amor divino. No es extraño, pues ya de pequeño se le llamaba el santito.

Como todos los santos, profesaba gran devoción a la Santísima Virgen; y no era una devoción vulgar y tibia, pues unía a la perseverancia en honrarla é invocar su protección una confianza, un abandono y tal ternura, que se parecía a la de un hijo que se encuentra ya en las rodillas, ya en los brazos de su buena madre.

Elevado a la dignidad sacerdotal, fue encargado el siervo de Dios de explicar la Teología en el Seminario Mayor de Saint-Flour.

En 1827, teniendo veinticinco años, se le confió la dirección del pensionado eclesiástico de Saint-Flour, cuya situa­ción difícil pedía un Superior prudente y activo. A la sazón el pensionado contaba sólo treinta alumnos; más al año siguiente tenía ya más de ciento.

¡Era cosa de gran consuelo vivir bajo la dirección de un santo!

«Durante seis años— cuenta uno de sus alumnos—tuve la dicha de vivir en compañía de este santo varón, bas­tante dichoso, admirando el resplandor de sus eminentes virtudes y sintiendo algo de los suaves perfumes que des­pedían a su alrededor. Porque no era posible aproximarse a él, ni se le podía ver sin quedar movido, atraído y como embelesado por aquella dulzura angelical, por aquella hu­mildad profunda, por aquella caridad maravillosa y por todo el conjunto de virtudes, que hacían de él un Sacer­dote santo, visiblemente predestinado, y una copia viva del mismo Salvador».

En 1832 el Sr. Perboyre supo la muerte de su hermano Luis, que dio su alma a Dios en su viaje para la China; el siervo de Dios experimentó por ello vivísimo dolor; pero este acontecimiento le confirmó más y más en su vocación de Misionero. Sus superiores no le permitieron todavía poner en ejecución sus deseos; lo llamaron a París y le pu­sieron al frente del Seminario interno o Noviciado de la Congregación.

Esto fue una bendición para los seminaristas, que tuvieron a la vista un tan perfecto modelo de la vida religiosa. «Hacía tiempo que deseaba yo tratar con un santo—decía uno de ellos; —ahora que tengo la dicha de vivir con el Sr. Per­boyre, me parece que Dios Nuestro Señor ha cumplido mis deseos. Muchas veces decía yo a mis compañeros: «Vos­otros veréis cómo el Sr. Perboyre es canonizado un día.»

El Sr. Perboyre no se daba cuenta del sentimiento de veneración que inspiraba, antes por el contrario, se tenía a sí por «el estropajo de casa.»

¿Cuál era la causa secreta que hacía que ejerciese tan po­derosa influencia sobre las almas un Sacerdote tan humilde y tan enemigo de la singularidad? Sin duda, aquella que está manifestada en las dos máximas que fueron norma de su conducta: «No se puede hacer bien a las almas sino por la oración. En todo lo que hicieres no intentes sino agradar a Dios, pues sin esto no harás sino perder el tiempo y el trabajo.»
Su Vida Apostólica

El siervo de Dios era de complexión débil, y esta fue la causa por que los Superiores manifestaron cierta dificultad en enviarlo a la China, condescendiendo con sus vivos deseos; pero habiendo hecho él una fervorosa novena a la Santísima Virgen, consiguió la gracia que tanto deseaba. Se embarcó en el Havre el 21 de Marzo, y el 29 de Abril estaba ya en Macao.

Después de seis meses de su salida del Havre, llegó a la residencia de los Padres Lazaristas de Nan-Jan-Fou, de la provincia de Onan, donde años antes, en 1820, había consumado su carrera un glorioso mártir, también Laza­rista, el Venerable Clet. Permaneció allí dos años y después fue enviado a evangelizar el Hou-pé. Es indecible lo mucho que trabajó durante algunos años de apostolado, multipli­cándose en todas partes. Descuidaba su poca salud, y el resplandor de sus virtudes ayudaba poderosamente a su palabra, por lo que todos le miraban como un hombre de Dios.

