SAN JUSTINO DE JACOBIS, CM OBISPO:
09 de octubre de 1800 – 31 de julio de 1860
“El santo de Italia en Etiopía”
NACIMIENTO, INFANCIA Y JUVENTUD
Justino De Jacobis nació el 09 de octubre de 1800 en la aldea de San Fele, de la Provincia de Potenza, Italia. Sus padres se llamaban Juan Bautista De Jacobis y María Josefina Muccia, fue el séptimo de entre catorce hijos, de los que murieron nueve en tierna edad; fue bautizado al día siguiente, en la Iglesia parroquial del arcipreste don Prieto Pellegrino y le pusieron tres nombres: Giustino Pasquale Sebastiano. No fue el único que abrazó la vida religiosa, dos de sus hermanos consagraron sus vidas al Señor: Vincenzo, quien fue monje cartujo, y Filippo, quien también fue misionero vicentino. Además, dos de sus otros hermanos, no fueron consagrados pero se hicieron profesionales, uno (Nicola) llegó a ser literato y el otro (Donato) abogado.
El lugar de su origen es una de las zonas tradicionalmente pobres de Italia, con pocos medios materiales, pero con mucha riqueza humana y cristiana.
Su familia era sencilla pero con un nombre y prestigio social, y de fuerte tradición católica. Por ello, recibió una buena educación, sobre todo gracias a su madre, quien le enseñó con su palabra y ejemplo lo mejor de la vida cristiana y lo llevó con sencillez a un verdadero estilo de vida según el querer de Dios. Además, su amor por la lectura del evangelio y su oración le ayudaron a cultivar su vida espiritual.
El 26 de mayo de 1808, a los siete años de edad, recibió el sacramento de la confirmación por Monseñor Gianfilippo Ferrone, y en 1814, por causas no conocidas con precisión, su familia cayó en dificultades y se vieron obligados a trasladarse a la ciudad de Nápoles, donde siguió formándose en literatura, ciencias humanas y el afianzamiento de su espiritualidad con la oración y los sacramentos.
RELATO DE SU VOCACIÓN
En Nápoles, conoció a un sacerdote carmelita, el Padre Mariano Cacace, quien supo intuir su vocación a la vida consagrada y convirtiéndose en su confesor, director espiritual y acompañante vocacional, le ayudó a madurar en su proceso y descubrió, después de haber discernido sus inclinaciones e inquietudes, que debía impulsarlo a una vida esencialmente activa, en pro de la predicación y extensión del Reino y por ello lo orientó hacia la Comunidad de los Misioneros Vicentinos, a quienes conocía y estimaba. Es así como el 17 de octubre de 1818 ingresó a la Congregación de la Misión.
En la casa napolitana “Dei vergini” o “de los Vírgenes”, Casa Provincial y sede del Seminario Interno de la C.M., es presentado por el Padre Cacace al Padre Francesco Saverio Pellicciari, Director del Seminario.
Los Misioneros Vicentinos llegaron a Nápoles en abril de 1668, invitados por el Cardenal Innico Caracciolo para colaborar en el movimiento de reforma del clero y de la vida religiosa que se desarrollaba bajo su guía luminosa, y según las exigencias de su carisma, , se dedicaban ampliamente a las misiones en los campos, en las zonas más abandonadas y necesitadas.
En 1818, cuando Justino entró a la Comunidad de los Misioneros residentes en la Casa “Dei Vergini”, ésta era particularmente activa. La Congregación no era una comunidad religiosa en el sentido jurídico y canónico de la palabra: Vicente de Paúl había tenido intención de fundar no una nueva orden de monjes sino una comunidad de vida activa comprometida en el trabajo apostólico. Los votos para ellos debían ser, en el pensamiento del fundador, una vinculación que favoreciese, sin estorbarlo, el trabajo. Nada más claro, por tanto, que la fórmula que el mismo fundador repetía con los Misioneros: “Somos apóstoles en el campo y cartujos en la casa”.
Justino, pues, emprendió el camino de la formación: totalmente inmerso en el ritmo ordinario de la vida de seminaristas. Las oraciones, la austeridad, las oblaciones de su espíritu y los proyectos, son algunas de las huellas que él dejaba en el seminario.
Sus compañeros contaban que acostumbraba no rehusar jamás los deseos de los cohermanos; así se tratara de decidir un juego, un paseo, o del cumplimiento de una tarea, se remitía al parecer de los otros, que consideraba siempre más capaces que él.
“¿Vamos a este lugar o al otro?” “Faccia Lei”, respondía Justino: es decir, diga usted, decida usted, y por eso sus cohermanos lo rebautizaron como “Hermano Faccialei”, pues repetía esta frase constantemente, casi como un estribillo.
Vicente Spaccapietra, el amigo más querido de Justino y después obispo y misionero como él, hablaba un poco acerca de la personalidad del santo: “Me encontré con él en el Seminario Interno o Noviciado. Yo vivía sorprendido de su regularidad y de su exactitud en todo. No pude jamás hallar en él un defecto de qué poderlo amonestar. Su humildad era admirable ye veía que la había convertido en su virtud predilecta… Si en la lectura de la mesa caía en algún error del cual lo corregía, hacía de esto objeto de recreación para humillarse… Tenía siempre a mano narraciones edificantes para progresar en el amor y en la confianza en la Santísima Virgen. Recuerdo que un día propuso que reuniéramos los títulos más bellos que le damos a Ella, con el fin de lograr un piadoso entretenimiento”.
Es igualmente Spaccapietra quien hablaba de forma más precisa sobre las capacidades intelectuales de Justino y sobre el resultado de sus estudios. “Durante sus estudios, aunque tenía una capacidad no mediocre, gozaba sin embargo hablando de su insuficiencia”. El testimonio del P. Spaccapietra nos señala un Justino que decididamente y desde entonces abominaba el camino de la mediocridad. Tenía una admirable claridad de ideas, y se distinguía por su seria dedicación a los estudios.
De este modo completó el bienio del Seminario Interno, en la Casa “Dei Vergini”, bajo la guía del Padre Saverio, y en los últimos meses, bajo la del Padre Antonio Castellano.
Luego de la emisión de los votos, el 18 de octubre de 1820, continuó normalmente con los estudios de teología, sin recibir ningún orden sagrado, pues, como decía su amigo, conservaba un gran sentimiento de insuficiencia e indignidad que lo llevó hasta a dudar ante la ordenación sacerdotal, pidiendo mejor permanecer en la Congregación como simple hermano para ayudar a los misioneros en el desempeño de los trabajos materiales, pero afortunadamente los Superiores no aceptaron su solicitud y lo animaron a acercarse sin miedo al altar.
El 27 de octubre de 1823 fue trasladado a Oria, en Apulia, donde recibió en poco tiempo las órdenes menores del subdiaconado y el diaconado, y fue ordenado sacerdote el 12 de junio de 1824 por el Arzobispo de Bríndisi, Monseñor Giuseppe Maria Tedeschi, O.P.
PRIMEROS AÑOS DE MINISTERIO EN SU PATRIA
Una vez ordenado, pasó quince años de ministerio antes de partir a la misión “Ad Gentes”.
Estuvo primero en la casa de Oria hasta finales de 1829, luego en la de Monópoli hasta principios de 1834, después como Superior en Lecce hasta mayo de 1836, de allí se trasladó a Nápoles, donde estuvo primero como Director del Seminario Interno en la casa de San Nicolás de Tolentino hasta el verano de 1837 y finalmente como Asistente y después Superior de la casa “Dei Vergini” hasta 1838.
