Peregrinación al corazón
Dirección espiritual- Sacramento de la reconciliación- Compartir la fe
Queridos miembros de la Familia vicenciana del mundo entero,
¡La gracia y la paz de Jesús estén siempre con nosotros!
Al comenzar la Cuaresma, con una profunda alegría interior damos gracias a Jesús por este tiempo santo del año que nos ayuda a comprender y a contemplar con los ojos del corazón sus gestos de infinita misericordia hacia nosotros, hacia los demás y hacia toda la humanidad.
Continuamos nuestra reflexión siguiendo la línea de las cartas precedentes sobre los elementos que han modelado la espiritualidad vicenciana y llevaron a san Vicente de Paúl a ser un místico de la Caridad. En la última carta de Adviento, evocamos una de las principales fuentes a las que Vicente recurrió como místico de la Caridad: la oración cotidiana. En esta carta de Cuaresma, quisiera reflexionar sobre otras fuentes que hicieron de san Vicente un místico de la Caridad: la dirección espiritual, el sacramento de la Reconciliación y el compartir la fe.
Les invito a todos a hacer de esta Cuaresma una peregrinación, una peregrinación del corazón, al corazón de Jesús y al nuestro. Si los dos corazones se encuentran, si los dos corazones están llenos de los mismos pensamientos y de los mismos deseos, todas las acciones que realicemos, en todos los momentos de nuestra vida, serán acciones santas. Jesús llenará nuestro corazón de su presencia hasta en los rincones más recónditos y nuestro corazón será un corazón según su corazón.
Los archivos de la Casa Madre de la Congregación de la Misión en París conservan dos listas de conferencias que san Vicente pronunció en San Lázaro. Una, de la mano de Renato Almerás, Asistente en la Casa Madre y después, sucesor de Vicente como Superior general, comprende el periodo que abarca de 1656 a 1660. La otra, escrita por Juan Gicquel, Vice-asistente, corresponde al periodo de 1650 a 1660. Ninguna de las dos listas está completa pero las fechas y los temas indicados para las conferencias de febrero de 1652, 1653, 1654 y principios de marzo de 1655 dejan entender que Vicente se dirigía a sus cohermanos cada año, al comenzar la Cuaresma. He aquí un ejemplo típico:
Febrero 1652. – Pasar bien esta cuaresma
1. Obligaciones que tenemos para pasar bien esta cuaresma con mayor devoción y austeridad que las otras.
2. Qué piensa hacer cada uno para pasarla mejor (SVP XI/4, 845).
Vicente mismo nos dice que cada año, los miembros de las Conferencias de los martes hablaban del buen uso de la Cuaresma (SVP XI/4, 783) y, aunque no hayamos encontrado más que algunas alusiones a la Cuaresma en sus conferencias a las Hijas de la Caridad, es difícil imaginar que no les hablara también a las Hermanas sobre ella.
Desgraciadamente, no nos ha llegado ninguna de las conferencias de Cuaresma de Vicente. Aparecen referencias dispersas en sus cartas y en otros escritos, pero la mayoría de sus palabras sobre la Cuaresma han desaparecido. Conscientes de la importancia concedida por Vicente al hecho de «Pasar bien esta cuaresma», emprendemos una peregrinación, una peregrinación al corazón, reflexionando sobre tres fuentes importantes, presentes en la tradición y la espiritualidad vicencianas, a saber: la dirección espiritual, el sacramento de la Reconciliación y la oración compartida.
• La dirección espiritual
La dirección espiritual puede ayudarnos en el camino de nuestra vida, consiste en hablar sencilla y confidencialmente con un director espiritual de nuestras alegrías y de nuestras penas, de nuestras luchas cotidianas, de nuestros éxitos y de nuestros fracasos. Pocas cosas son más útiles para gestionar sentimientos profundos, preocupaciones y problemas, que un «confidente» que nos comprende y conoce las trampas que pueden jalonar nuestra ruta. Las luchas que encontramos en torno a cuestiones delicadas, tales como la sexualidad, a menudo son embarazosas, pero hablar de ellas francamente con un acompañante experimentado es generalmente la primera etapa más prudente para resolverlas.
San Vicente habló a menudo de la necesidad de la dirección espiritual. El 23 de febrero de 1650, escribía a Sor Juana Lepintre: «Tiene usted razón al decir que la dirección espiritual es muy útil; es un lugar de consejo en las dificultades, de ánimo en los sinsabores, de refugio en las tentaciones, de fuerza en los desánimos; en fin, es una fuente de bienes y consuelos, cuando el director es caritativo, prudente y experimentado» (SVP III, 572). A la inversa, cuando los problemas son reprimidos demasiado tiempo o cuando intentamos resolverlos solos, pueden provocar una enorme confusión personal y terminar por explotar. Vicente era consciente de que, lamentablemente, la práctica de la dirección espiritual cae a veces en desuso después de la ordenación sacerdotal o la emisión de los votos. Así pues, él se la recomendaba explícitamente a los que venían a San Lázaro para los ejercicios de los ordenandos (SVP X, 182).