Mas se aproximaba ya la hora del sacrificio, y Dios dio a conocer a su siervo que se acercaba, permitiendo que pa­deciera angustia semejante a la del Redentor en el Huerto de las Olivas. Aparta de él la luz interior que le comunicaba, y le abandona durante algunos meses a la desolación. Se creía, como San Francisco de Sales, reprobado por Dios. En el crucifijo solamente veía un Juez severo, de quien no podía esperar sino maldición, y cuando celebraba la santa Misa le parecía ser como otro sacrílego Judas. Las penas interiores alteraron profundamente su flaca salud, y habría sucumbido, seguramente, a no haber puesto Dios término a tan dura prueba, apareciéndosele el divino Maestro en­clavado en la Cruz y diciéndole: ¿Qué temes? ¿Por ventura no he muerto también por ti? Mete tus dedos en mis llagas y confía mucho en tu salvación.» Desapareció la visión confortans eum, y se disiparon los temores, quedando su alma inundada de gozos y paz indecible, pues con esto había el siervo de Dios recibido como una garantía de su sal­vación y un presagio de su martirio, parecido al de, Jesu­cristo.

EL MARTIRIO

Era el 15 de Septiembre del año 1839, y se encontraban el Sr. Perboyre y el Sr. Baldus, su hermano de Congrega­ción, en su residencia de Tha-Yuen-Keon, cuando de re­pente recibieron la noticia de que venían a prenderles algu­nos satélites conducidos por mandarines. Estos pusieron fuego a la residencia y maltrataron a algunos cristianos. El siervo de Dios trató de ocultarse huyendo, logrando du­rante dos días burlar la vigilancia de los satélites que le perseguían; iba acompañado de un guía chino. Dos días después, sintiéndose desfallecido, se echó para descansar en la espesura de un bosque. Llegaron allí los soldados, y no conociendo al Misionero, preguntaron al guía si le ha­bía visto. Contestó aquel discípulo codicioso:—¿Cuánto se le dará al que le descubriere?—Treinta taels.—Pues entonces, aquí está. En seguida fue cogido y amarrado el Sr. Per­boyre, quien aconsejó la paciencia a otro discípulo que le defendía. Habiéndole obligado a declarar dónde estaban escondidos sus hermanos, se negó constantemente a ello, por lo cual le maltratan, le quitan sus vestidos y le lle­van al mandarín. Éste manda devolverle sus vestidos, y luego suspenderle de una viga por las manos; mas temiendo que por su debilidad sucumba pronto, le manda sentar y sujetar a un banquillo, donde, a semejanza del divino Mo­delo atado a la columna, sirve de juguete a todos los ofi­ciales de aquel tribunal.

El día siguiente fue conducido, cargado de cadenas, a la ciudad de Kon-Tching, y habiendo caído desmayado, Dios le proporcionó otro Simón Cirineo en un pagano llamado Licou, que, movido de compasión, pagó una litera para ser transportado el mártir hasta Kon-Tching. Supo correspon­der muy bien nuestro mártir a esta obra de caridad, pues en seguida de su muerte, se apareció al caritativo Licou, durante una enfermedad que le sobrevino, consiguiéndole la gracia de la fe y de una muerte cristiana.

En dicha ciudad permaneció treinta días, siendo su mo­rada la prisión. En este tiempo se le manifestaron los jue­ces bastante humanos. Confesó el Misionero que era Sacerdote de Jesucristo y que jamás renunciaría a su fe: a las preguntas que se le hacían sobre los otros Misioneros, res­pondía únicamente: aquí no conozco más que el que les está hablando.

Se le condujo después a Siang-Tang-Fou, en cuyo tri­bunal declaró con firmeza que había venido a la China para predicar la fe cristiana. El juez le carga de amenazas, de insultos y de acusaciones, y con el tormento más sensible, esto es, las torturas tan humillantes que infligieron a su pureza.
Hace traer el mandarín varios objetos sagrados, que se habían cogido a los Misioneros en el saqueo de la residen­cia, y manda al confesor de Cristo que se los ponga y que lea en el Misal para así mofarse de él. Le amenaza con toda suerte de suplicios, a fin de conseguir que renuncie a la fe cristiana cuanto antes; pero el hijo de Vicente de Paúl permanece inalterable en medio de tantas injurias y amenazas.
Al día siguiente tuvo lugar el segundo interrogatorio, durante el cual permaneció cuatro horas hincado, las rodi­llas desnudas, sobre cadenas de hierro.