Durante este tiempo hizo lo que cualquier misionero vicentino: Predicación al pueblo en las misiones, dirección y acompañamiento de los fieles en el confesionario y en los ejercicios espirituales y promoción de las demás obras de la Congregación. Participó en unas cincuenta misiones. También trabajó mucho en la atención a los enfermos y pobres, fundando y dirigiendo asociaciones de caridad.
Todo esto se desenvolvía en un ambiente popular de una religiosidad viva, pero con frecuencia impregnada de superstición y de fanatismo, que cansaba a quien tenía de la religión un concepto más espiritual; en una situación social, política, económica, en la que repercutían aún los efectos de las revoluciones, contrarrevoluciones y movimientos que habían afectado especialmente a la Italia meridional y hacían más difícil la evangelización de las poblaciones.
Naturalmente, tampoco en la Congregación le resultó todo fácilmente: no dejó de afligirle alguna enfermedad y la divergencia de opiniones y proyecciones le llevaron a enfrentarse con sus cohermanos, acarreándole humillaciones del lado de los superiores, especialmente durante el superiorato en Nápoles.
Fueron quince años que, sin saberlo, le sirvieron como preparación para su gran empresa; años en los que fue viviendo y profundizando los principios de la espiritualidad vicentina, centrada en la figura de Cristo evangelizador de los pobres, la docilidad a la Divina Providencia, el cultivo de las virtudes del misionero: sencillez, humildad, mansedumbre, mortificación y celo apostólico. Todos estos aspectos fueron configurándolo como misionero y proyectándolo para su entrega definitiva en la Misión de África.
Otros aspectos de su espiritualidad que desarrolló personalmente fueron: la devoción a la Virgen, siendo un gran propagador de la “Medalla Milagrosa”, acuñada apenas unos años antes de su partida a Etiopía, y el primero en llevarla a África; y su apertura a los demás, el “hacerse todo a todos”, abisinio con los abisinios, con una capacidad de adaptación y comprensión extraordinarias.
En su predicación desarrolló el “pequeño método” vicentino, que consiste en hablar con sencillez, persuasión, familiaridad, más que con gran elocuencia y erudición. Su discurso era simple y eficaz, ajeno a inútiles y ampulosos adornos oratorios que no sólo en la época de San Vicente sino en la de Justino velaban el contenido esencial de la Palabra de Dios.
Se cuenta que una vez alguien, más amigo de los palitroques, cuando De Jacobis era Superior en Nápoles, criticó la predicación descarnada del misionero, y el Visitador Provincial lo llamó y lo obligó a hacer revisar sus apuntes de predicación por un cohermano especialmente encargado. Justino no ofreció resistencia y obedeció. Este hecho fue una humillación que debió acrisolar bastante el valor de santidad de sus discursos, ya que, como dijo un testigo en el proceso de beatificación: “las predicaciones del Siervo de Dios eran llenas de doctrina, sobre todo de la sagrada unción, por lo que captaban la atención de las personas y eran escuchadas con profundo recogimiento”.
Durante su ministerio en Italia fue un gran predicador de misiones. Fue asombroso su comportamiento en la epidemia del cólera de 1836, en la que se desvivió junto con otros misioneros, en la atención y el cuidado de los enfermos. 1836 fue para la ciudad de Nápoles un año terrible: el cólera hizo su aparición hacia finales del año y después de una aparente tregua arreció en forma violenta en la primavera y el verano del año siguiente.
En el peor momento, Justino multiplicó su entrega y su esfuerzo en socorro material y auxilios para tantos sufrimientos. “Le escribo desde una barbería, son como las doce de la noche, estoy asistiendo a una moribunda, que a Dios gracias está mejorando”, escribía a la Marquesa Dell’Antoglietta. Y él mismo describía luego la solidaridad de los demás cohermanos: “Todos los misioneros están día y noche fuera de casa ayudando a bien morir a una gran parte de los doscientos o trescientos que cada día mueren del cólera, y todos –gran poder de Dios– todos estamos sanos, aunque no perfectamente”.
En la entrega al servicio de los enfermos de cólera llegó hasta olvidarse del riesgo del contagio… Naturalmente, en el momento grave, la oración se hacía más ardiente: en la Iglesia de San Nicolás se conserva la estatua de la Inmaculada que fue sacada en procesión por Justino en gesto de religiosa confianza que coincidió con el fin de la epidemia y se transformó en sentida plegaria de gratitud.
Los años siguientes al cólera le trajeron dos grandes sufrimientos. A corta distancia de tiempo se le murieron los papás: el papá en octubre de 1837 y la mamá en junio de 1838. Supo transformar también esta prueba terrible en una oblación y conservó siempre en su corazón la memoria de sus queridos padres.
MISIÓN EN ETIOPÍA
La historia de Etiopía es la historia de una grande y antigua civilización; y como todas las grandes civilizaciones, casi por inevitable movimiento pendular, ha conocido épocas de grande esplendor y de desesperadas decadencias.
En el momento de la llegada de Justino De Jacobis, el “imperio” era asunto meramente formal; el poder del Emperador Joannes (1840-1855) había sido neutralizado por los poderosos señores llamados “Ras” que en realidad poseían el poder en el país despedazado en mil reinos; el régimen era decididamente feudal, el pueblo pobre estaba completamente a merced de los poco poderosos; grandes riquezas concentradas en manos de unos pocos, y gran pobreza en enormes multitudes.
Desde el punto de vista religioso, Etiopía es como una isla cristiana en el vasto territorio musulmán que se extiende desde Arabia hasta el África nororiental. Su tradición cristiana se remonta a la predicación de San Frumencio, apóstol sirio enviado en 330-340 por San Atanasio, Patriarca de Alejandría. Esto explica el lazo de unión con la Iglesia de Egipto, a la que Etiopía siguió aun en el cisma “copto”, palabra que quiere decir separado. Como seguidora de la Iglesia de Alejandría, la de Etiopía ignoraba, por tanto, la enseñanza del Concilio de Calcedonia (451) que afirma la doble naturaleza de Cristo en la única persona: Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre.
Hoy los estudios de la historia ponen en duda que la separación de la fe romana por parte de esta Iglesia Etiópica aislada del resto de la cristiandad haya sido verdaderamente explícita y consciente, sobre todo después de la conversión al Islam de todas las regiones circunvecinas. El P. Velat cree que “se puede decir que la Iglesia Etiópica se encontró separada de Roma sin quererlo y sin saberlo”.
La ignorancia y la confusión religiosa eran, sin embargo, enormes. La tarea que se abría a los misioneros era de evangelización de los paganos y de acercamiento a los cristianos no católicos; el trabajo de Justino fue principalmente con estos últimos.
Muchas veces en los siglos precedentes había habido intentos misioneros aislados y esporádicos, pero habían sido peligrosos y laudables esfuerzos sin resultados estables. Por eso se puede afirmar que la misión cumplida por Justino fue la de poner bases para un trabajo más duradero.
¿Cómo llegó la vida de este gran misionero a un viraje tan decisivo? Su partida para África está ligada a un conjunto de causas que en parte son contingentes.
Hacia la mitad del siglo diecinueve, el Papa Gregorio XVI (1831-1846) dio un gran impulso a las misiones extranjeras mediante la acción del organismo pontificio ad hoc, la “Propaganda Fide”. Precisamente por haber sido antes Prefecto de dicha Congregación romana, el Papa conocía bien los problemas y la importancia del trabajo misionero, y llegado al pontificado dedicó gran parte de sus energías a reforzar su organización y desarrollo.
Pero frecuentemente en esos tiempos, también de exploradores y de colonizadores, la actividad del misionero se entroncaba, por muy comprensibles relaciones humanas y de conocimiento lingüístico, con la obra de personas de intereses más bien políticos o científicos.