El objetivo de hablar con un guía espiritual, expresado claramente desde la época de los Padres y de las Madres del desierto, es sencillo: se trata de la pureza de corazón. Así pues, Vicente recomendaba la dirección espiritual al menos varias veces por año (cf. Reglas comunes de la Congregación de la Misión X, 11), en particular durante los ejercicios o los tiempos litúrgicos como la Cuaresma.
De la misma manera que san Vicente de Paúl exhortó con tanta claridad a todos los Cohermanos, a las Hermanas, y en general a todas las personas consagradas a tener un director espiritual, un confidente caritativo, prudente y experimentado, yo quisiera animar a cada miembro de la Familia vicenciana, consagrado y laico, a tener un director espiritual para que le acompañe en su peregrinación. San Vicente exhortó a las personas consagradas a que no limiten la dirección espiritual al periodo de la formación inicial – postulantado, seminario interno, seminario
– y luego no la continúen, sino a que integren la dirección espiritual en su itinerario espiritual a lo largo de su vida.
Cada persona decide con su director espiritual el ritmo de los encuentros para la dirección espiritual. Nuestro Fundador sugirió que tuviera lugar al menos varias veces al año. Esto podría ser cada dos o tres meses. A este respecto, cada una de las diferentes congregaciones pertenecientes a la Familia vicenciana tiene sus propias Constituciones y Estatutos que hablan de la manera de llevarla a cabo en su vida.
• El sacramento de la Reconciliación
El Papa Francisco ha puesto un fuerte acento sobre la misericordia divina. Es la primera palabra de su lema: Miserando atque Eligendo (que podríamos traducir libremente: « lo miró con misericordia y lo eligió »). Al comienzo de su pontificado, un domingo en el Ángelus, recomendó a sus oyentes el libro del Cardenal Walter Kasper: La Misericordia. Clave del Evangelio y de la vida cristiana.
Cuatro siglos antes, san Vicente pensaba también que la misericordia estaba en el corazón de la Buena Nueva. La describe como «… esa hermosa virtud de la que se ha dicho: “Lo propio de Dios es la misericordia” » (SVP XI/3, 253).
El sacramento de la Reconciliación es la celebración de la misericordia de Dios con cada uno de nosotros. Es un diálogo ritual entre: 1) Dios que, en su gran misericordia, trata continuamente de salir a nuestro encuentro, y 2) nosotros, que reconocemos la necesidad de su misericordia. Él ofrece la paz a los que reconocen sus pecados con toda humildad.
Decir la verdad con sencillez es esencial tanto en el sacramento de la Reconciliación como en la dirección espiritual. Vamos a confesarnos para expresar nuestros pecados sencillamente ante Dios, persuadidos de que su amor, que sana, nos llega por medio de los signos sacramentales. La calidad de nuestra relación con el confesor dependerá en gran parte de la transparencia con la que nos mostremos. Así pues, es imperativo que una relación así se caracterice por la libre apertura de uno mismo y por evitar el mantenimiento de « rincones escondidos » en nuestra vida.
San Vicente de Paúl nos invita a recurrir a menudo al sacramento de la Reconciliación «a fin de conseguir la conversión continua y la sinceridad de la vocación» (Constituciones de la Congregación de la Misión 45 § 2). A la luz de estas palabras de ánimo, inspirado por el espíritu de Jesús, invito a cada miembro de la Familia vicenciana a encontrarse personal y regularmente con Jesús en el sacramento de la Reconciliación.
Muchos de ustedes, quizás la mayoría, se encuentran con Jesús en el sacramento de la Reconciliación al menos todos los meses, incluso más a menudo. Yo quisiera aprovechar esta ocasión para exhortar a los miembros de la Familia vicenciana, que quizás no tienen la costumbre de encontrarse regularmente con Jesús en el sacramento de la Reconciliación, al menos una vez al mes, a que respondan a la invitación de Jesús y hagan de él una práctica regular en su camino espiritual.
• Compartir la fe
En tiempos de Vicente, ejercicios tales como la repetición de oración y la práctica de la acusación ofrecían a los miembros de su familia espiritual la ocasión de compartir frecuentemente su fe y de reconocer abiertamente sus faltas. A lo largo del tiempo, lamentablemente, estas prácticas se han vuelto convencionales y rutinarias, de manera que progresivamente han perdido la espontaneidad que les daba vida.
Sin embargo, la oración compartida siempre se valora. A través de los siglos, han surgido diversos modelos de compartir la fe. Diferentes Padres espirituales nos transmitieron un método o etapas para ayudarnos a escuchar la Palabra de Dios, para estar abiertos a acogerla en nuestro corazón y recibir la inspiración del Espíritu con el fin de comprender lo que Jesús nos dice personalmente, a través de un texto dado. Después, con toda sencillez y humildad, lo compartimos con el grupo, la comunidad. Es una
«tierra sagrada» donde nos sentimos seguros, no juzgados, ni criticados, sino escuchados, aceptados como iguales, tal como somos en ese momento de nuestro camino espiritual. En ese ambiente, en esa comunidad, en ese encuentro de oración compartida, profundizamos en nuestra relación con Jesús, con nosotros mismos y con los otros.