Quince días después hubo de comparecer delante del tribunal superior. El nuevo juez, exasperado por la cons­tancia invencible del confesor de la fe, le mandó primero arrodillarse sobre una cadena, después suspenderle en el hang-tsé. Era éste una máquina que se colocaba encima del paciente, a la que se ataban los pulgares juntos de las dos manos y la trenza del cabello. En este suplicio perma­neció durante cuatro horas, y por aumentar tan atroces tormentos, agarraba un satélite al paciente de la trenza y le sacudía bárbaramente.

Diez días después sufrió un nuevo interrogatorio, y de nuevo se le hace fuerza para que llegue a renegar de su fe. Se le dieron 40 golpes en la cara con un látigo de tres correas, hasta poner su rostro en tal estado, que ni si­quiera le quedaba apariencia de hombre. Con todo, mandó el mandarín que se le colgara y atormentara en el horrible hang-tsé. En medio de tan espantosos tormentos, no se oye ni una queja ni un suspiro de dolor al atleta de Jesucristo, que en todo se parece a su divino Maestro, tanto, que los espectadores, todos conmovidos, apenas pueden contener sus lágrimas.

Poco tiempo después fue el santo prisionero conducido, en compañía de otros diez cristianos, a Ou-Tchang-Fou, capital de Hou-pé, distante 140 leguas. Iban cargados de cadenas y grillos en el cuello, en las manos y en los pies. Apenas llegaron fueron aherrojados en una horrible cárcel en compañía de criminales acostumbrados a toda clase de crímenes, é infestado el lugar por la miseria que reinaba, a causa de la mucha suciedad. Por la noche se sujetaba al preso por un pie a un cepo sujeto a la pared, con lo cual bien pronto se resintió, llegando a pudrírsele y a secársele una de las arterias.

En dicha ciudad de Ou-Tchang-Fou fueron muchos los tormentos que le dieron, cuidando al propio tiempo de que no se les muriera la víctima. En una ocasión le pusieron con las rodillas desnudas sobre cadenas de hierro, con las manos en cruz, sosteniendo pesados trozos de madera; el cansancio y la debilidad no le permitían sostenerlos y se le caían; entonces con rudos golpes le obligaban a levantar­los; así permaneció desde las nueve de la mañana hasta anochecer. En otro interrogatorio mandó el mandarín a los demás cristianos que le insultasen y escupiesen en el rostro y le burlasen; cinco tuvieron la debilidad de cumplir tan impía orden y apostatar; más uno de ellos se le acercó con respeto y le quito un cabello, que conservó como reliquia.

Le presentaron, en fin, al virrey, verdadero tigre, que había adquirido por todo el Imperio fama de feroz, y que era enemigo encarnizado de los cristianos. El siervo de Dios declaró en su presencia que era Sacerdote cristiano, con­fesando con ingenuidad no menos que con valor su fe. El virrey mandó que se le suspendiera de los cabellos durante algunas horas. En otra ocasión mandó que se le sujetase a una especie de cruz durante la mayor parte del día. Con un punzón de hierro grabaron sobre la frente del mártir ese estigma: Secta abominable. Unas veces le levantan en alto y le dejan caer con todo su peso. Otras le suspenden del cabello con los brazos en cruz; otras le ponen sobre las pantorrillas una palanca, sobre la cual se balanceaban dos hombres; en una palabra, le quebrantan sus miembros de mil maneras, según les inspira su crueldad. Mas en medio de todos estos tormentos espantosos, conserva el inven­cible atleta de Cristo la paz más completa, y sobre su semblante se ve resplandecer la alegría que inunda su corazón.

No pararon los tormentos en lo físico, sino que también tuvo que padecer en lo moral. En efecto, tiraron al suelo un Crucifijo:—»Pisotea al Dios que tú adoras, y te doy libertad —exclamó un mandarín.— ¡Ay de mí!—gritó el mártir muy conmovido —¿Cómo podría yo injuriar así a mi Dios, mi criador y mi salvador?» Y bajándose, aunque penosamente, toma con devoción la sagrada imagen, la aprieta sobre su corazón y la pega a sus labios; pero un satélite se la quita y la profana de una manera horrible, y el mártir exhala un ¡ay! profundo, eco del dolor de su corazón. En castigo se echan sobre él los ministros, dán­dole cien golpes de bastón. Mandó el juez que se pusiera los ornamentos sagrados, y los satélites se rieron de él, gri­tando: «Mirad al Dios vivo».