Así también había empezado la misión católica de Etiopía, en la que entró de manera tan decisiva Justino. Los dos hermanos franco-irlandeses Antonio y Arnaldo D’Abbadie eran famosos exploradores y estudiosos que trabajaban en la búsqueda de conocimientos históricos y geográficos. Francia estaba interesada en apoyar su trabajo científico ya que, como lo hacía también Inglaterra, veía así favorecidos desde el punto de vista político sus objetivos colonizadores.
En 1837, en el Cairo – Egipto, los dos exploradores se encontraron fortuitamente con el P. José Sapeto (un joven misionero vicentino, quien en un determinado momento, por propia iniciativa y sin permiso de los superiores, había abandonado la misión de Siria, en la que se encontraba y donde había aprendido correctamente el árabe, para ir a El Cairo, con la intención de pasar más tarde a Abisinia) y le propusieron que partiera con ellos para Etiopía. Dicho misionero conocía las lenguas y podía servirles como valioso intérprete. Por otra parte los dos hermanos podrían ayudarle en su trabajo de sacerdote, y la idea de iniciar una tarea así de importante para la difusión de la fe, motivó al P. Sapeto, quien aceptó sin siquiera esperar a que llegaran todas las autorizaciones. Los tres se pusieron en camino y desembarcaron en Massaua en 1838; el misionero, no obstante los peligros y las dificultades (los sacerdotes católicos corrían el riesgo de la pena de muerte) inició su actividad.
Al poco tiempo de comenzar los trabajos en Etiopía, el P. Sapeto consiguió estrechar lazos cordiales con el clero de Adua, celebrar allí la misa y hasta obtener declaraciones de obsequio al Papa.
Las noticias de estos sucesos y de los horizontes que parecían abrirse, mandadas una y otra vez a Roma por el P. Sapeto, impulsaron a “Propaganda Fide” a examinar la posibilidad de regularizar la misión y a pensar que era necesario formalizar dichos trabajos, poniendo al frente una persona de plena confianza.
En un viaje a Nápoles, el Prefecto de Propaganda Fide, el Cardenal Fransoni, se entrevistó con Justino, con quien habló de la misión de Etiopía y sus necesidades, proponiéndole que tomara la dirección de la misión como Prefecto Apostólico. Los superiores mayores de la Congregación de la Misión aceptaron la encomienda un poco forzados por los hechos y tal vez sin mucho entusiasmo. Después, ya con Justino al frente, fueron asumiendo de mejor modo la misión.
La propuesta le entusiasmó grandemente, tenía el corazón de misionero. Emprendió pronto un viaje a Roma para hablar más claramente de los detalles de la misión, y a París, para hablar de ello con el Superior General y rezar en la tumba de San Vicente. El viaje a París lo hizo en compañía de un personaje francés, estudioso de la geografía e historia etíopes, y de dos sacerdotes abisinios y su criada que iban a Francia como embajada diplomática. A través de ellos tuvo el primer contacto con Etiopía y se informó de muchos detalles de la vida en aquellas tierras.
Llegado a París, en San Lázaro, se encontró primeramente con el P. Etienne, Ecónomo General, y luego con el P. Nozo, Superior General de la Congregación. Los superiores mostraron aprecio por el detalle de Justino de ir a París a consultar con ellos personalmente, apreciaron su bondad y su entusiasmo por la misión y se comprometieron a apoyar su trabajo.
Regresó por tierra a Roma, donde recibió el decreto de Propaganda Fide en el que se creaba la “Prefectura Apostólica de Abisinia, Alta Etiopía y regiones limítrofes, sin límites al occidente ni al mediodía”, y se le nombraba Prefecto Apostólico de la misma. Les asignaron a sus cohermanos Luigi Montuori y Giuseppe Sapeto (éste ya en Etiopía) como compañeros de misión. En Roma se preparó con pasaportes, cartas de recomendación, dinero, libros. Y así, con la bendición del Papa Gregorio XVI, salieron de Roma hacia África el 24 de mayo de 1839.
Muchas fueron las etapas del viaje, y este largo y religioso: Malta, Nasso (Grecia), Siria, Alejandría, El Cairo, Massaua, Adua.
Llegaron a Alejandría el 4 de julio y se hospedaron en el convento de Tierra Santa, donde se dedicaron a ordenar el equipaje, recoger herramientas, semillas y preparar todo para la misión. Ahí tuvieron ya que despojarse de los hábitos eclesiásticos para vestir de civil, lo cual era lo más conveniente.
De Alejandría viajaron a El Cairo. Ahí permanecieron varios meses esperando a D’Abbadie, que debía conducirlos a Etiopía. Pero al recibir una carta del P. Sapeto comunicando que estaba solo y enfermo, y diciendo también que las rutas de Abisinia estaban libres, a Justino ya no le fue posible esperar y se decidió a emprender la marcha. Atravesaron parte del desierto y el Mar Rojo, lo cual les resultó sumamente penoso y peligroso. Finalmente llegaron el 13 de octubre a Massaua, sede de los consulados extranjeros y puerto general del imperio etíope, aun cuando no dependía políticamente de él.
Ahí prepararon la caravana para ir al interior, a Etiopía. Anteriormente se llamaba Etiopía a toda la región al sur de Egipto, que comprendía al Sudán y Somalia actuales. El nombre deriva del griego aithios: negro.
El país que encontraron era “Un imperio sin emperador; una iglesia sin jefe; un pueblo con mezcla de todas las razas que se disputaron este territorio; un país con tres lenguas y unos cuarenta dialectos; donde los libros sagrados y la única fuente del derecho estaban aún escritos en una lengua muerta que ni siquiera sus sacerdotes entendían; un clero corrompido y venal que dominaba sobre jefes y pueblo, administrando una religión en el fondo ahogada por las herejías, el islam y por el paganismo; una población orgullosa de sus tradiciones guerreras que miraba con desprecio a cualquier otro pueblo” (Lucatello-Betta, “Justino de Jacobis”, Ceme, Salamanca, 1976, pp. 45-46).
Era un pueblo de ocho a diez millones de habitantes, y eran los únicos que en toda África creían en Cristo, veneraban a la Virgen, los ángeles y los santos y tenían una aparente jerarquía eclesiástica.
El cristianismo abisinio en el siglo XIX era una mezcla de creencias, tradiciones, supersticiones y errores, con infiltraciones paganas, judías y musulmanas. El reto del misionero era restituir esa confusión a la fe católica original. La iglesia etíope se adhirió a la iglesia copta de Egipto y con ella caminó a la herejía y separación de Roma. Pero el Islam, al conquistar la costa mediterránea, cortó la comunicación con Europa y Asia, aislando a la Iglesia de Etiopía, que se encerró, teniendo sólo un escaso contacto con el patriarcado de Alejandría. Aceptaban la Sagrada Escritura y la Tradición como fuentes de la Revelación. En tiempos de Justino lo que más preocupaba era la vida moral y la vida religiosa en general. La vida sacramental estaba muy descuidada. Aunque aceptaban los siete sacramentos, algunos estaban en desuso, como la unción de los enfermos; la confirmación aparecía como mero apéndice del bautismo (en el cual se practicaba la circuncisión); la reconciliación se practicaba sólo en el lecho de muerte y en base a una moral muy permisiva; el matrimonio casi no se practicaba como sacramento, y existía el divorcio; al orden sacerdotal era admitido cualquiera, casi sin preparación.
La lucha de la Iglesia abisinia contra el catolicismo no partía sólo de diferencias teológicas, pesaban más bien los celos frente a los misioneros cultos, bien preparados, con una vida recta y edificante. También veían en ellos la amenaza de una invasión extranjera y esto creaba un clima de hostilidad, siempre a punto de desencadenar la persecución.