A Vicente le gustaba que el compartir fuera franco y concreto. Él decía:
«Una buena práctica es llegar a los detalles de las cosas humillantes, cuando la prudencia nos permite que las digamos en voz alta, debido al provecho que de ello se saca, superando la repugnancia que se experimenta al descubrir y manifestar lo que la soberbia querría tener en oculto. El propio san Agustín publicó los pecados secretos de su juventud, componiendo un libro para que todo el mundo conociese todas las impertinencias de sus errores y los excesos de sus desvaríos. Y aquel vaso de elección, san Pablo, aquel gran apóstol que fue arrebatado hasta el cielo, ¿no confesó que había perseguido a la Iglesia? Y lo puso incluso por escrito, para que hasta la consumación de los siglos se supiera que había sido un perseguidor» (SVP XI/4, 742-743).
Entre otras muchas formas de oración compartida que ustedes conocen o pueden practicar en sus comunidades o grupos, permítanme proponerles un modelo, titulado las «siete etapas», un esquema que puede ser utilizado en nuestras comunidades o en cualquier otro grupo.
Siete etapas:
• Recordamos la presencia del Señor.
Alguien comienza con una oración o un canto.
• Leemos un texto.
Alguien lee un texto bíblico, un fragmento de san Vicente u otro.
• Dejamos que Dios nos hable en silencio.
Hacemos silencio durante un tiempo determinado y dejamos que Dios nos hable.
• Elegimos palabras o frases que nos impactan.
Cada persona elige una frase corta o una palabra y la dice en voz alta en la oración, mientras que los demás guardan silencio.
• Compartimos lo que hemos escuchado en nuestro corazón.
¿Qué nos ha conmovido personalmente en la lectura o en la oración?
• Hablamos de lo que cada uno o el grupo en su conjunto están llamados a hacer.
¿Hay algo que estamos llamados a hacer?
• Oramos juntos.
Terminamos con una oración o un canto.
La oración compartida es una «tierra sagrada» en la que nos descalzamos para ponernos ante Jesús, con toda sencillez y humildad. La oración compartida no es un momento en el que, después de haber escuchado y meditado la Palabra de Dios, pronunciamos una breve homilía o una breve exégesis del texto que acabamos de leer, tomando el papel de maestro. La oración compartida consiste más bien en escuchar y en meditar lo que Jesús nos dice personalmente a cada uno de nosotros, y después en compartirlo con el grupo, con nuestra comunidad.
Jesús es quien sana, y nosotros estamos invitados, con nuestras heridas, a ser sanadores, según su corazón. Es posible compartir nuestras debilidades, nuestros retos, nuestras inquietudes y nuestras luchas interiores con un grupo, con la comunidad, cuando no nos sentimos amenazados, juzgados o rechazados; pero también cuando nos sentimos profundamente respetados, aceptados, amados, en un contexto en el que nos sentimos como verdaderos hermanos y hermanas, amigos muy queridos, que se ayudan mutuamente en el camino de la vida.
En nuestras comunidades de vida consagrada, nuestra manera habitual de estar juntos es probablemente para la Eucaristía, la oración cotidiana, los tiempos de oración común, las comidas, tiempos de expansión, reuniones comunitarias, etc… En estos diferentes momentos, me gustaría invitar a las congregaciones de vida consagrada, así como a todas las ramas laicas de la Familia vicenciana, a reflexionar sobre la posibilidad de introducir un encuentro en el que se comparta la fe según el método más conveniente para cada congregación o grupo, eligiendo entre los numerosos métodos que ustedes mismos conocen, o que les serán presentados. El método que he propuesto en esta carta de Cuaresma es un ejemplo.
Cada comunidad podrá reflexionar y decidir con qué frecuencia organizar un encuentro de oración compartida: una vez a la semana, una vez al mes, varias veces al año, en función del calendario litúrgico, o de cualquier otro ritmo elegido por la comunidad o el grupo. Numerosas comunidades y grupos practican ya la oración compartida. Dirijo esta invitación y animo a las comunidades y a los grupos en los cuales esta práctica todavía no es una realidad.
Emprendemos juntos una «peregrinación al corazón». Una reflexión más profunda sobre la dirección espiritual, el sacramento de la Reconciliación, la oración compartida y su adopción como «compañeros» regulares, nos garantizan que nuestra peregrinación alcanzará su objetivo: unir el corazón de Jesús y nuestro propio corazón para llegar al corazón de todas las personas como evangelizadores más efectivos de los pobres.
Su hermano en San Vicente,
Tomaž Mavrič, CM Presidente