Espantado el virrey de la constancia inalterable de su víctima en medio de tan crueles tormentos, creyó que ten­dría algún hechizo, y para quitárselo le obligaron a beber la sangre fría de un perro ahogado.

Al día siguiente tuvo lugar para él una sesión todavía más atroz, lloviendo de nuevo sobre sus fuerzas quebran­tadas toda clase de suplicios. Cansado de luchar, aquel tigre se precipita sobre la víctima y descarga sobre ella los más terribles golpes, que repite por largo rato, quedando el mártir apenas con un hálito de vida. Viéndose el virrey vencido por tanta constancia, lleno de confusión, condena al mártir a morir estrangulado.

Como en la China ninguno puede mandar ejecutar una pena de muerte, sino solamente el Emperador, fue necesa­rio esperar nueve meses su orden, los cuales pasó Gabriel Perboyre en la horrible cárcel que antes dijimos. Se ganó, por su afabilidad, los corazones de los carceleros y de los criminales encerrados con él. En este tiempo disfrutó de tranquilidad, relativamente a lo que había sufrido, pudiendo recibir muchas visitas que los cristianos le hicieron. Tam­bién se aprovechó de ella para confesarse con un Sacerdote chino, hermano de Congregación; pero no pudo recibir a su Dios sacramentado, como deseaba en gran manera.

Al fin llegó el correo que traía la ratificación de la sen­tencia de muerte dictada contra el confesor de la fe. Sin pérdida de tiempo le sacaron de la prisión para conducirle al lugar del suplicio. Iba, como su divino Maestro, en me­dio de ladrones, los pies desnudos, las manos atadas a la espalda y llevando sobre su cabeza la sentencia de muerte. Dos satélites le conducían a galope hacia el lugar del su­plicio, acompañado del ruido de los tambores y en presen­cia de una multitud penetrada de terror a la vista de aquel lúgubre aparato. Durante su última prisión había el vene­rable mártir recobrado su salud por un verdadero milagro, habiendo desaparecido completamente sus heridas y su rostro se tornó hermoso y radiante. Al verlo, todos ex­clamaban: «¡Es un prodigio!» Todos estaban conmovidos y todos mostraban benevolencia hacia el buen Misionero.

Llegados al lugar, ejecutaron a siete criminales, y entre­tanto, el santo mártir, de rodillas, eleva su espíritu al Se­ñor. En fin, ya está amarrado al patíbulo, que tiene la for­ma de cruz. Sus manos sujetas por detrás al palo trans­versal, y los dos pies atados también por detrás, permanecen suspendidos, en actitud de rodillas, a algunas pulgadas de la tierra. Primera y vigorosa torsión de la cuerda por el verdugo, que luego aflojó, para dar al paciente tiempo de reconocerse y sentir más la muerte. Nueva torsión, y nue­vamente es aflojado el dogal. En fin, al tercer golpe la pre­sión debe ser suficiente; pero pareciendo que el cuerpo conservaba algún aliento de vida, un satélite le dio un golpe con el pie en el vientre, y con esto el victorioso mártir cesó de padecer. Dios había recibido en su seno esta alma tan heroica, que le había amado tanto. Esta es la hora del triunfo, que debe durar eternamente.

EL TRIUNFO

No tardó Dios en glorificar a su fiel siervo, pues hizo, que en seguida apareciera en el cielo una gran cruz, muy luminosa y claramente diseñada, la cual vieron muchos fieles y paganos que habitaban lugares muy distantes.

Permaneció el cuerpo del Venerable mártir veinticuatro horas pendiente de la cruz; y mientras que los otros crimi­nales presentaban un rostro feo y horrible, él presentaba un aspecto apacible y gracioso que llenaba de admiración a los espectadores. Los miembros habían conservado su flexibilidad, los ojos modestamente inclinados, la boca sua­vemente, cerrada y la tez rojiza; todo lo cual representaba el sueño del justo. Los cristianos sepultaron su cuerpo en la montaña roja, junto a los restos del Venerable Clet.

Admirados los paganos de estos sucesos y mediante la intercesión poderosa del bienaventurado mártir, muchos de ellos se convirtieron. En cuanto a los mandarines que le habían atormentado, en breve tiempo perecieron mise­rablemente.