De esta manera Etiopía parecía impenetrable para la fe católica romana, pero el nacimiento de una nueva misión fue posible en primer lugar gracias al P. Sapeto y luego gracias a Justino de Jacobis.
Ante la historia de la Iglesia en Etiopía, con sus múltiples dificultades, Justino como misionero solamente podía “amar aquel pueblo, hacerse abisinio con los abisinios para hacer renacer la verdad sin imponerla desde fuera, sino suscitándola desde dentro, recuperando las fuentes más antiguas del cristianismo etíope, que es de idéntica antigüedad que el romano; emplear lo poco que había quedado, para hacer renacer lo mucho que era necesario” (Ibíd. p. 46). Esta fue la estrategia adoptada por el nuevo misionero.
De Massaua tuvieron que atravesar las montañas y bajar a la planicie para llegar a Adua, donde residía el P. Sapeto. Fue muy emotivo el encuentro de los dos misioneros, y muy esperanzador para el florecimiento de la Iglesia en aquellas tierras.
Al dar comienzo a la misión etiópica, prevista para largo plazo, Justino organizó tres centros: él permanecería en Adua, Sapeto iría a Schoá y Montuori a Góndar. Los misioneros se guiaban por una serie de principios: – Mantener buenas relaciones con los jefes locales, pero permaneciendo alejados para conservar cierta independencia. – No involucrarse en asuntos políticos. – Cultivar la simpatía del clero, sacerdotes y monjes locales. – Rehuir las controversias apasionadas, contentándose con exponer pura y sencillamente la doctrina católica (no era urgente discutir sobre las dos naturalezas de Cristo, sino llevar a la gente a una vivencia religiosa más cercana al Evangelio). – Evitar fundaciones ostentosas, no gastar excesivamente en ello, preferir la modesta vida del misionero itinerante.
Una vez instalado Justino en el centro de la misión, comenzó su tarea. Vestía el hábito de los monjes abisinios; para dar ejemplo al clero local, mantenía su casa como una clausura. Lo urgente era aprender la lengua. Había una lengua antigua, usada en la liturgia, el gue’ez, pero muy pocos la hablaban y leían. Tres lenguas eran las que se hablaban en la región una de las cuales, la amhariñá, era la más común, y ésta fue la que se empeñó en aprender. También trató de entrar en contacto con la gente, cosa difícil, ya que en general los etíopes eran altaneros y desconfiados. No podía hacer proselitismo abierto, ni rezar ni celebrar misa, corría peligro de muerte si lo hacía en público. Todo lo tenía que realizar en secreto, muy de madrugada.
Con trabajos, mucha paciencia y bondad fue ganándose un círculo de conocidos y con el tiempo se atrevió a invitarlos para una instrucción religiosa. La cita fue para el 25 de enero, conversión de San Pablo y aniversario de la fundación de la Congregación de la Misión. Acudieron diez personas y les habló sencillamente de temas del catecismo. Las reuniones se hicieron periódicas, los domingos, y poco a poco fueron siendo más nutridas.
Un día los abisinios le pidieron predicar para ellos en la Iglesia del Salvador. Se reunieron sacerdotes y monjes en gran número; Justino les habló abiertamente de su catolicismo, les habló de la Iglesia, unida en un principio, ahora dividida. Les hablaba con dulzura, expresándoles su amor por Etiopía y su disposición a entregar su vida por la fe de los abisinios. Estas predicaciones se repitieron y poco a poco se los fue ganando y la relación fue siendo óptima. Le pedían, sobre todo la sagrada medalla, que repartía a todos. Por este hecho, la gente lo empezó a llamar “Abba Yakob Mariam” o “padre Jacob de María”. En esto pasó su primer año en Etiopía.
PERSECUCIONES Y PRUEBAS
Por estos tiempos la iglesia copta de Etiopía no tenía obispo o abuna desde hacía diez años; el abuna era nombrado por el patriarca copto ortodoxo de Alejandría mediante el pago de una gran suma de dinero que debía ofrecer la iglesia local. Una vez reunido el dinero, se decidió que una delegación acudiera a El Cairo a apurar el nombramiento del nuevo abuna; al frente de dicha delegación debía ir un extranjero para encabezarla y darle protección con la bandera de su país. El ras eligió a Justino, lo cual le planteaba a éste un problema: ¿Cómo encabezar un grupo no católico, para ir a pedir un obispo no católico? Por otro lado si rechazaba la propuesta perdería la oportunidad de adquirir cierta influencia en los abisinios y dejaría el lugar y los posibles frutos a algún protestante. Finalmente se decidió Justino y le presentó al ras las siguientes consideraciones: “Yo soy católico y no puedo en conciencia cooperar al nombramiento de un obispo que no reconozca la autoridad del Papa. Sería un acto contrario a mi fe y a mi disciplina. Pero si es necesario que acompañe vuestra misión a Egipto, iré bajo estas condiciones: que se intente convencer al patriarca copto para que se una; que se permita la construcción de iglesias católicas en Abisinia; en fin, que la embajada entera vaya conmigo a Roma a hacer acto de homenaje al sucesor de san Pedro y a pedir al menos su amistad” (Ibíd. p. 58).
Aceptadas las condiciones, salió la embajada compuesta por unas cincuenta personas, entre sacerdotes, monjes, defteras (entre ellos Ghebra Miguel) y otros funcionarios. A la cabeza Justino. El viaje estuvo lleno de contratiempos y problemas. Justino llevaba unas cartas del ras Ubié para pedir al Patriarca la construcción de iglesias católicas en Abisinia y la protección para ir a Tierra Santa y a Roma con toda la delegación. Después de salvar muchas dificultades, llegaron a Alejandría y el patriarca nombró obispo a un sacerdote ambicioso e ignorante; pero Justino, por su parte, logra el anhelado viaje a Roma.
Llegaron en agosto de 1841. En Roma su llegada fue una gran noticia. Estuvieron un mes y fueron recibidos en todas partes, comenzando por el Papa Gregorio XVI. Justino estaba feliz, quería que los abisinios se llevaran una buena impresión de la Iglesia Romana, pensando en una futura conversión y cooperación en la obra misionera. La visita fue buena: cuatro abisinios convertidos se quedaron para prepararse en el colegio de Propaganda, y a Justino la Congregación le da dos refuerzos: P. Lorenzo Biancheri y el hermano Giuseppe Abbatini. De Roma fueron a Jerusalén y regresaron de nuevo a casa. El viaje duró más de un año y fue, en general, positivo: Justino consiguió refuerzos para la misión y aumentó su prestigio entre los abisinios.
Al regresar Justino de su viaje encontró dos situaciones adversas: el ras Ubié estaba en guerra contra otro rey, luchando por el predominio en la región sur de Etiopía (y la guerra complica siempre las cosas) y el nuevo abuna, autonombrado Salama, recién nombrado en Alejandría, se manifestaba abiertamente hostil a la Iglesia Católica.
RELACIÓN INICIAL CON GHEBRA MIGUEL
Poco a poco fueron dándose las conversiones. Tal vez la más grande conversión fue la del deftera o monje Ghebra Miguel, un caso raro de monje instruido de vida recta y búsqueda sincera de la verdad. Estuvo en el viaje a Roma con Justino y al regresar, movido por las experiencias vividas y siguiendo un camino sincero de reflexión, llegó a desear abrazar la fe católica. Justino le pidió esperar y junto con él repasaron toda la doctrina, llevándolo a mayor claridad. Finalmente abjuró el 2 de mayo de 1844, adhiriéndose a la fe católica. Guebra era conocido y tenía ascendiente entre la clase eclesiástica abisinia, por lo que, al conocer la noticia, muchos monjes lo siguieron. Dos de ellos se unieron inmediatamente a los misioneros, lo mismo que Guebra, quien se convirtió en compañero inseparable de Justino.
OBRAS EN ABISINIA
De Jacobis había ganado mucho prestigio, las conversiones fueron aumentando, pero necesitaba un espacio, un templo donde pudiera crecer la Iglesia. Con un grupo de conversos se dio a la tarea de buscar un lugar; con este grupo formó una especie de comunidad itinerante. Instruía a los jóvenes, insistiendo en que no debían renunciar a su identidad abisinia, sino desde ella vivir la fe católica. Tal vez los anteriores misioneros habían fracasado por querer desarraigar a los abisinios (tan orgullosos y celosos de sus raíces) de su mundo, de su contexto nacional. Un sacerdote católico abisinio puede hacer mucho más que varios europeos, decía Justino, adelantándose en el tiempo a la preocupación por el clero nativo y el establecimiento de las iglesias locales, que desarrolló la Iglesia ya en nuestro siglo.
El centro elegido fue Guala, ahí construyeron el primer colegio o seminario llamado de la Inmaculada Concepción, para indígenas nativos. Fue inaugurado en 1844 e inició con unos veinte jóvenes formándose para el sacerdocio. Este colegio fue un centro que comenzó a irradiar devoción; se difundió sobre todo la devoción a la Medalla Milagrosa, muy bien acogida por los abisinios. Al mismo tiempo Justino comenzó a fundar casas que eran como estaciones de descanso y centros de operación para sus viajes apostólicos. Nadie le impedía fundar casas, lo que sí estaba prohibido era que celebrara o que abiertamente hiciera proselitismo. La hostilidad del abuna Salama comenzó a hacerse presente: en 1845 declaró excomulgado a todo el que se relacionara con el Abba Yakob.
En 1846, “Propaganda Fide” dividió el territorio de misión en dos partes, nombrando al capuchino Giuglielmo Massaia, obispo, a cargo de la parte sur de Etiopía. Justino lo fue a recibir a la costa y lo introdujo hasta Guala, donde la pequeña comunidad le dio una cordial bienvenida. Etiopía tenía ya obispo católico.
De Jacobis era flaco; siempre lo había sido, pero las privaciones le habían hecho enjuto como un abisinio: la piel del rostro, ya de color aceitunado, se había tornado oscura, casi tanto como la de los indígenas; llevaba una barba negra, poblada, pero muy recortada. Sus negros y vivos ojos estaban ordinariamente velados como por una sombra de tristeza que detenía el arrojo natural a su carácter de italiano del sur; raramente se acaloraba al hablar, y todo su modo de obrar estaba marcado por una gran dulzura y calma. Vestía el hábito de los monjes del lugar: pantalones y túnica, y encima el schammá; en la cabeza un trozo de tela o el cobé de los monjes; al cuello llevaba el mateh, cordoncito azul que distingue a los cristianos en Etiopía, en la mano bastón y sandalias a los pies.
El 6 de julio de 1847 fue expedida la bula de nombramiento para Justino como obispo titular de Nilópolis y vicario apostólico de Abisinia. Justino escondió dicho nombramiento cuando le fue entregado; sólo le dio la noticia al obispo Massaia, a quien le correspondía consagrar al nuevo obispo. Justino le pidió encarecidamente no hacerlo por el momento.
Por lo pronto la estrategia de la misión era mantener en secreto la presencia del obispo Massaia, hacer las ordenaciones sacerdotales en privado. Pero pronto se supo del obispo y se recrudeció la hostilidad contra la misión. El abuna Salama lanzó una excomunión contra todos los católicos y el ras Ubié, aunque favorable a Justino, le pidió se retirara a la costa, fuera de su jurisdicción, esperando que se calmaran los ánimos, para no entrar en conflicto con el abuna. Justino aceptó sólo después de recibir la promesa de que no tocarían a los fieles conversos. “De otra manera volveré para morir con ellos”, le dijo al ras. Dejó Guala en octubre de 1848. Salió no para ponerse a salvo, sino para calmar los ánimos y poder poner a salvo a todos. No quería poner en peligro inútilmente lo que había construido.
Apenas salió Justino, los oficiales amenazaron a todos los conversos para que abandonaran la fe católica, lo cual hizo la mayoría, seguramente por miedo. En poco tiempo estuvo desarticulada la misión católica. Justino se reunió en Massaua con el obispo, que le recordó lo de la ordenación episcopal pendiente. Después de mucha insistencia, la gran humildad de Justino cedió y fue ordenado en una casa, frente a unos cuantos asistentes, en una ceremonia sencilla pero emotiva, llena de devoción y amor a la Iglesia.
Estuvo esperando unos meses, hasta que, recibiendo noticias de la persecución de los fieles y las discordias que había entre ellos, decidió regresar a Guala. Por su parte Guebra Miguel había seguido instruyéndose y Justino decidió conferirle el sacramento del orden sacerdotal en 1851.
Ese mismo año el abuna Salama atacó directa y abiertamente a los católicos; sus guardias arrasaron las misiones de Guala y Alitiene, arrestando a los fieles. Justino logró escapar con algunos hasta el campamento del ras Ubié, con quien tuvo una audiencia. El ras, favorable a Justino, ordenó la liberación de los presos. Fue una derrota del abuna Salama, quien esperó una mejor ocasión para volver a atacar. Después de este conflicto, Justino fundó otra casa, su refugio episcopal en Halai, a donde se trasladó junto con algunos sacerdotes y fieles convertidos.
La misión, mientras tanto, crecía; se fundaban nuevos centros y aumentaban las conversiones; se contaban alrededor de cinco mil católicos, quince sacerdotes ordenados y diez jóvenes preparándose para el sacerdocio. Y esto a pesar de las persecuciones. También ordenó obispo al P. Lorenzo Biancheri, nombrado por Pío IX obispo auxiliar con derecho a sucesión del vicariato apostólico de Abisinia.
MÁS PRUEBAS
Etiopía no tenía una unidad nacional; el país estaba constituido por una serie de reinos que poco a poco habían perdido toda integración. Existía la figura del “rey de reyes”, que en un tiempo había aglutinado los pequeños reinos configurando una especie de alianza nacional, pero ahora la figura era sólo formal, en realidad cada región era independiente. Alrededor de 1840 comenzó a destacar la figura de un guerrillero, Cassá, que uno a uno fue dominando a todos los reyes, hasta que en 1854 llegó a dominar toda Etiopía; uniéndosele el abuna Salama, para conjuntar poder político y religioso. Nada bueno traería esto, ya que tenían la intención de unir también religiosamente a Etiopía.
Aun sabiendo de la hostilidad y hasta odio con que era visto por Cassá y Salama, Justino no abandonó Góndar, esperando lo peor. Ambos jefes quisieron convencer a Justino de abandonar el país; pero nadie pudo hacer que dejara su misión. Cassá no se atrevía a ejecutarlo por ser extranjero, su muerte podría traer problemas para su proyecto político, no se podía permitir enemistarse con alguna potencia europea. A Salama tampoco le convenía, ya que sabía del desprecio que merecía de muchos y del ascendiente que tenía Justino entre el clero abisinio. Finalmente determinaron expulsarlo de Etiopía, esperando que muriera por el camino. El 15 de julio de 1854 fue apresado Justino junto con todos sus compañeros. Todos fueron maltratados y torturados, buscando que los abisinios abjurasen la fe católica.