Se debe asociar a la común admiración de tan esclare­cido héroe de la fe sus dignos padres. Cuando se dio no­ticia a éstos de los padecimientos de su hijo, exclamó su madre, verdaderamente cristiana, con lágrimas en los ojos: –«¿Por qué he de vacilar en ofrecer a Dios el sacrificio de mi hijo? ¿No sacrificó, por ventura, el suyo la Santísima Virgen por mi salvación? Además, no creo que amaría verdaderamente a mi hijo si me afligiera, pues al presente está gozando ya del colmo de sus deseos».

Apenas se había pasado medio siglo, cuando el Sumo Pontífice León XIII proclamaba la gloria del mártir, de­clarándole Beato en presencia de millares de pobres traba­jadores franceses, que habían concurrido a la Ciudad Eterna para manifestar su veneración hacia el Vicario de Jesucristo y asistir al triunfo del hijo de un modesto trabajador.
El dos de junio de 1996, junto a otros mártires chinos fue canonizado por San Juan Pablo II, la familia vicentina entera esperaba con ansias la glorificación de este su ilustrísimo hijo, para tener en el cielo un abogado y defensor.

EL MARTIRIO UN LLAMADO ACTUAL

Para muchos San Juan Gabriel Perboyre es un santo desconocido, o muy poco “comercial”, para los fieles católicos, para la familia vicentina en espacial para los Misioneros, es un santo al que se le guarda un cariño muy especial, ya sea por la corta edad en la que fue martirizado o por la nobleza con que es pintado o tallado en sus cuadros y estatuas.

En Colombia este santo vicentino es patrono de dos emblemáticas casas, tal vez las más significativas y las más importantes, la primera la casa provincia en Bogotá y la segunda la Escuela Apostólica la más antigua de la provincia.

Para las generaciones presentes y futuras de misioneros, es claro el mensaje que transmite la vida y obra de Perboyre en primer lugar: el testimonio, aquella Biblia con la que el peregrino, transeúnte, ateo, infiel, creyente o no creyente, se encuentra, es el testimonio de santidad que debemos reflejar todos los cristianos, es el lenguaje accesible a los corazones más déspotas, es el lenguaje que les hablo a aquellos verdugos que silenciaban la vida del santo, pero que dentro de sí estaban admirados o simplemente entristecidos porque en sus manos se extinguía una alma noble.

En segundo lugar está la obediencia y disponibilidad que deben distinguir al misionero vicentino, obedecer la voz de Dios que nos habla por medio de los superiores, no sabemos cuáles son los designios de Dios, pero sabemos que sí en sus manos ponemos nuestras vidas, todo será para Gloria de Él y para el bien de sus escogidos. El misionero no está aferrado a un lugar, no es dueño de una parroquia o de un seminario, no tiene más límites y más fronteras que el mismo mundo, su equipaje no son un cumulo de cosas y propiedades que lo aferran a asentarse en un solo lugar, su equipaje, es al contrario, ligero, suave, por que Jesús cargas sobre sus hombros lo más pesado, de forma que el misionero es libre, goza de la preciosa libertad que tienen los hijos de Dios, y puede desplazarse sin temor hacia lo desconocido.

Por último, queda el testimonio del martirio, hoy debemos responder con valentía y seguir aferrándonos a Jesucristo nuestro salvador, cuando el mundo, la sociedad y los pueblos buscan que se deje de predicar la buena nueva a los pobres; hoy la respuesta deberá seguir siendo la entrega, incluso hasta la muerte, incluso frente a la humillación y la violencia, hoy frente al odio y la guerra se debe responder con amor y paz, como diría San Pablo: “vencer el mal a fuerza de bien”

GRANDES ETAPAS.

1802, 6 de enero Nace cerca de Montgesty, diócesis de Cahors
1818, 15 de diciembre Entra en la Congregación de la Misión
1925, 23 de septiembre Ordenación sacerdotal en la Capilla de las Hijas de la Caridad, calle del Bac – Paris
1835, 21 de marzo Parte hacia China
1840, 11 de septiembre Muere Mártir
1889, 10 de noviembre Beatificación
1996, 2 de junio Canonización
11 de septiembre Su fiesta litúrgica

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