La captura de Justino fue conocida aún fuera de Etiopía. El obispo Massaia, puesto a resguardo en una región externa, escribió a Roma comunicando la noticia y sugiriendo la intervención de Francia o Inglaterra para liberar al Obispo. Las potencias no se quisieron inmiscuir, sus intereses eran colonialistas solamente. Pero el misionero recibió un Breve del Papa Pío IX, bendiciendo a los prisioneros y animándolos a permanecer firmes. También recibió una carta parecida del P. Etienne, Superior General de la Congregación de la Misión. Justino escribía, rogaba, pedía audiencias, pero nada, su expulsión estaba decretada y en breve se le acompañaría a la frontera de Egipto. Escribió a muchos fieles, animándolos y consolándolos; ellos, a su vez le enviaban cartas de aliento.
La prisión duró cuatro meses; pero Justino ya desde antes estaba preparado para el martirio. Había meditado mucho sobre el martirologio; incluso antes de ser apresado había escrito: “declaro que muero únicamente para dar testimonio de la fe católica, apostólica y romana”. En noviembre se hizo efectiva la expulsión; fue enviado con una escolta y una carta para un gobernador egipcio de la frontera pidiéndole que, de llegar vivo, ultimara al prisionero. Pero esta carta no fue entregada e incluso Justino, ya en la frontera de Egipto fue liberado por quienes lo cuidaban.
Una vez libre, por un momento pensó ir a Europa y tratar de hacer algo por los cristianos de Etiopía, pero decidió que era mejor regresar a Góndar. Permaneció allá algún tiempo escondiéndose, pero finalmente decidió que lo más prudente para todos era irse a Massaua, y ponerse bajo el abrigo de los consulados europeos. Los fieles católicos seguían siendo perseguidos, y esto atormentaba grandemente al obispo. Víctima de la tortura, murió Guebra Miguel el 13 de julio de 1855.
Justino siguió en la costa, visitaba algunas comunidades, pensando si debía regresar al interior; incluso afrontó con su caridad y capacidad organizativa una epidemia de cólera que se desató en la región.
Durante este período terminó sus largos estudios sobre la compleja y antiquísima liturgia abisinia, que envió a Roma. Él mismo había adoptado elementos para algunos sacramentos y había hecho traducciones, así como el catecismo, en lengua nativa. Pedía a Roma la publicación de obras pequeñas, piadosas y sencillas que ayudaran a los fieles, muchos de los cuales se habían dispersado, regresando a la anterior fe, en parte por el acoso, pero en parte también porque la evangelización no había tenido tiempo para asentarse, ni había tenido los medios necesarios para madurar y profundizar en la conciencia de los nuevos fieles.
Decidido a entregar la vida por los abisinios, lo demostró con ocasión de aquel homicida condenado a muerte. La ley abisinia permitía al reo rescatar su vida por dos medios: pagando cierta cantidad, o encontrando a otro que muriera en su lugar. A Justino le causó tal compasión la situación del condenado, que ofreció a la familia agraviada pagar la suma, lo cual no aceptaron. Entonces ofreció morir él en lugar del otro, esto sí lo aceptaron inmediatamente, tal vez por aversión al mismo Justino. Fue tal el asombro y conmoción que el trato causó en el pueblo, que al momento fue liberado por una multitud, impidiendo su muerte.
TRIUNFO Y PARTIDA
En 1860 llegó un nuevo misionero, el P. Delmonte. En verano, Justino decidió viajar a Halai, un lugar más alto con un clima más benéfico que le mitigara la disentería que padecía. Salió el 29 de julio, con algunos sacerdotes y fieles. Aquella peregrinación sería la última de su vida. Por el camino muchos salieron a saludarlo, él bendecía a todos. Poco a poco el viaje fue fatigando al obispo, tuvo una alta fiebre, de día el calor era muy alto y el frío por la noche insoportable.
La caravana se detuvo en el valle de Aliguedé. Justino se sentó a descansar y estuvo rezando. Se veía realmente agotado. Ahí reunió a los más cercanos y les dirigió las siguientes palabras: -Por una disposición divina, que los hombres no pueden cambiar, me quedan solamente tres horas de vida. Todos pensaron que desvariaba. Durante la comida les dio su último mensaje: “Como el Señor a los apóstoles, os digo adiós. Quiero que recibáis en herencia mi deseo de que permanezcáis unidos… Alejad de vosotros la calumnia y la maledicencia, amaos mutuamente, apoyaos en la fe y anteponed a todo la caridad… Sed la luz de Etiopía… Olvidad el mal que he hecho, el mal ejemplo que os he dado y perdonadme”. Todos se arrodillaron y él los bendijo. Hicieron que se recostara y pidió la unción, la cual le fue administrada. Estuvo momentos en desvaríos por la fiebre, hasta que en un momento preguntó si habían pasado las tres horas. Le dijeron que sí. «El Señor está para llegar» dijo y cruzó sus brazos, mirando al cielo, luego se recostó. Al poco tiempo comenzó a sudar fuertemente y todos los presentes se dieron cuenta que era el final. Los sacerdotes juntos le dieron la absolución y luego se vio que el rostro se le iluminaba, como ante una visión, y entregó su alma a Dios. Era el 31 de julio de 1860, a las tres de la tarde.
Sus restos reposan desde el 03 de Agosto de 1860, en la Iglesia de Hebó, venerados por muchos.
Su fiesta litúrgica se celebra el 30 de julio, pero en Etiopía y Eritrea se celebra el 31 de julio.
PROCESO DE CANONIZACIÓN
Murió extenuado y quebrantado por tantos años de entregar la vida. Pío XII dijo que había “muerto caminando, como un héroe que cae en su propio rastro, como mueren los mártires sin martirio, heraldos del evangelio y, aún sin martirio, es su sangre semilla de cristianos”.
Se calcula que logró más de doce mil conversiones al catolicismo “poca cosa en comparación de aquella vasta siembra de verdad y caridad, que había dejado por doquier tras sí, con sus sufrimiento, hasta la cárcel, hasta la sangre”. Son palabras de Pío XI.
“Los 21 años (1839-1860) de Justino de Jacobis como misionero en Etiopía son una de las más brillantes páginas de la historia misionera de la Iglesia: historia vivida en los trabajos apostólicos, en el martirio de confesores invictos, en las persecuciones sufridas, en las almas llevadas al conocimiento de la fe verdadera, en el clero católico indígena y reestablecido, en las iglesias y nuevas comunidades fundadas, en sus relaciones con la misión protestante, en las intrigas de los Ras contemporáneos, en el difícil juego de la penetración política de las grandes potencias en Etiopía”. (Betta, Anales 83, nov.-dic. 1975, p. 720)
La fama de la vida y el trabajo de Justino duran todavía entre los cristianos etíopes y aún entre los musulmanes. En 1904 fue introducida su causa de beatificación. El 25 de junio de 1939 fue beatificado por Pío XII y finalmente canonizado el 26 de octubre de 1975 por Pablo VI.
“¿Quién fue Justino de Jacobis? Fue apóstol de Etiopía… fue sacerdote de la Congregación de la Misión, fue un hombre que coronó en una región tan lejana de su tierra natal sus sueños juveniles y varoniles de mensajero del evangelio de Cristo. Pero todo esto no es suficiente: ¿no vale todo esto, quizá, para otros tantos religiosos y misioneros católicos? ¿Quién fue, pues, nuestro santo y cuáles son sus características peculiares, o más exactamente, las virtudes que caracterizan su caminar evangélico?” (Paulo VI, homilía en la ceremonia de canonización, L’Observattore Romano, 27-28 oct., 1975)
“Fue el siervo bueno y fiel (Mt 25,21) quien enviado a la viña del Señor trabajó sin descanso entre ininterrumpidas tribulaciones, para desbrozarla, cultivarla y fecundarla. A esta tan gran misión se había preparado con esmero y, por así decirlo, ya estaba en forma. A este propósito recordamos el apostolado que desempeñó en su patria, primero en Puglia, después en Nápoles, en donde vivió su celo durante una luctuosa epidemia”. (Ibíd.).
“Hoy tenemos un nuevo santo: Justino de Jacobis, un gran hijo de Lucana, Apóstol de Abisinia. Fue beatificado en 1939 por nuestro venerado predecesor Pío XII. Nació en 1800 y murió en Abisinia en 1860. Era hijo de san Vicente de Paúl, esto es, misionero Paúl. Pertenecía a la Congregación de la Misión y fue misionero en el sentido propio de la palabra. Tiene un fallo, el que es poco conocido” (Paulo VI, en el Ángelus, el 26 de octubre de 1975).
“El beato Justino de Jacobis ha sido el Padre de la Iglesia de Etiopía, ha regenerado, de hecho, la Etiopía cristiana, dando plenitud a aquella fe que había recibido de su primer apóstol, San Frumencio” (del Presidente de la Conferencia Episcopal de Abisinia al Papa, con motivo de la canonización).
ESCRITOS
Justino escribió mucho. Pero mientras que del primer período de su vida, que pasó en su país (1800-1839), sólo tenemos numerosas cartas, del período más difícil de su vida, durante la misión en Abisinia (1839-1860), tenemos, en cambio, páginas y páginas que él escribió, a pesar de la falta absoluta de toda comodidad, de facilidades y de instrumentos, pero impulsado por la urgencia apostólica.
– El Catecismo: El título del catecismo en amárico (la cubierta está en italiano), publicado en Roma es: Doctrina cristiana en lengua amárica para uso de los católicos abisinios, compuesta por Mons. De Jacobis, Vicario Apostólico de Abisinia, y Obispo de Nicópoli (sic), y por el Sr. Biancheri, lazarista y misionero apostólico en Abisinia.
– El Diario: o más bien Il Giornale, como De Jacobis lo llama, es la crónica que el santo misionero escribe según el uso de la Comunidad. Es sorprendente notar cómo y cuándo el santo misionero encontró la posibilidad de anotar sus observaciones y sus recuerdos, teniendo en cuenta la carencia de comodidades e instrumentos; la escritura no es fácil y, por tanto, no lo ha sido tampoco la transcripción. Ciertamente el Diario no estaba destinado, en la intención del autor, al gran público, sino a sus sucesores que hubieran podido así aprovechar la experiencia de la misión. En muchas ocasiones se trata de apuntes, o de minutas de cartas, de anotaciones o de documentos. Originariamente se debía tratar de fascículos y de quinternos, reunidos después, no sabemos precisamente cómo, en 6 volúmenes encuadernados.
– Epistolario: Podemos destacar varios grupos.
Cartas manuscritas de Mons. De Jacobis: Se trata de dos volúmenes encuadernados sin una numeración coherente, que se encontraban en el Archivo de la Curia General, en París hasta 1964, y ahora en Roma, de los cuales el primero tiene 148 cartas, casi todas a la Señora Elena De Antoglietta, de los Marqueses de Fragagnano (Taranto), escritas entre 1826 y 1839. El segundo volumen tiene 280 cartas dirigidas al P. General, al Procurador General y a otros, escritas hasta 1860. Un índice se contiene en la Positio super Introductione Causae. Un grupo de otras quince cartas, dirigidas a diversas personas, no encuadernadas en estos dos volúmenes, se encuentran en el Archivo de París.
Cartas a Propaganda Fide: Contenidas en el Archivo Histórico de Propaganda Fide, son numerosas cartas enviadas al Dicasterio de la S. Sede de quien dependía De Jacobis. Una copia manuscrita de unas setenta de ellas se encuentra en la Postulación General de la C.M, en Roma.
Cartas conservadas en el Archivo de Estado de Nápoles: Dirigidas Al Rey Fernando II y al Gobierno de Nápoles.
Cartas conservadas en el Archivo de la Provincia Napolitana de la Congregación de la Misión: Se trata de 22 cartas, escritas entre 1833 y 1841, que están dirigidas a la Señora Giuseppina Vernaleone (que llega a ser después clarisa en el monasterio de S. Chiara di Galatina); una copia autentificada por la Curia de Lecce se encuentra en la Postulación General de la C.M., en Roma.
Cartas a la Obra de la Propagación de la Fe de Lyon: Algunas de ellas están publicadas, durante varios años, en los Anales de Propaganda Fide.
Cartas del Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores en París: S. Pane, en su biografía, nos da una lista.
– Libro Litúrgico: Al final del primer volumen del Diario se han introducido 160 páginas tituladas: Introducción del libro litúrgico etiópico. Se trata de una traducción italiana de la liturgia ghez, acompañada de frecuentes anotaciones, en las que De Jacobis hace un comentario interesante. El santo misionero había así cumplido el deber de responder a la invitación de Propaganda Fide de construir un cuadro satisfactorio de la situación litúrgica que había encontrado en Abisinia.
– Obras de teología en amárico o en ghez: Los biógrafos hacen un elenco de varias obras, compuestas por De Jacobis con sus colaboradores italianos e indígenas:
Misal etiópico, con traducción y comentario; Ritual etiópico, con traducción y comentario; Teología moral en ghez; Historia de las herejías, en amárico; Cronología de Abu-Sakir.
PERSONALIDAD Y VIRTUDES
– Sencillez: Una de sus virtudes era que predicaba el evangelio de una manera tan sencilla que sus oyentes entendían con facilidad su mensaje. A la vez se daban cuenta de lo bondadoso que era. A dondequiera que iba pre¬dicaba de palabra y de obra, mostrando una gran preocupación por los enfermos y por los pobres, y animaba a las pequeñas comuni¬dades que fundaba a vivir vidas de fidelidad constante a su fe. Por el testimonio de sus vidas Justino y sus compañeros se ganaron el respeto de muchos creyentes ortodoxos.
– Humildad: Nunca quiso trabajar por aparecer, hizo todo para gloria de Dios y por amor a sus fieles.
– Mansedumbre: Tenía una ternura que impresionaba a muchos con gran fuerza. Sentía las cosas muy profundamente. Sus sermones estaban llenos de compasión. Hablaba muchas veces del amor que tenía a su gente. En su diario escribía de su madre, de la que estaba seguro que rezaba por él desde el cielo. Mencionaba la soledad que sintió al celebrar la Navidad en 1839 casi solo. Manifestaba su deseo de tener una comunidad de Hijas de la Caridad que le pudieran ayudar (IV, 23). Describía el dolor que sintió al ser separado de sus compañeros misioneros Sapeto y Montuori, quienes dejaron Adua para ir a Schoa y a Góndar: “Ved cómo la Providencia nos hace sentir todos los tor-mentos de la separación en vida… Nuestros corazones están hechos para amarnos mutuamente”.
– Mortificación y celo: Su estilo de vida evangélica, llena de humildad profunda, de mortificación y de pobreza extrema, de generosa disponibilidad y dedicación a todos, son los componentes de su celo misionero, que demuestra su profunda vida interior y la razón de su perseverante testimonio. (PV, p. 20).
– Se empeñó fuertemente en la formación del clero nativo, pues decía: “Es más útil y más provechoso el valerse de sacerdotes nativos que de misioneros europeos, pues estos no están familiarizados con los modos de ser culturales de la población nativa”. Le Impresionaba la capacidad intelectual de los seminaristas y por su conocimiento de las lenguas locales y del contexto social, se dedicó con mucha energía a su formación. Por su parte, los estudiantes veían la dedicación, el amor y la disponibilidad de su formador. Por el gran respeto mutuo que se creó entre él y ellos, muchos seminaristas permanecieron leales a Justino durante toda la vida de éste, venciendo toda clase de obstáculos e incluso la persecución. El clero nativo preparado por de Jacobis se convirtió en la espina dorsal de la comunidad católica. Justino tenía una altísima estima de su clero nativo. Dejó dicho: “Ellos son mis ojos, mi boca, mis manos y mis pies. Hacen lo que yo no puedo hacer, y hacen mejor que yo lo que hago yo mismo”.
– Como otros muchos santos, Justino tenía el don de la amistad. Se hizo amigo no sólo de sus cohermanos y de los católicos de la misión sino también de muchos ortodoxos. Creó relaciones estrechas con algunos misioneros protestantes que trabajaban en Etiopía. Sus relaciones eran tan calurosas que Justino fantaseaba en su diario: “no estamos muy lejos del momento feliz en que podría tener lugar la reconciliación con nuestros hermanos (separados)”.
– Cuando estaba aún en Italia, se centró en su ministerio en los enfermos y los pobres. En 1836 y en 1837 una epidemia de cólera hizo estragos en Nápoles. Trabajó día y noche para asistir a las víctimas. Se olvidó de sí mismo hasta tal punto que con frecuencia se olvidaba de comer y de dormir. Fue encontrado dormido una mañana, exhausto, tumbado al lado de una víctima a la que había asistido hasta la muerte, sin pensar en el posible contagio. En su diario (I, 147) también habla de visitas en Etiopía a viviendas de enfermos a las que la gente tenía miedo de acercarse por temor al contagio.
– En la misión Justino convirtió su residencia en un lugar de acogida. A ella acudían con frecuencia a buscarle los enfermos, los hambrientos y los pobres, y él les atendía con gran ternura. Y salía de ella para visitar los que estaban confinados en sus casas y a los ancianos. Las personas a las que visitaba pertenecían a estamentos sociales diversos, pero todas ellas quedaban impresionadas por el trato cálido, humilde y caritativo del Prefecto Apostólico. Como vicentino que era, estaba convencido de la importancia de predicar de palabra y de obra y formó a su clero nativo para hacer también lo mismo.
– Durante su primer año en Adua, Justino repartía medallas milagrosas a todos aquellos con los que se encontraba, diciéndoles cómo María era la Madre de Dios y Madre de todos los que creen en Cristo. Se dedicó a mucha actividad caritativa ministerial en nombre de María. Sus oyentes no sólo oían lo que Justino les decía acerca de María; observaban también cómo la honraba y cómo le rezaba. Por todo esto le llamaban Abba Yakob Zemariam, que significa Jacob de María.
– Justino De Jacobis ha logrado obtener lisonjeros resultados porque, en su sencillez, había entendido bien que:
a. No era posible llegar a la unidad de los cristianos con un debate teológico, sino instaurando un diálogo religioso franco y abierto basado, sobre todo, en el respeto del prójimo;
b. Debía respetar el cristianismo de tradición oriental, que es el etíope, así como es;
c. Se utilizaba el mismo rito etíope;
d. Se observaban usos y costumbres del país con excepción de los que eran, a su parecer, manifiestamente en contraste con la enseñanza del evangelio.
MENSAJE Y ACTUALIDAD
“También para vosotros, queridos sacerdotes y seminaristas –dijo el Papa-, está trazado el camino de la santidad. (…) La santidad se sitúa en el corazón del misterio eclesial y es la vocación a la que todos estamos llamados. Los santos no son un adorno que recubre la iglesia desde el exterior, sino que son como las flores de un árbol, que revelan la vitalidad inagotable de la savia que circula en él. Es hermoso contemplar así la Iglesia, que asciende hacia la plenitud del “Vir perfectus”; en una continua y progresiva madurez, impulsada con dinamismo hacia el pleno cumplimiento en Cristo” (Benedicto XVI, 2011).
La Santidad de este misionero vicentino, consiste para nosotros no en una complacencia vanidosa y momentánea, sino en un signo de la glorificación y manifestación de Cristo, a través de su misionero de Abisinia. Más que una exhibición, es un ejemplo. Es respuesta a muchas inquietudes que se presentan a los que quieran entregarse a la evangelización.
Es de mucha significación que la Iglesia, después del Concilio y en pleno año jubilar, haya elevado a la santidad a un misionero, y aún más, a un vicentino. Es una muestra destacada de la importancia que tiene para la Iglesia de hoy, el ser misionero. Ya Pío XI había reconocido que Justino, más que nadie, mereció ese honroso título.
Es significativa la importancia que se ha dado en la Iglesia post-conciliar a la pastoral. Elevar a la dignidad de Santo a un misionero, es ejemplarizar con la vida de Justino, lo que debe ser la vida de todo cristiano: con una misión pastoral qué cumplir, dentro del estado y según la vocación de cada cual.
Es una gracia a nuestra Congregación Misionera y es un estímulo y un modelo para las Provincias de América Latina, que tienen como primordial, el mismo objetivo que cumplió De Jacobis. La actividad del misionero de Abisinia, fue un genial anticipo a lo que debería ser el trabajo de los vicentinos entre la población pobre y campesina de América Latina.
Más que admirarlo simplemente, debemos más bien seguirlo; más que enorgullecernos, reflexionemos sobre nuestra propia identidad; más que sentirnos honrados, imitemos sus ejemplos.
Nos lo repite Pablo VI: Seguimos siendo la esperanza de los pobres, teniendo como dinamismo apostólico la oración ardiente y la vida fraterna.
La misma vida que llevamos, será la medida de nuestra entrega. En este trabajo, animado por la caridad y revestido por el espíritu de Cristo está una de las claves que el Santo nos da, para infundir la mística en las vocaciones de candidatos a nuestra Congregación.
La persona misma de Justino de Jacobis es la respuesta a los interrogantes que muchos nos hacemos: ¿Qué es ser miembro de la Congregación de la Misión? ¿Cuál debe ser nuestro ideal? ¿Qué darle al mundo con nuestro apostolado? (Vicente Huertas G., Novicio de la Prov. de Colombia).
Se resalta en Justino de Jacobis el proceso de inculturación que tuvo con el pueblo de Abisinia para restablecer la verdadera fe en Cristo y para luchar por la justicia y la paz como hermanos.
Es también para nuestra Iglesia actual, un digno ejemplo de austeridad, simplicidad y sencillez.
Su episcopado más que como una alta dignidad, lo entendió y lo vivió como una oportunidad para hacerse servidor humilde y desinteresado de sus fieles abisinios. Fue un obispo sin mitra, sin báculo, sin anillo y sin ostentosos pectorales pero con un gran corazón para amar a todos.
En definitiva, Justino de Jacobis nos da un testimonio extraordinario de lo que es la consagración total a Cristo evangelizador de los pobres, pues toda su existencia fue para el bien de los demás y su mayor esfuerzo consistió en que todos vivieran los valores del evangelio que no contradicen en nada los valores mínimos universales para convivir en una sociedad determinada: Justicia, solidaridad, fraternidad, respeto y paz.
BIBLIOGRAFÍA
– LUCATELLO, Enrico y BETTA, Luigi C.M., Justino de Jacobis. Editorial CEME. Santa Marta de Tormes – Salamanca.
– Santoral de la Familia Vicentina. Ediciones Familia Vicentina. México, D.F., pp. 385-411.
– San Justino de Jacobis C.M., Apóstol de Abisinia. Bogotá, 1975.
– http://somos.vicencianos.org. El testimonio de San Justino de Jacobis, un referente de Etiopía. Publicado en el año 2011. Fuente: VIS – Vatican Information Service.
– http://somos.vicencianos.org. Cinco rostros de Justino de Jacobis. Autor: Robert P. Maloney, C.M.
– http://somos.vicencianos.org. Escritos editados e inéditos de San Justino de Jacobis. Autor: Giuseppe Guerra, C.M. – Traductor: Julián Esteban Pérez Puente, C.M. Publicado en el año 1999.